Ella no caminaba, flotaba, y recorría el bar como un depredador tierno, como un delfín nazi. Era una contradicción esencial entre un rostro dulce y unos ojos negros inmensos que traían ecos de otras épocas. Gritos de muchas de sus víctimas estaban encerradas en sus largas pestañas tratando advertir a otros hombres. Por supuesto, sin éxito.
Se sabía reina de ese espacio y dueña de muchos nombres que los demás le adjudicaban. Era una entidad cósmica que destilaba sexo y exigía adoración mezclada con Malbec y comida sin gluten.
Sin embargo, hoy era una mala noche, la lluvia espantó sus presas y las pocas que pastaban en el bar al escuchar sus tacones huyeron de prisa dejando sus tragos a medias sobre la barra.
Por eso llegó temprano a su apartamento, en la madrugada, y abrió la puerta de seguridad sin esfuerzo. Prendió la luz de la cocina y se quitó la ropa sobre la marcha para quedar desnuda. La penumbra envolvió sus poros mientras caminaba hacia la ventana pasando de largo su cama. Ese era su lugar de sacrificio, su último templo donde inmolaba sus víctimas, su safari de seda, su lugar de caza.
Entonces pudo sentirlo, mientras su respiración empañaba la ventana. Unas manos invisibles, ectoplásmicas, empezaron a jugar con su cabello y lo olió sin reconocerlo. Sabía que había estado allí alguna noche, que había sido sacrificado. Era un organismo que alguna vez recorrió ese cuarto y rogó que no lo dejaran. Era la materialización invisible de un amante, un recuerdo, un trofeo de otra noche.
Ella, accedió y permitió que la llevarán lentamente a la cama. Esas manos extranjeras eran grandes, firmes, callosas y añejas, y entonces pudo olerlo. Un leve aliento de ajo y vino seco, “Felipe”, creyó recordar su nombre mientras sonreía.
La presencia mística empezó a morder suavemente su piel, en la base del cuello, para luego migrar hacia el sur, hacia la jungla. Deslizó una lengua sin cuerpo que se desplazaba sobre sus costillas como un niño en una pista de hielo. Una de las manos tocaba sus labios como quien golpea una puerta, pidiendo audiencia, y poco a poco se fue metiendo en su boca, cazando caries, buscando orgasmos, pero ella se resistió, -a su manera-, y entonces sintió la tensión. Sus cabellos fueron halados hacia atrás con violencia, arqueando su cuerpo, convirtiéndola en un instrumento de cuerda y dejando escapar unos gemidos en Re sostenido. Sí, definitivamente era Felipe.
Los invasores bárbaros golpearon a la puerta de su sexo, mientras su cuerpo empezaba a destilar sus licores, su ombligo se convirtió en laguna, sus senos en precipicios. Y decidió entonces transformarse en otra cosa, en una ciénaga que permitiera ser penetrada por la salinidad mientras las naves se adentraban en sus carnes. Cerró sus ojos para ver mejor al tiempo que su cuerpo era balanceado, mientras esa presencia fantasmagórica disparaba plegarias de amor que no podían ser calificadas como palabras.
La cama crujió como protesta y empezó a atacar la pared con golpeteos secos, formando un S.O.S; una clave morse que advertía y se compadecía de la víctima de turno, y entonces, cuando la presencia casi empezaba a materializarse, cuando el orgasmo los rondaba y la piel invisible empezaba a presagiar un pigmento, cuando la boca casi pintaba una sonrisa ella gritó con excitación: !Camilo!.
…El nombre ajeno y cada de sus sílabas explotaron como granadas semánticas, sus esquirlas se incrustaron en el tapete, en las almohadas, en un cuadro viejo que le regalo otro amante. La presencia retiró sus manos de improviso, ofendidas, temerosas. Ella fingió buscarlas para traerlas a su cuerpo pero fue en vano, el fantasma estaba en retirada y huyó hacia la puerta como un animal herido.
Cuando lo sintió, a lo lejos, recorriendo el pasillo y golpeando las paredes con unos furiosos puños incorpóreos, ella se permitió una sonrisa. Estiró sus manos hacia la mesa de noche donde guardaba un porro envuelto en papel aluminio que reservaba para ocasiones místicas, lo encendió, fumó y leyó una frase que pintó en el techo de su alcoba hace muchos años: Nunca lo olvides, -decía-, los orgasmos son míos, solo míos, de nadie más.
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