El cielo estaba tan despejado que permitía a los rayos del sol penetrar directo en el pavimento por lo que tanto perros como gatos preferían pasar su tarde de domingo lamiéndose las patas bajo el yugo fresco de los árboles. El viento hacía sonar los ornamentos de las apacibles casas y en los comederos para aves escaseaba el alimento. Cualquiera diría que a ese pueblo lo reinaban fantasmas. Pero a pesar de la estridente tranquilidad una alegre melodía se lograba percibir desde el centro del poblado.
Aprovechando el punzante calor, Martina decidió tomar un baño y al son de su canción favorita se dedicó a prepararse para él. Dejó correr por la regadera el agua fría, de la que siempre huía, para esperar la calurosa corriente, por lo que abrió la pequeña ventana para dejar al vapor escapar. Le encanta cerrar los ojos bajo el agua caliente, casi hirviendo, pues le hace recordar el suave roce del manantial de aquel verano en Tapalpa. Extrañaba la brisa corriendo por su cara cuando la música se detuvo. Abrió los ojos y se encontró frente a su reflejo. Se quedó quieta, atenta a cada detalle de su semblante. Sonreía y los pájaros cantaban. Como si al escuchar el agua caer la nostalgia se hubiera apoderado de su rostro, la sonrisa de pronto se esfumó en un suspiro.
Entristeció y el vapor se apoderó del cuarto ocultando aquella imagen del espejo. Todo se había vuelto opaco, el espacio real se volvió onírico… o viceversa, ella ya no sabía, cuando de pronto un ave rojiza cual fénix se postró en la ventana sin importarle el caluroso vaho que lo envolvía lentamente. Y como si le llevara serenata, dirigió su mirada a Martina dedicándole un armonioso gorgorito. Ella lo saludó y en un intento de acariciarlo éste detuvo su canto y emprendió su vuelo de nuevo. Martina se quedó mirando al cielo, imaginando que abrazaba las nubes. Cuando iba a abalanzarse por la tercera, se desvaneció en cuanto la punta de su dedo la rozó. Ahora estaba cayendo, pero no tenía miedo, se sentía tan ligera como las hojas de otoño en las que alguna vez, cuando era pequeña, se ocultó esperando a que aquel monstruo se marchara. Nunca se había sentido así de libre, al menos no como ahora. Una gota de agua cayó en su mejilla. Primero creyó que era la precipitación de aquella misma nube que se había disuelto. Eran sus lágrimas. Sin pedir permiso sus ojos habían comenzado a humedecerse con el afán de erradicar los augurios. Deambulando en un pasado infructuoso escuchó a la regadera chillar recordándole regresar a la tierra. Y eso hizo. En un parpadeo ahí se encontraba, de nuevo en su baño. Sus lamentos comenzaron a mezclarse con el agua para homogeneizarse con recuerdos enterrados.
La música volvió a sonar pero esta vez Martina no bailó. Dejó que el chorro de agua la conquistara susurrándole promesas y fidelidades. Cada gota que dejaba caer en sus hombros la percibía como un beso, de esos que alguna vez desperdició. Cerró los ojos y se transportó al umbral de un ilusorio parque que estaba repleto de fulgurantes flores con infinidad de tonos y colores, y que contaba con largos caminos escoltados por cúmulos arbóreos cubiertos de una clase de pétalos tono pastel, los cuales minuto a minuto extendían el imperio de la hojarasca.
Desde la entrada podía verlo. Estaba fuerte y enorme. Era un árbol inmenso, su favorito. Comenzó a acercarse a él, pero conforme avanzaba, la mala hierba advertía sus huellas y cada paso que daba le pesaba más y más. Las hojas no dejaban de caer y ella no dejaba de intentar. Pisotones, rasguños y hasta mordidas aventó, pero la fuerza de la maleza la retuvo tan fuerte que se rindió. Dejó de revolverse. Tan solo miró a Kasem, de cuyas ramas emergían corolas anaranjadas. Y no fue hasta que su mirada llegó a la punta de aquel árbol que frunció el ceño y comprendió que era la primera vez que veía el sol.
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