Por fin colocó el último de sus juguetes sobre la rebosante bolsa de plástico del supermercado de la esquina, un muñeco de nieve algo desgastado tras mil juegos, con uno de sus ojos y uno de los botones de su panza descoloridos. Del sombrero de copa azul y la escoba, que eran sus complementos al salir por primera vez de su caja, no se sabia nada hacía tiempo.
Su dueño aguardaba inmóvil, pálido y resignado, sin poder articular palabra, ante aquel despliegue de vida que sus padres habían organizado en apenas dos días y entre los que estaban todos sus recuerdos. Todos los recuerdos, claro está, que podía tener un niño de cuatro años.
Los bultos de la mudanza fueron ocupando poco a poco el maletero del seat 133 -en la parte delantera, juanto a la rueda de repuesto- que hacía las veces de monovolumen actual, e incluso lo conseguía.
El viaje no fué largo, apenas veinticinco minutos, que entre las curvas, baches y vaivenes de la vieja carretera comarcal, le parecieron dos horas. Pronto apareció el primer mareo, primero de muchos que sufriría a lo largo de su infancia durante aquellos trayectos. Su madre, previsora, se anticipó abriendo un hueco en el cristal de la ventanilla delantera, cosa que no sirvió de mucho, pero que dió al pequeño una sensación de seguridad, de que allá donde iban, no estaría solo.
Cuando llegaron al piso nuevo, su padre se dispuso a abrir la puerta, grande, robusta, noble, de un marrón roble lacado, con dos cerraduras! Al entreabrirse le invadió un olor lúgubre, casi desagradable y muy extraño. Su madre y su abuela habían dedicado horas a dejar todo limpio, realmente impoluto, pero ese no era un olor familiar.
Le indicaron que dejara sus cosas en una habitación a la izquierda, tras una puerta a escasos metros de la entrada, al principio de un estrecho pasillo, que en nada se parecía al enorme recibidor de la casa de sus abuelos en el pueblo.
Tan solo eran tres en la familia, pero el ir y venir constante de sus padres era como el de aquella película que vió con su abuelo las pasadas Navidades, la Gran Família, y llenaba por completo la nueva vivienda.
Tras cinco minutos consiguió reaccionar. Empezó a poner sus juguetes en la parte de abajo de un gran mueble, al descubrir dos portezuelas que escondían un espacio amplio y diáfano y que al cerrarse quedaban simétricas, dejando a buen recaudo sus posesiones mas valiosas.
Sólo restó en su mano el muñeco de nieve, torpe, descolocado e incómodo ante aquella situación. El niño lo apretó fuerte entre su puño y lo lanzó sobre la cama, la figura golpeó el colchón, rebotó sobre la pared y quedó boca abajo sobre el cojín. Se escuchó un breve sollozo. Cogió de nuevo el muñeco y lo colocó sobre una destartalada mesita de noche, firme pero temeroso, sereno a la vez que desconfiado. Entonces entendió, a partir de aquel día aquel era su lugar.
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