La Capital de Italia

La Capital de Italia

Bruno Ravizzini

19/01/2020

En un período de indiferencia, en algún rincón lejano, surgía la incógnita acerca de la capital de Italia.

La incertidumbre se cernía sobre cuál urbe ostentaba el título de capital de Italia. Algunos afirmaban que era Nápoles, otros sostenían que Milán; las opiniones proliferaban en proporción a las ciudades italianas conocidas en aquel lugar.

El tiempo avanzaba y el enigma se erigía en el tópico más debatido del pueblo, resultando arduo discernir quiénes detentaban la verdad absoluta.

Un destacado grupo de individuos empezó a proclamar que la capital era Sicilia, influenciados por el enigmático Victorino D’Áquila. Este personaje, dotado de una retórica excepcional y sumamente respetado, guardaba un pasado velado; posiblemente su imponente presencia infundía respeto y confianza.

Surgieron grafitis con la consigna «Florencia capital», acompañados de símbolos anarquistas, atentando contra los seguidores de Victorino.

Otro grupo significativo postulaba que todas las ciudades debían ser, en cierto sentido, capital de Italia, todas en igualdad de condiciones.

Un reducido número de personas consideraban que Italia no requería de una capital. ¿Por qué la necesidad de designar una ciudad como más trascendental que las demás?, argumentaban.

Las disputas en las calles eran frecuentes, pareciendo imposible llegar a un consenso. Dos posturas predominaban claramente: aquellos convencidos de que la capital era Sicilia y quienes no albergaban dudas de que Milán era la verdadera capital, no concebían otra posibilidad.

«Esta ciudad es la indicada para mí», «No, yo creo que es esta otra», «Debería ser esta», «Yo sostengo que es aquella»; tales afirmaciones resonaban en aquel entonces en aquel lugar.

Los enfrentamientos dejaron varios fallecidos y el grupo de Victorino se radicalizó, llevando a cabo ejecuciones de disidentes en plazas públicas y creando un escuadrón especial para secuestrar a quienes defendían otras teorías. La policía se veía desorientada, renuente a actuar, pero en algunas ocasiones se veían obligados a recurrir a la represión armada.

Sicilia ganaba cada vez más terreno como posible capital, pero también se mencionaban numerosas ciudades italianas e incluso una ciudad de Croacia como candidatas a capital de Italia.

Alberto Montes, un historiador italiano, sostenía firmemente que la verdadera capital era Roma. Lamentaba profundamente lo que estaba ocurriendo, argumentando que sólo podía atribuirse a la falta de cultura e inteligencia en la sociedad. Según él, este no era un tema para debatir opiniones; era cuestión de recurrir al saber, al conocimiento, a los libros, a los expertos. Sin embargo, la opinión de Alberto no era tomada en consideración, ya que su postura no resultaba atractiva para los medios de comunicación, quienes preferían el debate, la controversia y las teorías conspirativas, dedicando horas a confrontar posturas, la mayoría de las veces absurdas.

Muchos reprochaban a Alberto Montes su influencia religiosa, argumentando que Roma era la ciudad del Vaticano; este ataque era impulsado desde los medios de comunicación. Incluso el papa Cirgilio III compartía la visión de Alberto, pero tanto su iglesia como la imagen de las religiones en general estaban sumamente desacreditadas. La población ya no quería tener tratos con los sacerdotes.

Finalmente, representantes de las distintas posturas acordaron someter la definición de este asunto a votación; cada habitante de aquel lugar tendría la oportunidad de elegir la ciudad que consideraban la capital de Italia.

La votación se llevó a cabo entre disturbios en las calles, pero logró completarse. Al final, el escrutinio dictaminó que la capital de Italia era Sicilia. «La voz del pueblo ha hablado», celebraban muchos, la mayoría. El método elegido para alcanzar un acuerdo y seguir adelante en la vida fue un éxito; tanto los ganadores como los perdedores aceptaron la decisión al ser democrática. Sin embargo, hubo quienes, como Alberto Montes, no quedaron convencidos en absoluto; al contrario, insistían en que la mayoría no siempre tiene la razón y que no tiene sentido reunir opiniones si carecen de fundamento teórico.

En aquel momento y en aquel lugar preciso, se resolvió el dilema después de largos años de debates y tensiones sociales. Surgieron distanciamientos y enemistades entre amigos y conocidos; aunque parezca increíble, todo se convirtió realmente en un debate en ese periodo. A veces en el vacío teórico y en la ausencia de contenidos, es afanoso el más ignorante y se hastía el más versado.

Etiquetas: democracia revolucion

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