El olor a pan tostado y mantequilla acabó de despertar a Luis. Hacía un calor de justicia, los veranos en Jerez son duros. A su lado, compartiendo el colchón que se había colocado entre el armario y la cama, su hermano pequeño seguía completamente dormido, despatarrado con slips de dinosaurios. Al levantarse vio que sus dos hermanas, más pequeñas también, seguían durmiendo en la cama. Desde la cocina le llegaban las voces de su abuela y su madre. Buscando el pantalón por el suelo encontró sus bambas azules. Una mueca de rechazó le mutó el rostro. Sentado en el suelo cogió la que estaba más rota. La volteó. En la suela, debido al desgaste, tenía un agujero donde tranquilamente cabía una moneda de quinientas. Sintió un resquemor en el estómago. Odiaba el dinero, las bambas y a sus padres. Si tuviese dinero no tendría que ir con el pie fuera, no tendría que ir con el coche viejo, no tendría que ir con la ropa del mercadillo. Dejaría de sufrir las burlas de sus compañeros de clase. Si tuviese dinero sería feliz. Iría con Nike, las más grandes, las más caras y no pasaría más vergüenza. Estaba cansado. Esos días, cuando bajaba a la plazuela a jugar con otros niños, debía tener el suficiente cuidado para que no se le viera el agujero, siempre presente, siempre controlando no levantar el pie más de la cuenta para no descubrir sus vergüenzas.
Cruzó por delante de la cocina para dirigirse al lavabo y dio los buenos días como si estuviese medio dormido, sin mirar al pasar por la puerta. Al volver ofreció los respectivos besos y se sentó en la mesa. Su padre desayunaba completamente ajeno a la conversación que mantenían las dos mujeres. Luis preguntó por el abuelo. La abuela suspiró. Su madre le dijo que el abuelo había salido temprano y se levantó para prepararle un Cola Cao y unas tostadas que le puso delante. Cuando estaba a punto de cogerlas, la abuela, con mirada felina, le preguntó si se había lavado las manos. Luis dijo que sí, pero antes de poder alcanzar la tostada, la abuela le pidió que le dejara oler las manos. Por mentiroso se llevó una colleja y, rascándose la nuca para aliviar el dolor, tuvo que volver al lavabo.
Luis, con sus manos envueltas en espuma, se miraba en el espejo. Tenía la cara roja, le picaba el guantazo y le picaba también un punto en el pecho que no podía situar de forma precisa. La rabia le crecía mientras escuchaba como le ponían de vuelta y media en la cocina.
—Como no tengáis cuidado con este, se os tuerce —decía la abuela con su tono especializado en profecías.
—Si es un chiquillo, señora —contestó el padre, que solo contradecía a la abuela cuando era algo referente a sus hijos. Para cualquier otra cosa había aprendido a darle la razón o a ignorarla educadamente.
—He tenido ocho hijos y ya no te digo nietos, he perdido la cuenta. Y esto se ve, qué me vais a contar.
—No exageres, omá —dijo la madre.
—En la mentira está el diablo —aseguró convencida la abuela.
Luis se secó las manos un poco con la toalla y el resto con los pantalones. Al entrar de nuevo en la cocina le puso las manos en la cara a la abuela para que pudiera olerlas y le dejara comer. Como visto bueno recibió un pellizco en el moflete que no le hizo ninguna gracia. Malhumorado, mojaba las tostadas en el Cola Cao sin hacer caso a lo que se hablaba en la mesa. La conversación había derivado a los escarceos con la droga y la mala vida de uno de sus primos. Luis se fijó en su padre, que tampoco participaba en la conversación. El padre se había aislado del todo al encontrar un diario deportivo. Luis sabía, porque ya lo había visto leyéndolo días antes, que estaba pasado. Aun así su padre no se dejaba por leer ni una frase, ningún pie de foto. Pasaba página y daba un trago a su café con leche, pasaba página y daba un trago a su café con leche. Los brazos encima de la mesa custodiaban el diario a modo de fortaleza. Luis se preguntaba a quién temía más de los tres que estaban en la cocina, de quién sospechaba que pudiese intentar arrebatarle la nube en la que se escondía.
—¡Pepa, Pepa! —gritaron desde la calle—. ¡Pepa, otra vez!
Al mismo tiempo que llamaban a la abuela desde la calle, pulsaban el telefonillo. Todos se levantaron a la vez y salieron disparados a asomarse al balcón.
—Eso es opá, omá —dijo la madre preocupada.
Se agolparon todos en el balcón, que no era más ancho que una baldosa. Tenía una pequeña maceta con geranio y en un lateral, colgada, la jaula donde alguna vez habitó un pájaro. Luis se hizo un sitio entre las piernas de los mayores y, cogiéndose de los barrotes de la baranda, contempló el espectáculo. El abuelo estaba sentado en la acera con las piernas abiertas. A su lado, la vecina Lola, mirando hacia arriba y gritando más de la cuenta, explicaba que el abuelo había llegado tambaleándose y se había tropezado con el bordillo. Que había intentado levantarlo pero no podía con él. Luis pensó que con lo gorda que estaba seguramente no podría ni tocarse los pies.
—¡Cómo te gusta, hijo! —le reprochó la abuela.
El abuelo, desde el suelo, le hizo un gesto con la mano para que no exagerara. Los padres de Luis bajaron a buscarlo. La abuela se quedó con el pequeño en el balcón y murmuraba continuamente. Luis no acababa de entender por qué tanto revuelo si desde ahí podía ver al abuelo sonreír.
No tenía ningún rasguño, pero aun así lo ayudaron a sentarse en el sofá.
—¡Cómo te gustan los finos! ¿No sabes parar? ¡Un día te vas a quedar tirado en la calle! —levantaba la voz la madre. La abuela, a su lado, negaba con la cabeza.
—A ver si me quedo de una vez —contestó el abuelo.
Esa respuesta escandalizó tanto a la abuela que se santiguó en el acto. El abuelo ya no volvió a abrir la boca. Se mantenía sentado con los brazos apoyados en las rodillas y los dedos de las manos entrelazados. El padre hacía rato que había vuelto a la cocina y los hermanos de Luis, que se habían despertado por los gritos, aparecieron preguntando con curiosidad. La madre se los llevó a desayunar y la abuela, que seguía renegando, se fue tras ellos.
Luis se quedó en una esquina observando y cuando el anciano se creyó solo, resopló con apatía. Con lentitud y esfuerzo sacó el paquete de Ducados que llevaba en el bolsillo de la camisa y lo puso encima de la mesa. La boina la colocó sobre el respaldo del sofá, dejando al descubierto su calva rodeada de pelo canoso. Uno a uno se desabrochó los botones de la camisa. Despacio. Le costó quitársela y la dejó con la boina. En camiseta de tirantes volvió a reposar los brazos sobre sus rodillas. Unos brazos finos de músculos colgantes. A pesar de estar delgado sus mofletes también colgaban como si fuese un bóxer. Sus dedos afilados y amarillos de aguilucho alcanzaron un cigarro que encendió con desgana. Fumaba impasible, el cigarro se consumía y la columna de ceniza acabó cediendo por el peso. El viejo estaba con la mirada perdida, solo se movía para tragar y soltar humo. Luis, sin saber bien por qué extraño impulso, fue a buscar la baraja de cartas, se plantó delante del abuelo y sin mediar palabra se las dejó delante. El abuelo se lo quedó mirando con sus ojos rojos y desganados para, después, pasarse la mano con fuerza por la cara, como si se la estuviese lavando, hasta la coronilla. Luis se arrepintió en el acto de lo que estaba haciendo.
—¿Y el niño carajote este? —acabó diciendo el viejo.
Lo asió con fuerza del brazo, como si fueran unas tenazas, pensó Luis, y lo empujó a su lado. El aliento le olía fuerte, la ropa le olía fuerte, mezcla de vino y humo. El abuelo cogió la baraja sin decir nada más. Luis veía extraña la inusual torpeza con la que el abuelo mezclaba las cartas, y cortó con diligencia cuando le dejó la baraja de reverso azul delante. Aprovechó el viejo la pausa para encenderse otro cigarro que no se quitaría de la boca hasta consumirse.
—¿Con cuál? —preguntó el abuelo.
—Con espadas, ya lo sabes.
—¿No quieres cambiar? —dijo con lo que trataba de ser media sonrisa. Luis negó con fuerza con la cabeza.
Boca arriba y de dos en dos, el abuelo colocaba las cartas en un montón. La primera en salir fue el as de bastos, que puso aparte en el lado derecho. Siguió sacando cartas, de dos en dos. Salió el dos y el tres de bastos y el as de oro. Recogió el montón de cartas que estaban boca arriba, las colocó de nuevo al revés y volvió a empezar el ciclo. Iban apareciendo las cartas que el viejo amontonaba con mano temblorosa. Había tres columnas. El as de espadas estaba en paradero desconocido.
—¿Seguro que no quieres cambiar? —insistió el abuelo con el cigarro bailando a un lado.
—Que no quiero —respondió Luis.
El viejo recogió de nuevo el montón. Con unos golpecitos en la mesa alineó la baraja y sacó las dos primeras. La sota de oro arriba. Observó al chiquillo con mirada etílica y picarona.
—¿No quieres cambiar, verdad? —volvió a preguntar.
—Que no, pesado. Que soy espadas, que es la mejor y la más fuerte —Luis le desafió con la mirada.
El abuelo puso su dedo índice, amarillento de tanto fumar, sobre la sota de oro y con la uña, uña larga y dura, dio unos golpes sobre la carta para llamar la atención del chaval. Cuando la obtuvo, apartó lentamente la carta mostrando la de abajo. El as de espadas. Luis se echó las manos a la cabeza y resopló con fuerza. El abuelo rió, rió mucho con la boca abierta, mostrando el diente que a Luis siempre le recordaba un abrelatas.
El oro iba por el seis, así que una más y ya estarían las espadas guerreando y cortando, subiendo como la espuma. Sacó el siguiente par y el siete de bastos se sumó con los suyos. La cosa estaba demasiado avanzada y una victoria de espadas habría estado muy bien pagada en las casas de apuestas. Pero ya no iba a cambiar su elección. No iba a mostrar debilidad delante del abuelo, que cada vez que le preguntaba si quería cambiar le miraba con cara de que sabía lo que pensaba, esperando la renuncia.
—¿Por qué dices que la espada es la más fuerte? —preguntó el abuelo mientras seguía con el solitario.
—Pues —dudó Luis—, porque sí. Te mata y te atraviesa.
—Espada es el guerrero, el arte de luchar. Elegancia y honor. Pero un buen garrotazo de basto te puede tumbar. Basto es la fuerza bruta, niño.
—¿Y las copas?
—Las copas son el reconocimiento. La fama y la gloria. Oro es oro, dinero y poder.
—¿Tú cual prefieres? —El viejo rió con la pregunta.
—Yo siempre he sido de bastos. Toda la vida he recibido y necesitado palos para avanzar. —Se levantó con dificultad y sacó hacia fuera los bolsillos del pantalón—. Porque lo que es oro na de na, niño.
—Como yo —dijo Luis contento de la coincidencia, sacándose a la vez sus bolsillos. El abuelo volvió a reír. Cogió la boina y se la puso a Luis en la cabeza.
—¿Entonces quieres cambiar?
—Que no, pesado. Ya verás cómo gana.
—La espada es también la estrategia, el engaño contra el enemigo.
En ese momento interrumpió la madre. Desde la cocina, con un potente chorro de voz, exigió al niño que se vistiera porque ya se iban. Se inició un diálogo a gritos en la que una gritaba “¡Luis!” y el otro gritaba “¡Voy!”. Cada frase espaciada por un tiempo de espera que menguaba en cada intervalo. Luis quería saber cómo acababa la partida, la madre quería que el niño se vistiera, el padre quería que su esposa no gritara y al abuelo le daba igual, todo le daba igual. Seguía colocando las cartas a su ritmo. Espadas ya estaba en liza y había subido varios números. Aun así, oro y basto iban por el caballo y se disputaban la victoria en el sprint final.
—¡Venga, niño! —tronó la voz del padre.
Luis, que ya estaba medio en pie, fue corriendo a la habitación a buscar la ropa para volver y contemplar el final de la partida. Cuando regresó, el rey de bastos gobernaba desde lo alto de su montón. Sus espadas iban por el siete. Le dio tiempo a ver cómo los oros también acababan la carrera. Al menos podría luchar por la tercera plaza pero no tenía sentido. El abuelo continuó colocando las cartas y parecía no haberse percatado del regreso del nieto.
—Acaba de vestirte ya —dijo la madre.
—¿Vamos a la playa? —preguntó Luis.
—No, hoy vamos de excursión, así que coge las bambas y arrea.
—No, no, no. No me voy a poner esas bambas —se alteró el niño.
—Claro que te las vas a poner. ¡Como que ya!
—¡Están rotas! —protestó inútilmente—. ¡Quiero otras!
—No hay dinero —sentenció el padre.
Luis buscó refugio en el abuelo, pero este estaba con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Dormía sin que le molestasen los gritos y las protestas. Con todos los reyes en lo alto. Luis, que veía que no podría conseguir nada, fue al cuarto a buscar las bambas con el ceño fruncido.
—Voy a por el coche —dijo el padre. Los hijos bajaron con él.
—Date prisa, Luis —dijo la madre.
Luis daba vueltas en la habitación, alrededor de las bambas. No le gustaba nada ser pobre. Si tuviese oro, pensaba. Pero no lo tenía, solo le quedaba aprender a usar la espada. Luis cogió una de las bambas y la arrojó con fuerza contra la pared.
—Venga, que tú padre ya está en el coche —apremió la madre.
—¡Voy! —contestó Luis.
—Te espero abajo.
Toda la familia estaba montada en el coche. Los niños apretujados detrás. El Seat Ronda soltaba mucho humo y hacía un terrible ruido de tractor. Esperaban enfrente del portal y el padre empezaba a impacientarse. Los niños se peleaban detrás y jugaban entre ellos. La madre estaba a punto de bajarse para ir a buscar a Luis, pero no hizo falta, el chico salía del portal con cara de pocos amigos. Su hermana le señaló y se burló de él por estar tan serio. Luis no cayó en el juego. Se dirigía al coche y justo cuando cogió la maneta de la puerta, sin llegar a abrirla, empezó a dar saltos sobre un pie con grandes muestras de dolor. Se sentó en el suelo y metió un dedo a través del agujero de la bamba. Sus padres salieron corriendo a interesarse por él. Luis lloraba enfurecido, se había pinchado con algo, decía entre balbuceos. Gimoteaba desconsolado mientras la madre buscaba en el pie la herida de donde procedía tanto dolor. No la encontraba y trató de tranquilizar al niño acariciándole el pelo y besándole la frente. Lo montaron en el coche mientras Luis seguía llorando.
—Tendremos que comprarle las bambas, no puede ir así —dijo la madre.
—Pasamos por el Pryca y listos, que se nos hace tarde —le contestó su marido.
El coche avanzaba despacio por las calles, Luis se iba calmando poco a poco. Se palpaba el pie examinando la herida que sabía que no existía. Sus hermanos miraban curiosos. Cuando salieron del Pryca, Luis ya calzaba sus bambas nuevas. No eran Nike pero le servían. Eran bonitas, limpias y sin agujeros. Sintió que podría correr muy rápido. Antes de montar de nuevo en el coche se volvió a mirar los pies con satisfacción.
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