La soledad es una experiencia interior, nace en el silencio del vientre materno, se presenta en la niñez y en la adolescencia durante los momentos de fantasías y el soñar despierto. Es necesaria en la vida adulta para realizar introspección de nuestro pasado, presente y futuro y al final de nuestra existencia es la última morada.
El correr de los años nos acorta el tiempo y la distancia, nos obliga a permanecer solos temporalmente, hacer un balance de lo hecho y por hacer, administrar los recursos que una vida entera nos ha permitido adquirir. Una mirada superficial a esta etapa de la vida podría sumergirnos en la soledad irremediable y absoluta; sin embargo, si analizamos con mayor profundidad este momento, nos daremos cuenta de que es el supremo encuentro con uno mismo y si contabilizamos nuestras fuerzas, podemos mirar atrás para encontrar en el propio ejemplo la razón de seguir.
Podemos estar solos físicamente durante mucho tiempo y, sin embargo, estar relacionado con ideas, valores y creencias, o bien, por normas sociales que nos proporcionen una razón o una sensación de pertenencia. Por otra parte, podemos vivir entre la gente, poseer todas las riquezas materiales, y no obstante, dejarnos vencer por un sentimiento de aislamiento total.
Estar solo y sentirse solo, son sensaciones diferentes. En la primera, la soledad es física, tolerable y agradable a veces cuando nos sentimos conectados con afecto a los demás. La segunda, es soledad psíquica, intolerable siempre, porque sentimos miedo. «El amor es el único refugio contra el miedo a la soledad»
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