El Renco

El Renco

Cora

05/11/2019

Una aceituna diminuta y ovalada cayó del árbol y rebotó sobre la tierra. El gato saltó sobre ella, le clavó un colmillo y meneó la cabeza, con media lengua fuera. Dio un golpecito, ahora otro y la aceituna describió media elipse sobre el terreno seco para chocar con la punta de una alpargata.

–Y al Renco quién se lo ha contado, si ese no se habla con nadie… –Dijo una voz dubitativa, tal vez con un atisbo de preocupación.

–Hija, yo que sé… se lo habrá contado Delia.– Dijo otra, casi con malicia.

–¡Uy! ¿Y por qué se lo iba a contar Delia? –Se le escapó a la primera, encubriendo un gritito ahogado, casi histérico. Dio un puntapié dirigido al gato pero solo golpeó el aire.

–Chacha, pareces tonta, si todo el mundo lo sabe.

El gato saltó alrededor de la aceituna, la atrapó entre sus patas y se le escurrió. Salió rodando por la corta pendiente, cayó al agua del arroyo y desapareció corriente abajo.

Nati se sentó en la cama y se abrochó la blusa. Hizo un ademán de levantarse, de abrir la boca, de girarse, levantó la mano bruscamente, para arreglarse un poco el pelo, y el botón de la manga se enganchó en su collar y cayó al suelo rompiendo el silencio.

–¿Es verdad que estás saliendo con Delia? –Se avino por fin a decir.

–¿Y a ti que te importa? –Escupió enseguida el Renco.

–Pues nada, tú verás, pero es una fresca. –Nati se agachó a coger el botón, dorado y brillante, lo llevó como por instinto al puño de la blusa, vio que se había mellado y lo guardó en el bolsillo mientras suspiraba.

–Quién fue a hablar… algo tendré que hacer de mi vida. Además, que hace tres años que te oigo decir que te vas a casar con Manolo y todavía no he visto el anillo de pedida siquiera.

–¡Te callas! De Manolo ni miau, que bastante esfuerzo le cuesta ahorrar al pobre.

–Ah, entonces ahora ya entiendo lo que hace todas las tardes en el Venecia, ¡lo está pagando a plazos! –El Renco explotó en una carcajada, falsa como la encía de oro que mostraba cada vez que entreabría un poco los labios.

Nati se levantó y dejó que sus piernas la arrastrasen hacia la puerta. Sonó un “clack” hueco, como de un objeto pequeño, tal vez, tal vez como de un botón huidizo que se acababa de colar por el agujero de un bolsillo.

Delia cruzó las piernas y se cubrió con la manta. Alargó el brazo hasta la silla de mimbre y cogió dos cigarros ofreciendo uno de ellos al Renco. Compartieron la cerilla y exhalaron la primera calada a la vez.

–Yo solo te digo es que te dejes de tantas tonterías y espabiles, porque al final, ella acaba con el Manolo, que menudo pieza está hecho, y tú, bueno, ya sabemos todos como vas a acabar a este paso. –El humo del cigarro escapaba a trompicones entre los labios de Delia, esparciéndose por la habitación y formando una nube sobre la cama.

–Pues que se case de una puñetera vez, todos los días que si Manolo se la va a llevar a Madrid, que si Manolo le va a comprar una casa… ¡Un golpe bien dado en la nuca al Manolo! –Y descubrió, aterrado, mientras el humo se elevaba lentamente y mas densa se hacía la nube sobre ellos, que en el fondo aquel pensamiento le aliviaba.

–Tu verás, chacho. Se la llevará y no volverás a verla. –Dijo ella, encogiéndose de hombros y dando otra calada.

–Pues veré y que se la lleve, pero que se la lleve bien lejos. –Ya no era el tono habitual del Renco, siempre amenazante, esta vez había algo que hendía alerta y trató de alejar de su mente una idea descabellada.

–Bueno, pues para ti la perra gorda. Me voy, que se hace tarde. –Aplastó el cigarro contra el fondo del bote de mermelada, ahora lleno de colillas, se lo pasó al Renco mientras se incorporaba y se marchó contoneándose.

Nati arrastró la cesta y a duras penas la movió dos centímetros. Un puñado de aceitunas se tambalearon y cayeron al suelo. Se agachó a recogerlas. El gato enseguida se unió al juego. Maldito gato, siempre ese gato… Se levantó enfurecida y salió disparada hacia la casilla. Enseguida volvió con una escoba y, mientras el incauto animal saltaba y perseguía las cuatro aceitunas que habían salido rodando, alzó el mango y lo bajó de un golpe, rápido y feroz. Las briznas de la escoba solo mordieron la tierra, esparciendo polvo a su alrededor. El gato subía y bajaba por la linde del arroyo, persiguiendo el botín perdido. Nati gritó y se abalanzó sobre él, trastabilló y cayó de bruces, pero enseguida se levantó.

–¡¿Te has vuelto loca?! –Una voz lejana la alejó de su objetivo de repente. Nati se giró, las mujeres habían dejado de cargar, los hombres ya no vareaban, una docena de ojos estaban clavados en ella, murmurando que menudo cisco había montado por un gato. Sí, por un gato nada más, un gato miserable al que más le hubiese valido dar con su pellejo en el fondo de una zanja.

Recostó la espalda y apoyó la pierna contra la pared de la casa, cuyas piedras se sostenían las unas sobre las otras nada más que por costumbre. Se lío un cigarro y esperó. El Renco salió, bañado en perfume barato que invadió las fosas nasales de Manolo, y se saludaron con un movimiento de cabeza.

–Vamos hombre, ¿Qué haces tanto? –Le acució Manolo.

–Ea, ya vamos, ya vamos, que el Venecia no se va a mover del sitio. –Resolló el Renco.

Caminaban a paso ligero y en silencio. El Renco no era de hablar, ni de escuchar tampoco, pero tener que hacer lo primero le incomodaba como una piedra en la punta de la bota.

–Bueno, ¿para cuando la boda? –Preguntó Manolo, casi por decir algo.

El Renco se encogió de hombros, sin comprender, con las palabras atascadas en la garganta y el miedo bajando de su cogote como una gota de sudor congelada.

–Con Delia, hombre. Me han dicho que andáis mucho juntos.

–¿Y tú? –Preguntó el Renco.

–¿Yo qué? –Manolo rió.

–¿Cómo que qué? Con Nati. –Sintió una punzada en el estómago a la que no quiso dar importancia.

–¡Con Nati! –La carcajada de Manolo, profunda y cavernosa, llegó hasta la sierra de Gredos y el eco retumbó en toda la planicie que se extendía a sus pies. Pronto detuvo el paso, porque la sombra del Renco había quedado atrás. Se dio la vuelta y sin esperarlo un pesado tronco se estampó en su barbilla. Su cráneo chocó contra el suelo y al primer golpe de la madera aplastándose contra él, la redonda cabeza se abrió como una sandía. Los puntitos brillantes que pintaban el cielo empezaron a dar vueltas, cada vez más y más deprisa, hasta que se fueron aparando y la noche se tiñó de hollín.

–Pues yo la veo muy bien. –Afirmó una voz de mujer. Nati tenía la mirada perdida en algún punto lejano, entre las hojas de los árboles del serpenteante camino. Alguien le alisó el vestido y le dio un empujoncito en la espalda, para que siguiese andando. –Vamos Nati, que el aire fresco te viene muy bien.

Una lagartija salió de su escondrijo y se acomodó sobre una piedra lisa, dejando su piel cetrina tostarse al sol. ¿Las lagartijas serán sordas? Tal vez solo escuchan lo que les conviene, y si no les gusta se van lejos, muy lejos, hala, ahí os quedáis que yo me tiro al monte. La lagartija, inmóvil como una estatua diminuta, cerró los ojos.

Nadie había vuelto a ver al Renco desde aquella noche. Tal vez había subido al Piélago, a esconderse en el bosque, en alguna barraca. Para todo el mundo estaba claro que había sido él, menos para Nati, porque ella sabía que en ese pueblo cada vez que pasaba algo todos los dedos señalaban al mismo sitio. Si había un robo, el Renco tenía algo que ver. Si los muchachos se colgaban de la cruz de la iglesia y la tiraban al suelo, el Renco. Si llovía, el Renco.

–¿Nos vemos la semana que viene, Alejandro? –Preguntaba ella todas las veces.

–Tiene narices, Nati… tiene narices. ¡Que no te atreavas a volver a llamarme así! ¡Que sabes que no me gusta! –Explotaba él, porque aquello le molestaba más que hablar, que a su juicio era casi lo mismo que tener que dar explicaciones. A cada cosa su nombre y ése no era el suyo desde hacía muchos años.

–Está bien Renco, –pronunciaba el nombre para apaciguarle.– ¿Entonces?

–La semana que viene no, Nati, ya te he dicho que la semana que viene me marcho a Talavera de una vez, a trabajar con mi primo en el taller. –Y así pasaba un año tras otro. Pero esta vez el muy maldito se había atrevido a marcharse sin ella.

Nati dio una patada al suelo, cerca de donde la lagartija cabeceaba y ésta echó a correr y se escurrió entre la jara del borde del camino. La piedra quedó oculta por la polvareda que había levantado, hasta que las motitas, muy poquito a poco, volvieron a reposar en su sitio como si nada hubiese pasado.

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