El sonar de las cucharas de palo sobre las cacerolas de metales marcan los latidos de mi corazón. En Chile se está marcando la historia. Lo escucho muy fuerte. Entiendo el por qué. Siento esa angustia, siento esa incertidumbre, siento ese hastío, siento el agote, yo muchas veces quise ser cuchara y golpearme la cabeza porque no daba más. No soy la única. Yo casi soy nadie en esta coyuntura. Probablemente le encontraré el sentido, ahora no es importante. Los sonidos se intensifican, escucho los gritos de la gente, veo que vienen y van, con pancartas, con alegría, con esperanza, con emoción, unos con otros. Los veo mezclarse entre la multitud, cantan las canciones que venimos cantando hace más de 30 años y que hoy, como ayer, como siempre, la lucha social tiene sentido.
Todo me cala muy hondo. Me agobia y a pesar de la emoción y alegría, me angustio nuevamente. Qué cobarde. Dejo de escuchar el sonido de las cacerolas, de la gente, de la música. Tengo que cortar los videos. Llevo más de 3 horas viendo todo lo que puedo, como si estudiará atrasada para la prueba de mañana. Porque sé que me voy a acostar y despertaré en el pasado, aunque el reloj marque lo contrario. Tendré toda la información a destiempo y cuando yo esté despierta y quiera preguntar, esa ciudad seguirá en su fervor, muchos ya estarán durmiendo. Es confuso. Aún así, sin los videos, siento que mis pasos se mezclan a lo lejos con esos cacerolazos organizados. Siento que en cada paso, alguien está también dando un golpe. Sí, al otro lado del océano. A 15 horas en vuelo directo, en mi caso, a mínimo 20 horas porque habré comprado como siempre el vuelo con escala, que es más barato pero eterno.
Nuevamente la realidad de Chile se ha detenido masivamente ante mis ojos. Nuevamente no estuve. Para todos los terremoto también me ausenté. Mi país se detiene y aunque largo y muy delgado, llama la atención del mundo. Mi país se puso en pausa para tomar rápidas decisiones y yo tengo que sentarme a cenar, intentar resumir en francés todo esto para explicar; esa necesidad de verbalizar. “C’est horrible”, me dice mi novio y siento que no alcanza a entender mi sentir. Acá hemos visto los movimientos sociales, ellos tienen la sangre de la revolución, pero es tan antiguo, como si casi fuera sólo un capítulo más de la historia. Entonces no sé qué más decir, vengo diciéndole tanto desde que llegué. Digo tanto desde que me fui, desde que soy joven, desde que soy niña. Desde que aprendí a decir: eso No !
Este verano, que para mí es en junio, acá en París, visité mucho tiempo la Plaza de la Concordia, antiguamente llamada Plaza de la Revolución. Me leí la historia. La guillotina estaba justo ahí, donde ahora está el obelisco. Es la plaza más grande de la ciudad que une básicamente casi todo lo importante; la Asamblea National, Los Campos Elíseos, el jardín de Tullerías, el Hotel más caro de París (poco importa) y un poco escondida… la embajada de Estados Unidos. Dicen que en la época de la revolución todo ese gran perímetro se cubría de sangre, el pavimento totalmente rojo. Durante casi 10 años rodaron entre 30 mil y 40 mil cabezas cobrando vidas con ellas. Pero venía un nuevo orden; eso es una revolución.
Según la RAE la palabra “revolución” tiene además de 5 significados, 2 que concuerdan bastante con lo ocurrido. La revolución significa un cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional. De esta misma manera, también significa un levantamiento o sublevación popular. En este caso tan antiguo, tan añejo, tan referencial, histórico y más estudiado que cualquier otro evento nacional, me parece atingente re-mencionar un poco lo sucedido. Porque así como poner una guillotina y llamar a hacer fila para que te corten la cabeza, no fue el asunto.
Como dicen los franceses “bref” (resumiendo), en el siglo XVIII, Francia, la nobleza y el clero son parte de las clases privilegiadas, que en esa época podría corresponder como a 270 mil personas que gozaban de TODOS los privilegios. El denominado Tercer Estado, correspondía a las clases menos privilegiadas; el campesinado. Y con la revolución industrial y el nacimiento de la burguesía, los tributos e impuestos empiezan a caer sobre estos últimos; un 96% de la población, quienes trabajan la tierra, pagan al Estado los impuestos, el diezmo al Clero y los denominados derechos feudales a la nobleza.
Por mientras, el régimen monárquico con Luis XVI a la cabeza, se pasea rodeado de aspirantes a cargos públicos que viven a expensas de los impuestos recaudados, gastándose el dinero sin explicación alguna y con uno que otro grado de corrupción. Toman sin dar nada a cambio, su función militar deja de funcionar, no ejercen funciones ni políticas, ni administrativas y piden y reciben los servicios y trabajos del campesino. Éste último paga un 80% en impuesto y el 20% que le resta lo utiliza para sus gastos de alimentación, vivienda, vestimenta y no sé si podríamos decir: entre otros. Y sobre eso, más del 60% de los chilenos, comprendemos qué quiere decir.
Recuerdo cuando lo estudiamos en el curso de Historia, que descubríamos cómo este proceso sangriento daba “un nuevo orden” que conmovía al mundo entero. Condenábamos el régimen monárquico y sus consecuencias. Luis XVI cuando procuró su recordada frase “El Estado soy yo”, no pensó lo que se le vendría encima (?), lo que había estado cosechando, con las semillas erradas, con el agua ya contaminada.
Entendíamos entonces por qué se había desencadenado esta revolución, y no era para menos. Tienes 13 años de edad (no recuerdo bien en qué año exactamente estudiamos esto) y te das cuenta de que es un gran abuso cometido por estos “poderosos”. La sorpresa viene cuando te das cuenta, tal como en las historias que nos contaban de niños, que de un minuto a otro, “la justicia debe vencer”, entonces los campesinos debían vestirse de súper héroes y hacer algo al respecto. Decir Basta, no era suficiente y cuando el suelo de todo ese hermoso paisaje parísino se pintaba de rojo, corriendo en paralelo y en perpendicular al río Sena, comprendemos que un cambio era necesario. Que sin esa revolución no se levanta el ya conocido “Liberté, Égalité, Fraternité” junto a muchas reformas políticas, sociales, culturales y económicas que afortunadamente aún no han destruido.
Este verano intenté hacer algunos recorridos de esa Revolución, comprender in situ el panorama, los colores, las sensaciones. Me empapé de la historia como pude, pregunté y obtuve algunas respuestas que me gustaban, otras no tanto. El mundo ha cambiado. La Revolución Francesa es contradictoria y con el correr de los años los ideales de la época se aletargan, se aquieta. Siempre creí que esa época de sueños que se hicieron realidad era un giro que ya habíamos estudiado. Hubo cambios concretos, la gente tomó en sus manos las riendas de su vida -como país- diseñando un destino que les fuera viable y digno. Siempre fue posible, porque la Historia tiende a repetirse.
Entonces la distancia se acorta, el idioma no es una barrera y la historia se revela nuevamente para mostrarnos el camino. Entonces no me siento tan lejana, porque revivimos un legado que no admite fronteras, una necesidad humana de vida digna que debe perpetuarse hasta que se haga costumbre.
Pienso que esas son las semillas más importantes que plantaron esos campesinos acá en Francia. Lo pienso mientras observo cómo los trazos de sus plantaciones echaron raíces es en mi país, en la gente, dejando un mensaje de lucha que sólo en este momento debía ver la luz. Recorro el camino y vuelvo a comprender y así me impregno de algo que nuevamente no viví.
Vivo en París, una escenografía que suena a cuento falso, a película de Hollywood, pero donde en realidad llegué porque era el lugar que me proponía desafíos que me renovaban las ganas de vivir; no hablaba la lengua y nunca fue un lugar con el que soñé. En esta escenografía que cada día amo más, siento que los muros me miran como queriendo contarme más de su Historia, como queriendo mantener despierto algo que en realidad nunca se durmió, que sigue intacto, renovando la vitalidad del ser chileno, latiendo en un solo «beat». Tal como laten las cacerolas en mis oídos, en mi corazón, en cada uno de estos pasos. Sí, nuevamente a un océano de distancia, con diferente zona horaria, con el pasado pisándome los pies, pero con un futuro que tiene la esencia que siempre anhelé; la de la dignidad por el hecho de ser.
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