Cada año que pasaba le gustaba menos las fiestas navideñas. Sentía nostalgia de aquel tiempo en que, las vivía y disfrutaba con su familia, pero desde hacía un par de años no tenía a nadie (sus padres, jóvenes aún, habían perecido en un accidente, hermanos; no tuvo y otros familiares menos allegados, habían tomado sus propios caminos por otros derroteros), así que, sin nadie con quien compartir; banquetes y regalos, aquella festividad la pasaba sin pena ni gloria. No solo aquellas fechas eran nefastas, su día a día carecía de interés; tedioso y monótono aunque para llenar el vacío que su aislamiento le provocaba, se había volcado en el trabajo, con el tiempo sus amigos o conocidos se fueron distanciando cada vez más y alguna relación sentimental, esporádica, se había diluido tan rápidamente como un azucarillo en el café. No obstante, el ultimo día del año pasado, después de cenar (una ligera sopa de ave, el segundo plato quedó, inmaculado y abandonado sobre la mesa) en la más absoluta intimidad, es decir; ella sola, entre uva y uva, siguiendo las campanadas emitidas por la televisión, había concebido un deseo que, poco después (tras la ingesta de un botella tamaño magnum Moët & Chandon Brut Imperia), para hacerlo patente, había lanzado la promesa al aire; “cambiaría, volvería a celebraría la Navidad”, pero no bastaba con formular las palabras para que se cumpliera su juramento, aunque éste hubiera sido efectuado en un momento de embriaguez y ante su dolorosa soledad que, tristemente, rozaba la desesperanza. “Debía dejar de ser antisocial, sí compartiría la Navidad; con amigos”.
Miró el calendario, corría el día veinticuatro de diciembre, echó una mirada de desprecio al almanaque y le soltó un improperio, en ningún momento iba dirigido al precioso gato de angora de la fotografía, pero los azules ojos del felino le devolvieron una fría mirada.
– ¿Y tú que miras? le increpó.
Aquel incidente acabó por enfurecerla, aún más ¡estaba hablando con la fotografía de un gato!. Si al menos fuera un gato, de carne y hueso, tendría una conversación, bueno un monologo, se recriminó burlona. Sí, debía poner remedio a su situación, si seguía así acabaría mal. Debía tomar medidas, hacer algo positivo y dejarse de lamentaciones.
Estaba exhausta. Su agenda, que no había sido renovada en los últimos meses, no le dio el resultado esperado. Nadie estaba disponible; es decir las únicas tres personas que la recordaban, ya tenían planes. Después de meditar entre chupito y chupito y mantener una larga charla con la botella de The Sting. Decidió hacer una nueva llamada “debo dar el gran paso si quiero salir de esta sin razón” se estaba diciendo a sí misma mientras, al otro lado de la línea, alguien contestó la llamada.
Cuando la voz, endulzorada, recibida por del auricular le preguntó ¿“la vuelta para?…”, reinó el silencio, durante unos instantes esperó la respuesta, al no recibirla continuó diciendo ¿“dejamos open?”, Mirian, instintivamente, repitió “open”. En realidad su intención era, escapar de las paredes de su casa, no quería volver a pasar la Navidad confinada con los fantasmas de su vida, pero su subconsciente o quizás su inconsciencia le dictaba que no tenía que ponerse día y hora para el regreso. Cuando por fin tomó conciencia de su intrépida decisión, se sintió satisfecha. La hora de salida del vuelo era perfecta; del trabajo pasaría por casa, tomaría una ducha, recogería algo de ropa y estaría en el aeropuerto con tiempo suficiente.
Mirian se ajustó el cinturón y atisbó por la pequeña ventanilla, el cielo rosado la sumió en los recuerdos, sacudió la cabeza, no debía entrar en ese bucle si no quería acabar lloriqueando en mitad del vuelo. Respiró profundamente y se propuso mirar con optimismo su presente y disfrutar de la “chaladura” de viajar a otra ciudad, con el único deseo de alejarse de su realidad, no obstante sabía que su realidad siempre la acompañaría y que si quería que aquella escapada no fuera un total desastre y se convirtiera en huida, debía transformarla. Volvió a otear el panorama, ¿cuánto tiempo llevaba cavilando sobre su descorazonadora vida? se preguntó sorprendida al comprobar que el avión estaba aterrizando.
Ya en tierra, recogió su equipaje y alquiló un vehículo. El crepúsculo había dado paso a la oscuridad pero la ciudad aparecía llena de luz, engalanada con las más caprichosas y destellantes luces navideñas. La circulación era lenta, una larga fila de automóviles se movía por la gran avenida. Mirian, dejando a un lado la ornamentación, se sentía como pez en el agua, le encantaba las grandes ciudades. Aprovechó la parada en un semáforo para mirarse en el espejo del interior del coche. Se alegró al ver su semblante, aquel rictus de desafío la envalentonó. Se retiró el rebelde mechón que siempre le caía hacía la cara y lo entrelazó con el resto del cabello. Sacó un pintalabios de su bolso y se retocó los labios a la vez que esbozaba una sonrisa seguida de un beso al aire. La imagen que reflejaba el retrovisor le devolvió el ósculo. Sonó el claxon del vehículo de atrás, el estridente ruido le hizo volver en sí. El semáforo ya estaba verde. Siguió circulando. Unidos a la luminaria navideña, los rótulos de neón se encendían y apagaban anunciando bebidas refrescantes, actividades financieras y comerciales, otros; daban la hora, la temperatura ambiente, y los más sofisticados una serie de noticias de última hora. Entre aquel derroche luminoso, localizó un Hotel y allí se hospedó.
Mirian se cambió de ropa, se repasó ante el espejo. Enfundada en aquel traje de noche de tejido de lame y con el cabello suelto, distaba mucho de la mujer que acababa de entrar en la habitación vestida con ropa casual; pantalón pitillo, camisa de franela, jersey (dos tallas más de la suya) y chaqueta acolchada, además de aquellos zapatos bajos que remarcaban muy poca elegancia, el único toque femenino era su cabello recogido en la nuca, a excepción del rebelde mechón que siempre se escapaba del resto. Se dio el visto bueno, se cubrió con un chal de seda tornasolado y salió de la habitación.
Con paso decidido llegó al restaurante del propio hotel. Mientras esperaba la cena consultó en su móvil las oportunidades de distracción que ofrecía la ciudad. Repasó la cartelera de teatros y cines. Meterse en un espacio cerrado y sentarse en una butaca, además, someterse al horario de los pases, era lo que menos le apetecía, pero ¿qué iba a hacer después de cenar? quedarse en el bar del hotel y hacer visible su soledad o volver a la habitación, tomarse un par de whisky, deprimirse aún más y terminar lloriqueando. Llegó la cena.
El local estaba muy concurrido, mesas repletas de gente alegre, dicharachera y hasta podía decirse feliz; celebrando la Nochebuena. Se dejó llevar por la música de ambiente, su única compañía.
Un camarero, cargado con la bandeja llena, tuvo que hacer un quiebro para esquivar el encontronazo contra el hombre que, con paso acelerado, acababa de irrumpir en la sala. El revuelo producido por el incidente pasó inadvertido para la mayoría de los comensales, pero no así para Mirian que observó divertida la cara de extrañeza y casi podía calificar de timidez de aquel hombre, de elevada estatura. Vestía una americana a cuadros y un pantalón perfectamente planchado, la corbata, de impecable combinación con la camisa y el traje, la llevaba descordada. El cabello castaño claro despeinado y la barba de un día no disminuían elegancia a su porte. Eso sí, sus zapatos “cantaban” con el conjunto, estaban sucios; llenos de barro. Un atuendo elegante con un detalle discordante para una refinada cena de Nochebuena.
– Siento llegar tarde –dijo una vez tomó asiento en la mesa que ocupaba Mirian, ella, lo miró extrañada.
– He tenido que sortear algunos obstáculos –añadió.
– Ya lo he visto –respondió irónica.
– ¿Has pedido por mí? –prosiguió él, indiferente.
– ¿Cómo? – preguntó ella, sin comprender.
– ¿Si has pedido cena, para mí? –repitió el hombre, alzando un poco, la voz.
Mirian miró severamente a aquel extraño. “Qué le hacía pensar que podía hablarle con aquella familiaridad ¿Por quién la estaba tomando?”. Instintivamente dirigió su mirada hacía sí. “No, su vestido era de gala, pero no iba muy escotada y tampoco se había maquillado demasiado”. El repaso a su imagen le confirmó que no sobrepasaba las reglas del decoro y no podía entender el atrevimiento de aquel sujeto.
– Por favor, deje mi mesa, estoy cenando. No me moleste.
– Ah disculpa, permíteme que me presente, soy Nicolás, pero como mis amigos, tu también puedes llamarme Nico.
– ¿Y? -contestó Mirian
– He recibido el mensaje y, aquí me tienes.
– ¿Qué Mensaje?
– Sí, ya sabes… nuestro amigo –dijo guiñándole un ojo y esbozando una pícara sonrisa.
– Lo siento, no creo que tengamos ningún amigo en común.
– ¿No me digas que vas cenar sola? –preguntó evitando justificar la procedencia del recado.
Mirian, hizo una mueca de desaliento, es que no se daba cuenta de que estaba sentada en una mesa en la que, únicamente, había un solo servicio. Muy grande pero bastante bobo, pensó.
– Sí, esta noche ceno sola –respondió con voz cansina.
– ¿Te molesta que te acompañe? Yo tampoco tengo con quien cenar, por supuesto invito yo.
Mirian le dio lastima, otro solitario, pensó. Sospesó la posibilidad de compartir la mesa con aquel extraño, quizás no tan extraño, algo les unía; la soledad. No estaría mal tener alguien con quien hablar, aunque fuera del tiempo, durante, lo que se consideraba, una de las más importantes de las dos grandes cenas del año.
– ¿Desea cenar, señor? – requirió, un solicito camarero.
– Sí, por favor, menú completo –respondió el joven y girando nuevamente la cabeza hacia ella, le regaló una amplia sonrisa.
Mirian aturdida y a la vez animada le devolvió la sonrisa ¿qué significaba aquello? Había hecho un amigo, se podría decir que, si aquel extraño la acompañaba y compartían mesa; finalmente, estaba cumplido la promesa que hizo en la, beoda, noche de traspaso del año anterior. Mirian le observaba atentamente, su voz era agradable y aquel acento desconocido le daba sonoridad a sus palabras, además tenía unos grandes ojos de color verde que infundían confianza, su cabello continuaba revuelto, ahora percibía un leve y agradable olor a perfume masculino. Por una extraña razón, quizás debida a la copa de vino que ya había ingerido, se sintió alegre. Resultó que además, Nico era un buen conversador y la cena resulto un gran éxito.
– Te gustaría que saliéramos a dar una vuelta –propuso Nico
– ¿Ahora?
– ¿Por qué no? Es una noche mágica, ¡disfrutémosla!
Salieron del restaurante, Nico señaló un vehículo estacionado a unos sesenta metros, la invitó a subir, él se acomodó en el asiento del conductor y lo puso en marcha. Se desplazaron por la gran urbe, Mirian se deleitaba observando las múltiples formas creadas por las resplandecientes luces navideñas y escuchaba absorta las explicaciones que Nico le daba sobre el significado de los radiantes ornamentos luminosos.
El coche se detuvo, Nico salió del vehículo y se acercó a la otra puerta delantera, la abrió y extendió una mano a Mirian para ayudarla a bajar, cerró la puerta y con el mando a distancia bloqueó los pestillos. El joven la tomó delicadamente por el brazo y anduvieron unos metros por la acera.
Se detuvieron ante un portal de aquella calle que, aunque bien iluminada, Mirian no pudo descubrir su nombre, en el trayecto a pie no localizó ningún rótulo, indicándolo. Él buscó en el bolsillo de su americana y de un llavero del que pendía una figura de reno eligió una llave y abrió la puerta, caminaron por el vestíbulo y se pararon frente a la puerta del ascensor. Él pulsó el botón de llamada, la botonera de indicación había empezado a hacer un baile de luces de mayor a menor, la luz se paró y las puertas del ascensor se abrieron y ambos entraron en la cabina. En la séptima planta paró el elevador y nuevamente se abrió la puerta, Nico salió. Mirian se quedó dentro del ascensor. Nico la llamó, mientras estaba abriendo la puerta de uno de los apartamentos, Ella se dirigió hacia él a la vez que pensaba si era buena idea entrar en la casa de un desconocido. Siguió caminando, cuando estuvo bajo el arco de la puerta observó que pequeñas partículas brillantes circulaban en el interior, Nico encendió la luz, el polvo destellante desapareció. Traspasó el umbral.
Le sorprendió toparse con un gran árbol de Navidad engalanado con múltiples abalorios; bolitas, lentejuelas, quincallas, fruslerías, etc. que no ligaban, a su entender, con el carácter típico de un apartamento masculino. Y que chocaba con la decoración, minimalista, del amplio piso; pocos muebles y paredes llenas de fotografías de paisajes alpinos, auroras boleares, cumbres nevadas… Un gran ventanal, de esquina a esquina de la estancia, ofrecía una soberbia panorámica de la ciudad. Mirian recreó la mirada en el destello de las luces que iluminaban la metrópoli.
– Tienes una casa, como diría muy particular –dijo Mirian
– Sí es diáfana, pero no es mi casa, me la ha cedido Claus, estos días viaja mucho, por trabajo, ya sabes.
– Sí, todo parece; etéreo –respondió Mirian recordando la sensación que tuvo al entrar y observar las briznas del polvo destellante, que sin duda se debía al contraste de la oscuridad de la vivienda con la luz que entraba por el ventanal
– ¿Qué te apetece tomar? –ofreció Nico.
– Me vendría bien un buen vaso de agua –contestó ella.
A grandes zancadas se dirigió a la cocina. Mirian se sentó en el cómodo sofá de plumas. De pronto, una alarma se instaló en su cerebro, él volvió al instante y le entregó el vaso, ella lo cogió y a pesar de la sed que tenía, por precaución, antes de beber olió el contenido; era inodoro, lo miró sin despegarlo de su nariz; el líquido era transparente, probó un sorbo; no notó ningún sabor y finalmente, bebió ansiosa su contenido. Tenía que extremar las precauciones, quién le decía a ella, “que aquel hombre tan apuesto, no estuviera tramando algo”, inmediatamente desechó la idea, si hubiera tenido malas intenciones, ya lo habría notado y por el contrario Nico se mostraba amable.
Él se había servido una copa, estaba junto al equipo de música, Mirian desde el sofá le observaba, de pronto la habitación se inundó de una agradable melodía, la voz de Barbaba Streisand, le trajo entrañables recuerdos.
– Ven – dijo Nico a la vez que la cogía, sutilmente, de la mano y la acercaba hacía él. Ella sumisa se dejó llevar. Soñadora echó a volar su imaginación y evocó el romanticismo de su adolescencia. La silueta de la pareja, íntimamente abrazada siguiendo el ritmo de la música, se reflejaba en los cristales del gran ventanal.
El tiempo iba avanzando entre baladas y boleros, Mirian, junto al tocadiscos, saboreaba un Bourbon. Hablaban acerca de sus gustos musicales. Tenían extendidos, como si se tratara de una exposición, un gran número de CD. Nico, incluso, tarareaba la canción que sonaba en el reproductor, ella bromeaba y él dejaba que se burlara de sus pocas dotes interpretativas.
Mirian reía, reía satisfecha, feliz, desinhibida. Él, mientras canturreaba, se acercó a ella le susurró la letra al oído, ella coreó la melodía. Sutilmente Nico, con la intención de besarla, rozó su rostro, Mirian bajó la cabeza y los labios de él acariciaron dulcemente su nariz, dejando la huella de un cándido beso. Divertida fijó sus ojos en los de Nico, lentamente buscaron sus labios fundiéndose en un apasionado y largo beso. Él, la rodeó con sus fuertes brazos, ella se cobijó en su pecho. Siguió besándola. Sus labios transitaron, mimosos, por la frente y descendieron delicadamente por sus mejillas hasta tropezar con su boca, Mirian entreabrió los labios y sus lenguas se buscaron ansiosas enlazándose apasionadamente.
Él la tomó en brazos, la colocó delicadamente en el sofá y volvió a apoderarse de su boca, la pasión fue creciendo entre ambos. Lentamente fueron despojándose de la ropa. Ella contempló su cuerpo desnudo, rozó con sus labios aquel torso bronceado. Nico con suaves caricias continuaba recorriendo su cuerpo. Ella, a pesar de su confusión, se dejaba llevar por la atracción que sentía hacia él y por el despliegue de lascivas caricias que recibía y que incrementaba su deseo. Se agarró, fuertemente, a su cuello para no dejarlo escapar y sus manos se volvieron exigentes, forzándole cada vez más a presionarla, se sentía embargada en una necesidad primitiva; una fuerza salvaje. Se miraron sonrientes, siguieron besándose.
Un halo plateado se filtró por el gran ventanal aposentándose sobre sus cuerpos desnudos. Todavía jadeantes se miraron y volvieron a besarse. Rieron sonoramente y enlazaron sus cuerpos en un nuevo embate. Seducidos por las emociones volvieron a entregarse al juego del amor.
Una luz tenue se filtraba, cautelosa, a través del ventanal, Mirian abrió los ojos, la estancia se mantenía en penumbra. Exhaló un suspiro de complacencia, volvió a cerrar los ojos y se dejó envolver por el sopor de la inconsciencia.
El estridente sonido de la alarma del despertador estalló en la habitación, Mirian se sobresaltó, buscó el botón para parar aquel infernal ruido, no lo encontraba, la claridad que llegaba a través de las cortinas era insuficiente; la habitación seguía en penumbra, tuvo que encender la luz para dar con él, el reloj marcaba las 6,35 a.m. Se incorporó, miró extrañada a su alrededor. Se retiró de la cara el rebelde mechón de cabello y lo recolocó detrás de la oreja. Con las manos se tapó la boca, las palabras que su cerebro emitían se atascaron en la garganta y no fueron formuladas. Se restregó los ojos. Estaba en su dormitorio, en su casa, en Barcelona. Miró hacia la mesita de noche. El calendario del reloj digital indicaba que era jueves día veinticuatro de diciembre y eran las 6,35 horas. la hora habitual en que se levantaba cada día para ir a la oficina.
Instintivamente cerró los ojos, apretó los parpados con todas sus fuerzas, y lentamente los abrió, volvió a recorrer la estancia con la mirada. Efectivamente, seguía estando en su habitación, en su casa, sentada en su cama. Estaba trastornada, en su cerebro reverberaba su sueño, si era eso; un sueño ¿Tanto deseaba un amigo o mejor dicho, algo más que un amigo?, se preguntó. La respuesta se perdió en su cabeza. Se sintió estúpida, tomó una ducha para relajarse, empezaba a dolerle la cabeza. Se vistió, atropelladamente, con un traje de chaqueta color beige y una blusa estampada a juego, se miró al espejo, se recogió el cabello a excepción del rebelde mechón que, como siempre, acabó en su cara. Se remiró en el espejo. No le gustó el resultado. Se quitó el traje y se enfundo un pantalón de cuero negro, la blusa no quedaba mal; se desabrochó un par de botones, con las manos la alisó y levantó el cuello dejando que se entreabriera ampliando el escote. Se soltó el cabello y lo cepilló, se retocó el maquillaje. Echándose el abrigo sobre los hombros, salió de casa.
Sacó el coche del garaje y circuló con la más absoluta animadversión por las calle de la ciudad que, nuevamente, la enviaban a la oficina. La conjura de los semáforos en rojo, se hizo evidente ante su estado de ánimo, aquellos instantes en que la luz roja obligaba a detener el vehículo, le traían el recuerdo (“un sueño, soñado”, quizás; muchas veces y jamás realizado), llevándola al lugar de los ensueños, en los que uno cree que vive en una tangible realidad. El zumbido de un claxon y la expresión de una blasfemia, sin duda dedicada a su persona, la sacaron de su aturdimiento.
Como cada día, antes de empezar su jornada laboral entró en la cafetería. Y, como cada día, se encontró ante “la cara de los de siempre”, pero aquella gente no eran sus amigos, apenas habían cruzado alguna palabra, a excepción de un saludo, matutino; coloquial. Se dijo resignada. Una triste sonrisa apareció en sus labios mientras saludaba a Joan, el camarero. Y, como cada día, Joan le sirvió el café en la mesa del fondo y le entregó la prensa. Y, como cada día, ella se dispuso a beberse el café mientras se refugiaba entre las páginas del periódico.
– ¿Le importa que me siente aquí? -dijo una voz.
Mirian, dejó el diario a un lado, levantó la cabeza. Un rictus de sorpresa afloró en su rostro cubriendo sus mejillas con un sutil color rojizo.
Frente a ella, un hombre de elevada estatura, ojos verdes, cabello despeinado, vestido con una americana a cuadros, un pantalón perfectamente planchado, con la corbata descordada de exquisita combinación con el resto de la vestimenta, trataba de justificar su atrevimiento.
Cuando iba a contestar enmudeció y de sus labios brotó, una pícara sonrisa.
©Diciembre 2019_María Teresa Marlasca
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