Recuerdo cuando era chica y mientras me llevaba al colegio ponía música. Recién despertada en lo único que podía pensar era en lo cómoda que era mi almohada y lo linda que se veía mi cama. Pero ni el sueño, ni el frío de las mañanas impedía que mi papá ponga música en el auto y me insista en que escuche y aprecie el sonido de cada instrumento.

Con el pasar de los años, y de unos cuantos casetes gastados, aprendí a descifrar el sonido del bajo (que tanto me costó), los teclados y no sólo de la guitarra y la batería. Para mí eso fue casi una proeza. Sin embargo, él no entendía cómo había tardado tanto tiempo.

Cuando ponía una película, los protagonistas eran los músicos… como si la voz de los actores fuera lo que sonaba «de fondo».

Siempre me gustó la música, pero admito que me costó mucho entender su pasión desmedida. Porque a diferencia de muchos que dicen llamarse «amantes» de este bien cultural, él realmente siente amor. Un sentimiento tan fuerte que no entiende de géneros y autores, que va más allá de gustos. Una emoción que suena en notas y va directo al corazón.

¿Cómo lo sé? Porque no sólo escucha música. Mi papá la siente, la expresa. Para él es emoción y compañía; es lenguaje, es su forma de vida.

Hoy, ya más grande, le agradezco por cada canción que me hizo aprender a disfrutar. Porque es a quien disfruta y no a quien sólo escucha al que hoy quiero halagar.

Le deseo que en su vida no le falte armonía y que no pierda esa bendita forma de amar. Ya que en todo ese tiempo aprendí que sólo el que ama la música, sabe en verdad amar.

Feliz día del músico, feliz día papá.

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