Hay hechos históricos que se encuentran registrados en documentos. Éstos, han llegado hasta nuestros días. Permanecen en museos, resguardados en grandes vitrinas, esperando que nuestras miradas se posen en ellos. En ese momento, se llenan de orgullo. Otros, sólo tenemos constancia de su humilde existencia a través de trovadores,  canciones populares,  leyendas que han llegado hasta nuestros días. Reales ó no, ésta es una de ellas.

En el siglo XIII hubo un barbero cirujano muy popular en París, que se llamaba Giuseppe. El oficio del barbero cirujano, en aquella época, consistía no sólo en cortar el pelo, arreglarlo, tal y cómo lo conocemos en nuestros días. Realizaba además otro tipo de trabajos: arrancaba muelas, practicaba sangrías, vendaba úlceras, hacía amputaciones, trepanaciones en el cerebro… Formaban el gremio de los llamados” cirujanos de bata corta”, a diferencia de los cirujanos salidos de las incipientes universidades, que se llamaban “cirujanos de bata larga”. Estos últimos, no eran muy populares entre la población. Sus honorarios eran muy altos. No ofrecían demasiada variedad en sus servicios. Eran los de “bata corta” los preferidos incluso por los nobles.

Giuseppe, era moreno de tez, de mediana edad, llevaba su barba siempre bien cuidada. Sonriente, gran conversador. Lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Tenía una mirada expresiva, astuta, recordaba a un zorrillo. En el bajo de su casa, dónde tenía la barbería, a menudo, se formaban pequeñas tertulias. Era menospreciado por los cirujanos universitarios, decían que su nombre escondía un pasado judío. Alabado, querido por su gremio, por la gente, era muy solicitado por la nobleza.

Cuentan que una noche fría de octubre de 1248, mientras Giuseppe dormía, después de un día duro de trabajo, unos golpes fuertes en su puerta le despertaron. Bajó deprisa la escalera que unía su vivienda con la parte baja, dónde atendía a sus pacientes. El viento rugía amenazador, hacía temblar los paños que cubrían las ventanas. Al abrir la puerta, se encontró con un carruaje atezado, brillante. Delante de él, había un hombre vestido de negro. Llevaba un sombrero, una capa y un látigo en la mano.

– Buenas noches maestro, he venido a recogerle por orden de mi señor. Es urgente que venga conmigo- le dijo el hombre

– ¿A dónde? ¿Quién puede solicitar mis servicios a estas horas intempestivas de la noche? – respondió nuestro amigo

– No es mi cometido maese Giuseppe decirle nada más. Póngase algo de abrigo, traiga su instrumental. Es muy urgente. Tenemos que partir de inmediato.

Giuseppe, cómo buen profesional que era, cogió de su armario una de sus lancetas, algunos descarnadores, la inseparable bacía, dos tornos, alguna tenaza. Lo metió todo, apresuradamente, en su cartera de cuero, que utilizaba en sus visitas. Se puso su capa, su sombrero, cerró la puerta. Dócil, se dirigió al carruaje.

Los caballos empezaron a caminar por las calles empedradas parisinas. Desde la ventanilla, mientras el viento feroz movía las cortinillas, pudo distinguir algunos hombres embozados. Algún pobre desdichado terminaría siendo la presa de ellos. Había prostitutas, algún borracho, y cómo no, las ratas, que hacían su recorrido habitual por las calles. Al mismo tiempo, se preguntaba qué noble requería sus servicios a estas horas de la noche. No recordaba tener pendiente ninguna sangría estos días. Las habituales solían ser en primavera. ¿Y si fuese un monje quien le necesitaba? Giuseppe solía visitarles en el convento cómo barbero. Ellos habían sido sus maestros. Mientras se hacía estas preguntas, se dio cuenta, que hacía rato habían dejado atrás la ciudad. Sacó su cabeza por la ventanilla, llamó al cochero para que parase. Fue en vano, sólo obtuvo el sonido del látigo y de los cascos como respuesta. El carruaje seguía su camino sin detenerse.

El sendero se fue haciendo cada vez más estrecho. No se veía ya ninguna casa alrededor. El viento, les acompañaba en el viaje furioso. La lluvia, que había hecho acto de presencia, saludaba al maestro mojando sus mejillas durante el trayecto. A lo lejos, de vez en cuando, se oían aullidos de lobos. Sintió escalofríos. Ajena a todo, en el cielo, la luna llena, majestuosa, brillaba.

La senda era tan estrecha, que las ramas de los árboles golpeaban sin parar el carruaje. Dibujaban sombras misteriosas en las cortinas. Sombras que hacían pensar en manos que quisieran atraparle, llevarle con él. Giuseppe, observaba el escenario atemorizado. El coche se detuvo ante una verja. Detrás de ella, se podía vislumbrar la silueta de un enorme castillo. El lacayo bajó, abrió la cancela, guio los caballos hacia dentro. Había terminado el viaje. El carruaje se detuvo al pie de una larga escalinata, ésta llevaba a la entrada de ese enorme palacio.

En el marco de la puerta principal, le esperaba una figura muy alta. Vestía una larga túnica negra, adornada con un enorme medallón dorado en el cuello. En su mano derecha, portaba un candelabro de bronce. Con la otra, le hacía señas para que entrase. Giuseppe bajó del carruaje, se acercó a él. Los dos se miraron frente a frente iluminados por la tenue luz del candelabro. El hombre tenía el pelo muy corto, algo canoso. Su tez era nívea, su nariz aguileña, sus labios finos. En su cara lucía una leve sonrisa.

– Bienvenido Maese Giuseppe- le dijo con voz grave.

– Gracias mi noble Señor… Desconozco vuestro nombre. No recuerdo haberos visto antes. ¿Qué servicios precisáis de mí con tanta urgencia?- contestó el barbero cirujano.

El hombre no respondió, se dio la vuelta, caminó hacia dentro. Giuseppe le siguió, movido por la curiosidad. La puerta se cerró detrás de ellos. En ese momento, se escuchó el aullido de un lobo. A continuación, se oyó un grito que parecía provenir del propio castillo. Sonaron las ruedas del carruaje alejándose. Recorrieron pasillos y pasillos estrechos, de muros de piedra. El barbero pudo entrever cuadros adornando las paredes. Los hombres que allí se representaban, le recordaban al señor del castillo, vestido con diferentes trajes de otras épocas. El anfitrión iba encendiendo los candiles que se encontraba a su paso. Llegaron a una sala inmensa, presidida por una gran mesa de madera rectangular. Estaba cubierta con una tela de seda encarnada. Las paredes adornadas con algún cuadro. Sus molduras eran doradas, seguramente de oro. No había ningún escudo que le indicase a Giuseppe el nombre del señor de la casa, su linaje. Rodeando la mesa, varias sillas altas de madera. Los respaldos tenían adornos de dibujos de serpientes entrelazadas. Una chimenea daba luz a la sala . Había también velas y candiles apostados encima de algunos muebles, armarios, algún cofre. Al final de la estancia, dos sillones vestidos de terciopelo rojo, miraban de frente a la chimenea. En las cortinas color carmesí, lucían grandes dibujos negros. En ellos, Giuseppe reconoció las figuras de los caduceos. Recordaba haberlos visto en los libros griegos, que había en el convento. Eran varas, coronadas con alas en la parte superior. En la parte inferior, dos serpientes enrolladas, desafiantes, ascendían por ella. Giuseppe recordó que según la mitología griega, Apolo se lo había regalado a Hermes por un servicio prestado. Representaba a los mensajeros, los que conducían a los muertos ó les invocaban…una escalera para subir ó bajar de los infiernos. La bondad y el mal en equilibrio.

Con la mano, el hombre señaló al maestro que se sentase en un sillón. Giuseppe dejó su cartera encima de la mesa e hizo lo que le mandaba el caballero. El hombre se quedó de pie. El silencio que reinaba en la habitación hasta ese momento se rompió. El señor empezó a hablar:

-¿Desea un poco de vino maese?- le ofreció – y sin esperar a que Giuseppe contestase, entró un sirviente que llevaba una copa y una jarra doradas. Llenó la copa del maestro y se retiró.

De la boca del hombre salieron las siguientes palabras: “El vino y la sangre tienen el mismo color. Los dos son capaces de llevarte al delirio “.

Se puso en pie, frente a él, siguió su discurso. Mientras, Giuseppe sentado, agarraba fuerte su copa sin beberla, preso de miedo. La chimenea ardía, el calor no llegaba al barbero. Éste sentía frío a pesar de que ni siquiera se había quitado su abrigo

-Maese Giuseppe le he seguido desde hace tiempo. Le he visto crecer de niño, he seguido sus primeros pasos, ayudando a su padre en el convento de los benedictinos. Luego, formándose cómo “rasor et minutor” (barbero y sangrador). Sus manos han hecho milagros con las barbas de los monjes. Le he observado cómo aprendía junto a ellos su oficio. Sus palmas han vendado úlceras, han segado diviesos, han realizado trepanaciones en personas que presentaban dolor de cabeza con éxito. Sus manos, que son maravillosas, sanadoras, al mismo tiempo pueden ser crueles a veces.

-¿Cómo puede decirme eso mi noble Señor?- exclamó Giuseppe

-Maestro, usted realiza las famosas sangrías, usted y todos los de su gremio de “batas cortas”. Es ésta la razón por la que está usted aquí. Recoge en la bacía la sangre que extrae de la gente. Realiza su pronóstico en base a ella. Reconoce si es sangre espumosa, podrida, serosa, oleaginosa y con ello hace su diagnóstico. Sin embargo no reconoce en ella la cualidad más preciada que tiene: la vida.

Se hizo un momento de silencio… el señor de la casa prosiguió.

-¿No se ha dado cuenta de cuantos han terminado por morir a causa de una innecesaria sangría? Ustedes les hacen sumergir sus brazos en agua caliente, después agarrarse fuerte a un palo para reconocer sus venas, facilitarles así la labor. Cogen su lanceta, hacen la incisión en el cuerpo del paciente, fluye la sangre entonces a la bacía. Con su sangría, van apagando la vida de una forma lenta, dolorosa la mayoría de las veces sin haber encontrado remedio a la enfermedad. ¿Es una forma digna de morir? Poco a poco, con tormento. El paso a la muerte no debería ser así.

-No le entiendo mi Señor- respondió Giuseppe- ¿Es usted médico?

-No mi buen Giuseppe, no lo soy. La sangre es el principal motivo de mi vida. Cómo usted, sé reconocer las clases de sangre. Sin embargo basta una de ellas, cualquiera, para darme la vida. Conozco el cuerpo humano como si fuera el mejor cirujano. Vivo desde hace siglos. No he visto más que horror en las guerras desde hace tiempo. Millares y millares de soldados han muerto desangrados. Sus prácticas me recuerdan a ellas. Un acto, que desde mi punto de vista, resulta despiadado, baldío. No hay nada peor que dejar morir a alguien de forma pausada, cómo ustedes los cirujanos barberos lo hacen a veces. No serán ustedes quienes la practiquen en el futuro. La muerte ,si no hay más remedio, debe de ser sólo un gesto único. Un sueño eterno sin más. Sin suplicio, sin agonía.

-Ahora, me gustaría enseñarle cómo se debería hacer una verdadera sangría. Quítese la capa, levante el cuello de su saya, ponga la cabeza hacia un lado.

Giuseppe hizo lo que el hombre le decía. Dejó su capa en el suelo. Abrió el cuello de su camisa. Su cabeza se inclinó hacia un lado. No entendía nada pero la voz del caballero era más que una orden. Sus palabras le envolvían. Sugerentes, imperativas, llenas de misterio. ¿Y si desde ahora se hacía famoso al aprender nuevas técnicas? Ya se veía lleno de honores, frecuentando los tronos reales. Retratado por famosos pintores, recordado para la eternidad.

El hombre se acercó a Giuseppe. Sus manos agarraron su cuello de una manera suave. Las venas latían, sobresalían, hablaban. Con un gesto, su boca tocó el cuello del maestro. ¡Oh muerte dulce!

Al día siguiente, encontraron al cirujano barbero muerto en la puerta de su casa. Su maleta de cuero al lado abierta. Faltaba la bacía. Blanco su semblante. Una sonrisa dulce en su rostro. Los médicos que acudieron, no encontraron nada, sólo una pequeña señal en el cuello que pudiera ser la causa de la muerte. Se corrió la voz entre sus compañeros de gremio. Días después, un cirujano barbero corrió la misma suerte. Hallado sin su sangradera, muerto. Pasaron años y en ellos hubo muertes que la historia escondió. Muertes que no sólo afectaron a Francia.

En 1745 el rey Jorge II de Gran Bretaña decidió obligar a los cirujanos barberos que se limitasen a tareas relacionadas con el corte de pelo y arreglo de barba. Esta medida fue seguida por otros países al poco tiempo. Entre ellos Francia…

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