No sabría decir cuanto tiempo llevaba allí exactamente, pero Noel Carrager recordaba como abatieron su avión y le hicieron prisionero una sombría tarde de mayo. Algunas veces lo recordaba como si hubiera sido ayer mismo, otras, por el contario lo atisbaba lejano y fugaz.

Aquel barracón, del que conocía todos sus rincones y recobecos, se había convertido en su improvisado hogar, triste, oscuro e impersonal. Sólo entraba la luz por una ventana en la parte derecha, através de la cual, pasaba horas mirando. Unes veces el merodear abrupto del resto de prisioneros, otras, cuando ya caía la noche, un espacio silencioso y triste, rodeado por aquella eterna y oxidada alambrada.

La comida que les proporcionaban era pésima, nada como la comida casera que tanto añoraba, pero les permitían cultivar en el patio, hacer ejercicio e incluso participar en algunos talleres, eso sí, impartidos, la mayoría de ellos, por sus carceleros, o como ellos los llamaban, los monos. Pero tenían algunas libertades, después de todo eran prisioneros de guerra.

Aquella mañana no había salido de su barrancón, se sentia nervioso. A su compañero de cama se lo habían llevado hacía ya tres días, argumentando que se encontraba enfermo, pero él ya intuía que le habían dado el paseillo y se habrían desecho de su cuerpo tirándolo en alguna zanja. Su compañero era un hombre reservado y cada vez que le sacaba el tema de la guerra él lo ignoraba o cambiaba de tema.

Aquel día, y para más inri, había un excesivo movimiento de los monos, los escuchaba hablar en los pasillos y oía sus pasos acelerados, temiendo que la cosa se estuviera poniendo peligrosa.

En un momento dado, los pasos de uno de ellos se interrumpieron ante su puerta, el pomo giró y un hombre alto y fornido, con barba tupida y pelo oscuro apareció tres ella.

– Señor Carraguer, coja sus cosas y vamos, le están esperando.

Nervioso vió una maleta al lado de su cama, maleta que no recordaba haber preprado, se agachó y estirando el brazo, tembloroso, la cogió y se dispuso a seguir a su carcelero.

Le siguió por unos sinuosos pasillos, casi poseído por el miedo. Iba mirando a derecha y a izquierda y veía al resto de prisioneros en sus departamentos, con la cabeza gacha, la mirada perdida e incluso, algunos, atados a sus camas.

Un instante después y casi al borde del colapso, lo llevaron frente a una joven mujer, alta, de cabellos rubios y gesto amigable.

– Aquí lo tiene, asegúrese de que salga con usted, por favor.

– Gracias, Jonhson – respondió la mujer -descuide yo me ocupo.

– Venga, vamos no te quedes ahí pasmado.

-Eh? sí, sí- acertó a responder Carrager.

Aquella mujer cada vez le resultaba más familiar y a medida que avanzaba tres ella, un halo de tranquilidad y calma se apoderaba de él.

Sí, claro, debería ser una de esas muchachas de la resistencia, no sabía como, pero seguro que había conseguido hacerse pasar por algún alto rango para sacarle de allí.

Carrager la siguió sin mirar atrás, esperando, a cada segundo, que alguno de aquellos carceleros le pusiera la mano sobre el hombro y le impidiera la salida de aquel lugar, volviéndole a privar de la libertad. Pero esto no ocurrió. La joven abrió un vehiculo estacionado cerca de la salida, incitándole a subir en la parte trasera. Él obedeció el gesto y la muchacha se puso al volante y arrancó.

El hombre le puso su mano, aún temblorosa, sobre el brazo y con una voz débil le dijo: -gracias, muchas gracias señorita, salgamos de aquí antes de que surjan los problemas.

La mujer le miró extrañada y con gesto hastiado, le recriminó – papa, no empieces otra vez, venga ponte el cinturón y vámonos, que nos están esperando todos. Ya verás que día más estupendo pasamos.

El vehículo avanzó suavemente dejando atrás aquel lugar. Sobre dos puertas grandes de forja y oxido, que se cerraron a su paso, se leía una amplia inscripción: Su confianza, nuestra tranquilidad, Residencia para la Tercera Edad San Pablo.

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