Cuando mi hermana y yo volvíamos del colegio a casa, debíamos de esperar a que mis hermanos regresaran de la guardería para bajar a recogerlos, los acercaban en una furgoneta y se bajaban en la puerta de las viviendas. Había que hacer tiempo hasta que llegaban, por lo que yo me echaba en la cama del dormitorio que compartía con mi hermana para leer algún tebeo de Zipi y Zape. Me levantaba de la cama de mala gana cuando mi madre nos avisaba de que los niños ya debían de estar la puerta del edificio, de modo que mi hermana y yo bajábamos cinco plantas hasta el bajo y nos encontrábamos a nuestros hermanos con cara de fastidio por tener que subir hasta un quinto sin ascensor. Los niños, que iban vestidos con los babis de la guardería, ascendían muy lentamente los escalones y se agarraban al pasamanos para ayudarse a subir. Cuando los niños ya estaban dentro de la casa, mi estómago me reclamaba comida y me iba a la cocina a buscar dentro de la talega un trozo de pan. Leer a Zipi y Zape, recoger a mis hermanos y comer el pan que me sabía a gloria a la hora del almuerzo, eran el ritual que cumplía cada día después del colegio. Cuando no había colegio, a mi hermana y a mí nos gustaba salir a la terraza que estaba cerrada con cristales, desde lo alto parecía que no se veía el final del suelo. Al vivir en un quinto piso sin ascensor, me daba la impresión de que vivíamos cerca de las nubes. Llenábamos de juguetes la terraza, una vez no sé por qué mi hermana embadurnó una pierna de una de mis muñecas con pintura blanca. Me llevé un disgusto y estuve enfadada con mi hermana durante largo rato. Ataviaba a la muñeca con vestidos largos para que no se le viera la pierna pintada de blanco mientras los niños jugaban en su cuarto a indios y cowboys. Después del colegio y la guardería permanecíamos en la vivienda ya que ninguno de los niños de la casa de las nubes salíamos a la calle. A mi madre le daba miedo dejarnos jugar en la calle y eso que pasaban pocos coches por allí porque la calle no tenía salida. Por eso apenas conocíamos a los niños del vecindario, las pocas veces que jugábamos con otros niños en la calle era porque mi madre se había puesto a hablar con alguna vecina y mientras mi madre hablaba, mi hermana y yo jugábamos al teje con algunas de las niñas del barrio. Era divertido saltar de casilla en casilla empujando la piedra con el pie sobre el dibujo hecho en el suelo con tiza, y lo mejor era poder compartir el juego con otras niñas. Mama, queremos bajar a la calle a jugar con las otras niñas, le pedíamos a mi progenitora pero esta se negaba en rotundo ante nuestra petición. Mi madre estaba convencida de que nos podía suceder algo malo si bajábamos a jugar a la calle, nos sobreprotegía, nos ha envuelto con sus miedos y ansiedades, seguramente le hubiera gustado guardar a sus hijos en un frasquito, pero por mucho que intentó protegernos de todo mal, no lo logró. La enfermedad consiguió trepar a la casa alejada del suelo y cercana a las nubes, y se coló en el interior de mi hermano pequeño. Los niños jugaban en la casa y el niño mayor dio un empujón al pequeño que fue a golpearse la cara contra el pomo de una puerta, como resultado la cara del pequeño se hinchó dando lugar a un cáncer. Los padres buscaron los mejores hospitales para iniciar el tratamiento contra tan vil enfermedad. Abandonaron la casa de las nubes, el sur, pusieron los pies en la tierra para irse a vivir al centro del país, a un pueblecito próximo a la capital donde estaba el hospital en el que iban a tratar al pequeño. En el pueblecito la vida era distinta, más tranquila, más segura que en la ciudad, la madre no tenía miedo de que sus hijos jugaran junto a la puerta de la casa, vivían en un bajo, a ras del suelo, en una urbanización donde residían vecinos amables. Los padres iban y venían del pueblecito al hospital de la capital con la esperanza de que su hijo pequeño se recuperara de la enfermedad. Pero no se recuperó. Mis padres quisieron que mi hermano pequeño continuara en el pueblecito y lo enterraron allí, luego volvimos al sur. El niño fue feliz en aquel pueblo, correteando libre por sus prados, en ese lugar se halla su espíritu que aún juega alrededor de sus árboles.
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