Cuando Gorka Erentxu se dio cuenta de que subir a aquel Citroën blanco había sido un error, ya era demasiado tarde. Everaldo Rocha y Ernesto Mendes lo habían recogido mientras hacía autostop en una gasolinera en la carretera que va dirección Monchique, y al principio Gorka pensó que era su día de suerte.
Everaldo, que iba conduciendo, era un hombre gordo, calvo y su risa se parecía al gruñido de los cerdos. Llevaba una camiseta blanca de tirantes, y a Gorka le hizo gracia que fuera todo el camino conduciendo con una mano agarrada a los huevos.
Ernesto, el copiloto, era un tipo bastante nervioso y de pelo canoso. Aunque los chistes que contaba eran malísimos, liaba porros de hierba sin parar, así que Gorka lo estaba pasando bien.
Durante gran parte del viaje fueron hablando de la vida. Gorka les contó que venía haciendo autostop desde Bilbao para encontrarse con su novia, Irene, que estaba de voluntaria en una ecoaldea de Monchique. Ernesto le contó que sobrevivía vendiendo hierba y Everaldo apenas entró en la conversación, sólo cuando hablaban de sexo, y únicamente para quejarse de que siempre tenía que pagar para follar.
Cuando ya llevaban un buen rato en el coche, Ernesto le dijo a Gorka que tenían que parar para hacer un recado antes de llegar a Monchique y que les iría bien que les echara una mano. A Gorka le pareció bien, creía en el karma y le gustaba ayudar, además, Ernesto le había prometido una bolsa de hierba por hacerles el favor.
Everaldo salió de la carretera por un camino sin asfaltar. No había nada alrededor, pero lo que hizo que Gorka empezara a ponerse nervioso fue el silencio espeso que de repente se apoderó del coche. Ni Everaldo gruñía ni Ernesto hacía chistes.
Gorka pudo observar por el retrovisor cómo sus miradas tensas vagaban sin rumbo analizando el paisaje. Poco después, Everaldo paró el coche en una explanada frente a una casa medio en ruinas.
—Es aquí… —dijo Everaldo—. ¿Crees que el holandés nos engañó?
—Espero que no —contestó Ernesto frunciendo el ceño y mirando fijamente a la casa.
—Eh…chicos —empezó a decir Groka mientras intentaba mantener la calma jugueteando con sus rastas—. Irene me está esperando en Monchique…
—No te preocupes —dijo Ernesto—, será rápido, ya te he dicho que nos tienes que ayudar con una cosa.
—Lo siento, no sé cómo podría yo… —contestó Gorka— Será mejor que me vaya, pararé otro coche, gracias por el viaje, chicos —concluyó Groka mientras intentaba abrir la puerta.
—¡Cierra la boca! —chilló Ernesto sacando un cuchillo de caza de la guantera y apuntando con la punta a Gorka—. Te vas a quedar aquí y vas a vigilar, si viene alguien haz sonar el claxon del coche, ¿está claro?
El corazón de Gorka dio un vuelco y el pánico empezó a apoderarse de su cuerpo, haciendo su voz ridículamente aguda. —Sí… —dijo como si le hubieran agarrado muy fuerte los huevos.
En los ojos de Ernesto ya no quedaba ni rastro de las bromas que había estado haciendo minutos antes. Ahora eran fríos y penetrantes, como la cuchilla del machete.
Ambos hombres se bajaron del coche y cerraron las puertas. Ernesto se guardó el cuchillo en la parte trasera del pantalón y empezaron a andar hacia la casa.
Gorka inspeccionó los alrededores en busca de ayuda, pero no vio a nadie. Sólo le llamó la atención el montón de pájaros muertos que había frente a la casa, especialmente palomas.
<<Si eres buena persona, el universo será bueno contigo>>, pensó Gorka mientras cerraba los ojos y apretaba con fuerza el colgante con el símbolo del Ohm que le había regalado Irene.
Alrededor del coche sólo se oían los cantos de los pájaros, era un entorno bastante idílico y tranquilo, hasta que un fuerte ruido rompió el silencio. Gorká abrió los ojos. ¿Qué había sido eso? La puerta de la casa se abrió de golpe y Everaldo salió corriendo, tropezándose con sus propias piernas y cayendo al suelo. Detrás de él salió un tipo alto, con un mono tejano y una escopeta en la mano.
Everaldo se levantó y echó a correr de nuevo, pero sólo pudo dar tres zancadas antes de que la escopeta volviera a disparar. El trueno retumbó a través del bosque y Everaldo se desplomó de boca.
Gorka entró en pánico, subió los pies al asiento y agarró fuerte sus rodillas. Se había meado encima y grandes lagrimones corrían por su cara. Se mordió el labio con todas sus ganas, como si de esa forma pudiera volverse invisible. Pero eso no pasó.
El hombre del mono azul y la escopeta alzó la vista, clavó sus ojos en Gorka y empezó a caminar hacia el coche.
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