Una lagartija tomaba el sol distraída y relajada, sobre una roca. Más que respirar, suspiraba. Se regalaba con el calor del sol sobre su piel cetrina. Entornó un poco los ojos cuando un lejano ruido la sacó de su ensimismamiento, pero lo bastante molesto para sus torpes oídos. Zas, zas, zas. Picadillo de lagarto.
Isaac corría y saltaba, vara en mano, repartiendo alegres golpes a diestra y siniestra. Zas, zas, zas. Su padre le seguía a pocos pasos, se dirigían al monte Moria. Atrás quedaban los dos sirvientes, esperando su regreso, mientras les despedían enérgicamente moviendo una mano en el aire y miraban con ojos vidriosos al asno, que rebuznaba y espantaba moscas con el rabo.
Podía sentir el cálido sol acariciando su rostro y una tímida brisa agitando sus cabellos. Era un muchacho feliz y además se sentía especial, pues nunca había visto morir un corderito y aquel día su padre lo llevaba a presenciar el sacrificio de uno. Por fin, después de cinco años que hacía desde que sabía escribir, los reyes magos habían hecho realidad su deseo.
Sin embargo, había algo que no terminaba de convencerle, aunque sin llegar a empañar del todo aquella emoción, la excitación infantil de compartir un momento singular con su padre, que le haría sentirse más unido a él.
—Padre.— Se paró en medio del camino y se dio la vuelta.
—Dime.— Le animó Abraham, con una lastimera sonrisa.
—Me siento feliz de compartir este momento contigo y sin embargo siento que me falta algo. —Dijo el niño.
—¿Acaso podría ser hambre? Estás muy flaco, tal vez, tal vez, sí, deberías comer un poco antes de llegar, o beber agua, te veo seco. —Sugirió el viejo.
—No es eso padre, ya sabe que la dicha me quita el hambre y no tengo sed tampoco, si bebo me mearé de la emoción y quiero llegar pronto. No, no es eso. —Aseguró Isaac negando enfáticamente con la cabeza.
—¿Qué te aflige entonces hijo mío? —Preguntó de nuevo Anraham, resoplando un poco por la nariz y cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro.
—No es que me sienta afligido. Es algo que falta. Verás padre, cómo podría hacértelo entender…
—Tal vez puedas hacérmelo entender mientras seguimos andando —le interrumpió—, ¿no querrás que se nos haga de noche? —Propuso con voz dulzona. Hizo ademán de dar un paso, pero se quedó donde estaba pues Isaac, abstraído en sus pensamientos, pareció no escucharle. Un escarabajo pasó muy cerca de sus pies, dio un rápido golpe con la vara, pero falló. Chasqueó la lengua y luego pareció olvidarse del bicho.
—Verá padre —comenzó a decir—, es como, como estar en un bosque, pero sin árboles, en un oasis, pero sin agua. No sé como explicárselo para que lo entienda.
—¿Cómo ir a presenciar un sacrificio pero sin cordero? —Abraham se daba golpecitos impacientes en la mejilla con un dedo.
—Exác… ¡Eeeh! ¡Eso es! —Exclamó el niño.— ¿Dónde está el corderito?
—El señor proveerá hijo. Ahora camina. —Y los dos se pusieron en marcha otra vez.
Isaac arrastraba la vara por el suelo, cabizbajo. Abraham meneaba la cabeza y suspiraba.
—¿Qué te aflige ahora, hijo mío? —Preguntó con desespero.
—Nada. —Respondió el niño.
—Estabas feliz y de pronto una profunda duda parece atormentarte.
—No es nada. No le dé importancia.
—No por favor, la carne se endurece al cambio de estado de ánimo. Debes estar feliz. ¿Es hambre esta vez? ¿Quieres una torta de las que madre ha preparado? —Preguntó esperanzado.
—No es hambre padre. ¿Qué carne?
—Nada hijo, anda, cuéntale a tu viejo padre qué te tiene tan decaído. —Le animó.
—Usted ha dicho que Dios proveería, yo tengo fe padre y sabe que soy un niño paciente pero… ¿Cuándo proveerá?
—Cuando lleguemos, supongo. Si lanza un cordero desde el cielo, de pronto y sin avisar, podría caernos en la cabeza y matarnos. —Respondió, contento de haber aclarado la duda del niño, pero éste no levantó la vista del suelo.
—Pero es decir, ¿cómo lo hará? ¿aparecerá un cordero de la nada? ¿mediante qué complejo mecanismo Dios hace que aparezca el cordero? Es más, para que aparezca «nuestro» cordero, ¿ello implica que dicho cordero existía previamente? ¿No se hace preguntas a veces padre?
—Me las hago, pero tengo fe y no necesito respuestas. Así uno es más feliz. —Respondió el viejo, pasándose la manga por la frente sudorosa.
—Pero padre… ¿Cómo se puede vivir sin necesitar respuestas? Usted sabe que disfruto de la muerte y la mutilación como el que más, que no me pierdo lapidación alguna, a lo justo lo que es justo, que no siento apego alguno por ningún animal de este mundo, es más, sabe padre, que si todos pereciesen, yo lo viviría sin pestañear siquiera, pero, en la coyuntura actual en la que nos encontramos, ¿no se pregunta si es menester que dicho cordero desaparezca en otro lugar para venir a nuestro altar a morir? ¿Y de qué lugar?
—Dios es sabio, sabrá elegir.
—Pero padre, ¿y si el cordero es de alguien?
—Todo en este mundo pertenece al Señor, solo él puede tomar lo que le plazca.
—Sí padre, no discuto su argumento pero, ¿y si es lo único que sus dueños tienen para comer en todo el año? ¿No es eso como robar?
—¡No te atrevas a blasfemar contra tu Dios!
—Y no lo hago padre, pero, aunque disfruto como un jamelgo ante la idea de ver el sacrificio, me pregunto, ¿por qué debemos matar un cordero que ni siquiera se va a comer? Ni nosotros tampoco, es más, yo ni siquiera puedo oler la carne de cordero, sabe que me da arcadas, y a usted tampoco le gusta, las cosas como son.
—¡Pero Yahvé lo ha ordenado y no se debe discutir! —Vociferó Abraham. —¡Ahora andando que no quiero que se me haga de noche! Bastante disgusto se va a llevar tu madre, para que además piense que he vuelto a pasar la tarde en la cantina.
Al fin, llegaron a la cima del monte, donde había un altar dispuesto para el sacrificio. Isaac, molesto, dio una patada a la piedra. Abraham le miró colérico, así que el niño se sentó a esperar sobre el altar, con las piernas cruzadas, dando golpecitos con la vara sobre la piedra.
—Parece que tarda, el cordero… Se ha quedado buena tarde. —Dijo Isaac, tratando de disipar la tensión.
—Parece… —El anciano se encogió de hombros. Sacó el cuchillo y empezó a afilarlo con una piedra. Luego, colocándose detrás del niño, señaló un punto con el dedo y preguntó: —¿Qué es aquello que reluce en lo alto del camino?
—¿Es un pájaro, un avión, es un cristal gratuito? —Respondió el pequeño mientras el padre alzaba el cuchillo despacio.— !Anda no, es un señor con un cordero!
Isaac salió disparado en dirección al hombre que llegaba ante el asombro de Abraham, que no podía creer su mala suerte al señalar en aquella dirección. El hombre les saludó con la mano.
—Oiga señor, ¿es el cordero para el sacrificio?
—Así es, toma majo, dale a tu padre la factura. —Dijo entregándole un trozo de papiro.
—¿Y de dónde ha salido? ¿le apareció sobre el cuello de repente?
—No. —El hombre rió.— De Cárnicas Deltoya e hijos S.A. ¿Te gusta hacer preguntas, eh? Cómo sois los niños, anda llévasela a tu padre y no me hagas esperar. —Ordenó con una sonrisa forzada frotándole la cabeza al chico.— No veas lo que cuesta llegar hasta aquí.
—¿Lo ve padre? ¡La respuesta más sencilla es siempre la acertada! —Gritó el niño para que el anciano, que todavía estaba desconcertado con el cuchillo en alto, pudiese oírle desde el pie del altar, mientras corría hacia él.
El hombre que traía el cordero llegó hasta donde estaba Abraham, que cogía la factura y la miraba con asombro.
—Que soy el ángel del señor, bla bla bla, son diez mil. —Dijo el otro hombre, dejando el cordero sobre el altar.— Baje ya el cuchillo hombre, que se le va a dormir el brazo.
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