INTRODUCCIÓN
La adolescencia es una etapa de transición en nuestra vida, durante esta fase tan inestable del ser humano vamos descubriendo y experimentando emociones. Muchas de estas nuevas emociones las vivimos con prisa y de manera tan intensa que no medimos los riesgos a los cuales nos exponemos.
Los amores de juventud es el inicio en la escuela del amor, donde descubrimos nuestra capacidad de amar, de relacionarnos con personas de nuestra misma edad y compartir emociones que hasta ese momento no habíamos experimentado. De conectarnos con el objeto de amor y desarrollar un grado de intimidad donde compartimos pensamientos y sentimientos que solo comunicamos a la persona amada.
Estar enamorado es una experiencia única de apego que nos ayuda a crecer como persona, nos enseña a compartir ese amor y nos crea un compromiso, pero también, nos enseña afrontar con responsabilidad las consecuencias de nuestros errores.
Ingresé a la escuela del amor cuando apenas contaba once años de edad, vivía para ese entonces en Lídice una pequeña población situada al pie de una colina al norte de la ciudad de Caracas, capital de Venezuela, cuyo nombre le fue asignado en honor a Liditz, una pequeña aldea checoslovaca invadida y destruida por las tropas Nazis en el año 1939. A Lídice llegó mi familia el 24 de julio de 1944 después de un largo peregrinar por diferentes regiones de la provincia venezolana en busca de mejores condiciones de vida.
En en ese poblado viví los últimos años de mi infancia e inicio de mi adolescencia, once años que marcaron una etapa de mi vida y dos amores de estudiante que dejaron gratas huellas en mi corazón.
En el continuo peregrinar de mi grupo familiar y en uno de esos tantos lugares de la ciudad de Caracas donde pernoctamos, un tercer amor tocó a mi puerta y llenó mi adolescencia. Sentí la necesidad de compartir un presente y un futuro. Sin embargo, como el amor está en la piel y la distancia lo disipa, esta última marcó la pauta y dictó el final.
La experiencia vivida fue una escuela en el campo del amor que no dejó resentimientos ni traumas que lamentar, solo bellos recuerdos y agradecimientos por ayudarme a crecer como persona.
Nella, el primer amor
Todo comenzó un día domingo 14 de mayo de 1950, cuando en horas de la mañana visité a Enrique, un gran amigo de la infancia con el cual solía divertirme en fiestas y asistir a salas de cine. Ese afortunado día una bella joven abrió la puerta y me dio la bienvenida. Al ver aquellos ojos tan bellos, aquella sonrisa tan hermosa, su voz suave y dulce; quedé prendido de aquella imagen que después la repetía en forma recurrente en mis sueños. Los pocos minutos que estuve allí mientras hablaba con Enrique no dejaba de dirigir la mirada hacia aquel rostro tan encantador. Nella que así se llamaba, correspondía con su mirada y con su sonrisa. Fue un amor a primera vista, un amor de contemplación, amor de niño.
El lugar donde vivía Nella era un paso obligatorio cuando yo regresaba de la escuela en horas del mediodía en dirección a mi hogar. Las veces que pasaba por el frente de su vivienda la observaba asomada a la ventana. No sé si por casualidad o porque desde aquel primer día que nos vimos sentimos una atracción mutua. Muchas fueron las veces que me detuve al pie de su ventana y charlamos unos minutos para luego continuar la marcha hacia mi hogar con el corazón henchido de alegría.
En mi casa, yo era el encargado de hacer las compras de todo cuanto se necesitaba para el hogar y todo cuanto mi madre me encomendaba. Mientras más visitara la bodega o abasto para hacer las compras, más puntos marcaban en un ticket que me otorgaba el establecimiento donde compraba los productos para el hogar. Una vez que el ticket estaba lleno, obtenía un nuevo ticket y una moneda (bolívar) de recompensa, lo cual me permitía los fines de semanas pagar la entrada al cine.
Un fin de semana de esos cualquiera, obtenido el bolívar por concepto de mis compras, invité a Nella para ir al cine. Esa tarde pasamos juntos hora y media de grato esparcimiento. Solo hubo miradas y algunas sonrisas, nada de apretones, besos o abrazos, todo fue amor de contemplación, como todo amor de niño. Después de la función la llevé a su casa. Al despedirme la besé en la mejilla y ella me obsequió un pañuelo impregnado de su perfume personal. Me fui a casa más contento que niño con juguete nuevo. Aquel pañuelo lo guardé debajo de mi almohada y todas las noches antes de dormir, lo sacaba y aspiraba aquel perfume tan agradable que me hacía rememorar los gratos momentos que pasé con ella. Aquel aroma era como un sedante que me permitía dormir plácidamente y soñar con aquel rostro angelical.
Finalizado el año escolar y promovido al sexto grado de educación básica, fui al encuentro de Nella para darle la gran noticia. Al llegar a su ventana a la hora acostumbrada, no estaba ella. Regresé al siguiente día y tampoco la encontré. Así pasaron varios días y Nella seguía ausente. No me atreví a tocar la puerta de su casa y preguntar por ella por temor a que su familia se enterara de lo nuestro. Me fui a casa preocupado por la desaparición de Nella.
Pasado diez días sin saber de aquella joven, busqué la manera de hablar con Enrique para que me diera razón de ella. El día domingo que nos dirigíamos al cine aproveché la ocasión para preguntarle por Nella. Él con una sonrisa picara, me respondió.
—¿Te gusta la prima? —preguntó Enrique.—Te he visto rondando por allí y hablando con ella.
De inmediato, mis mejillas enrojecieron porque la pregunta me descubría.
—No, —respondí tartamudeando. —Tengo días que no la veo sentada en la ventana.
— Nella estaba pasando una temporada con nosotros, —dijo Enrique. —Sus padres decidieron llevarla de nuevo a la ciudad de Barquisimeto, así que, si quieres verla tendrás que recorrer trescientos kilómetros en bus.
Aquella noticia me dejo como pajarito en rama, mirando a todos lados sin saber qué hacer. Enmudecí por un momento pero luego continúe compartiendo con el amigo.
Horas después retorné a casa, entré a mi habitación y me tendí sobre la cama. No hubo lágrimas, ni rabietas, solo confusión, algunas interrogantes y una sensación de vacío. Pasó el tiempo y no supe más nada de aquella joven que dejó gratos recuerdos en mi vida y un pañuelo que me hizo sentir su presencia por algunos días más, pero luego, igual que ella desapareció un día sin dejar rastros. Así culminó aquel romance de niños que una vez quisieron jugar al amor.
Mayra, la chica de las clinejas
Un año más tarde, superada la ausencia de Nella jugaba al béisbol en un terreno baldío cerca de casa. Al levantar la mirada observé a una chica que cruzaba la calle, la seguí con la mirada hasta verla alejarse y perderla de vista. Media hora más tarde, la chica volvió aparecer al alcance de mi vista, ella regresaba de nuevo a su hogar. Los escasos minutos durante los cuales pude verla fueron suficientes para despertar en mí un sentimiento que hasta ese momento no había experimentado.
Fue una emoción tan agradable que sentí dentro de mí, que generó una inquietud por verla de nuevo. Mi deseo por verla se convirtió en una obsesión. En mis pensamientos solo estaba la imagen de aquella joven que había despertado en mí una novel emoción que hasta ese entonces no había sentido.
En las tardes cuando yo salía a la cancha deportiva, mi mente no estaba centrada en el juego, estaba en el deseo de mirarla nuevamente. Mantenía la mirada fija en la puerta de su casa deseando verla aparecer, pero no pude lograrlo durante varios días.
Una semana después, mientras jugaba en la cancha deportiva, de forma repentina, la chica apareció en la terraza de su vivienda. Por fin, allí estaba ella, la chica de las clinejas. Fue un momento emocionante ver su figura, sentí mi corazón latir de forma acelerada y una sensación placentera sentí en mi piel. Mantuve la mirada fija en ella durante varios minutos, al final, la mirada de ella se encontró con la mía. En ese momento comprendí que algo en mí estaba naciendo.
Mayra, era el nombre de la chica de las clinejas, una niña de 12 años de edad, de piel blanca, ojos verdes claros, cabellera negra recogida en dos bellas clinejas que hacían juego con su cara graciosa. Para ese entonces yo había cumplido los 13 años de edad.
Ese día mientras jugaba al béisbol, ella subía y bajaba las escaleras de manera apresurada desde y hacia la terraza de su vivienda, supuestamente, para tender alguna ropa en las cuerdas y dejarlas secar al sol, costumbre muy típica en ese tiempo en las barriadas de la capital, donde la tecnología moderna no estaba al alcance de los recursos económicos de sus habitantes. Desde donde yo me encontraba hasta la vivienda de Mayra había unos 80 metros de distancia por lo cual podía ver todos los movimientos que ella hacía en la terraza de su casa.
Cada vez que Mayra llegaba a la terraza ella observaba al grupo de jóvenes que jugábamos al béisbol. Yo la buscaba con la mirada y observaba cada movimiento de su cuerpo. Ella se percató de mi interés por verla y pienso que a la chica no le desagradaba que yo la observara.
Durante unos cuantos minutos hubo un cruce de miradas, hasta que ella se detuvo por un momento, fijó su mirada en mí e hizo un gesto con la cara y los brazos, como diciendo — ¿Qué tanto me ves? — ¿Te gusto?
La respuesta no se hizo esperar, — !Mucho¡ — respondí pero con el pensamiento.
Esbocé una sonrisa de satisfacción como celebrando un triunfo adelantado. Desde aquel instante no dejé un día de volver a la cancha deportiva solo para mirarla, porque me gustaba la chica y percibía que ella me correspondía.
Días más tarde, estaba yo sentado en el jardín de mi vivienda mirando hacia la calle cuando la vi aparecer en compañía de su hermana Nelly, ambas se dirigían al abasto de la esquina para realizar unas compras. Al verme ella sonrió y me saludó de forma afectuosa, yo le correspondí con el mismo afecto. Poco a poco aquellos encuentros se hicieron más frecuentes hasta cuando hubo la oportunidad y me atreví de acercarme a ella. Ese día, después de cruzar algunas palabras le pregunté si podía verla de nuevo. Ella me respondió con un si. Le solicité permiso para verla en su hogar, algo que aprendí de mis padres que obligaban a mis hermanas a llevar sus pretendientes a casa y prohibirle verse en la calle.
Mayra habló con su madre, quien dio su aprobación de visitarla en su casa solo como amigo. El permiso de visita era dos veces por semanas, entre la siete y nueve de la noche, Durante el día no le permitían recibir visitas de amigos o amigas, ya que ese horario estaba restringido a sus estudios y labores en el hogar. Los sábados y domingos descansaba y algunas veces iba de compra o visitaba familiares con su madre.
El día de mi primera visita, lo esperé con ansias. Los minutos y las horas se hacían eternos, pero cuando llegó el momento me presenté en su casa, toqué la puerta y ella me recibió con una sonrisa, yo le respondí de igual manera y la besé en la mejilla. Una vez dentro de la vivienda, presentó a su madre y su hermana menor Nelly.
Su madre era divorciada y el representante masculino del hogar era el tío Manuel, quien laboraba en una empresa de textiles y cursaba estudios de leyes a nivel universitario. Ese día el tío Manuel no se encontraba en casa, así que no pude conocerlo.
Esa noche, después de las presentaciones de rigor, Mayra y yo nos sentamos a conversar sobre algunos tópicos personales y familiares. Hablamos de los estudios y de nuestras familias.
La conversación estaba tan entretenida y a gusto que no me había percatado de la hora, «el tiempo se hace corto cuando los momentos son gratos». Faltaban diez minutos para la nueve de la noche y mi padre cerraba las puertas con llave a las nueve de la noche, solo los hermanos mayores se le permitía llave y podían llegar a cualquier hora, mis hermanas debían estar antes de las nueve, so pena de quedar en la calle. Me despedí rápidamente de Mayra y llegué a casa justo cuando mi padre se disponía a cerrar la puerta.
Esa noche, no pude dormir bien, estaba lleno de gozo, sentía latir mi corazón muy acelerado, tenía como un ligero temblor en mi cuerpo, me sentía feliz; quería mantener en mi mente aquellos momentos tan agradables que pase con la chica de las clinejas. No quería dormir por temor a borrar aquellos momentos tan felices que viví, pero al final el sueño me venció y me quede profundamente dormido.
Al día siguiente por la mañana, al despertar creí que lo había soñado todo, no podía creer que aquello vivido había sido algo real. En mi mente solo se repetía aquellos momentos gratos y la imagen de aquellos hermosos ojos verdes con una mirada picara y graciosa que combinaba con su cabellera negra trenzada en dos clinejas cabalgando sobre sus espaldas.
Los días que siguieron a mi visita se hicieron eternos, los minutos y las horas se habían detenido, el tiempo no avanzaba. Mi deseo era verla pero tenía que respetar las normas establecidas y sabía que sus ocupaciones me lo impedían. Dediqué ese tiempo en estudiar los apuntes que había recogido en la semana de clases pero, no podía concentrarme, mi corazón dirigía mi mente hacia otro lugar que no eran los cuadernos, sin embargo, pude reflexionar por un momento sobre mis deberes y logré dominar la ansiedad y controlar mis impulsos.
El lunes por la mañana, muy temprano tomé el desayuno y me dirigí a la escuela donde cursaba el último año de educación básica. Mi ruta diaria era recorrer dos kilómetros a pie hasta llegar a la escuela. Durante mi recorrido en mi mente solo había una imagen “Mayra” una y mil veces pasaba por mi mente las palabras y los gestos de aquella joven que había hechizado por primera vez mi corazón. Era la primera vez que conocía el amor, nunca antes lo había experimentado con tal intensidad, no sé si por mi corta edad o porque no había tenido la oportunidad de conocer la chica que despertara esos sentimientos dormidos en mis adentros. Lo cierto es que llegó el momento cuando sentí aquella emoción, fue un acontecimiento vital e inesperado en mi vida, algo que me hacía sentir diferente, que me llenaba de felicidad y le daba otro sentido a mi vida. Sentía algo agradable, refrescante y sin malicia, era un sentimiento inocente, una pasión de primavera, un amor de juventud.
En las semanas y meses que se sucedieron, la visitaba según los días y horas establecidas. Al culminar la visita regresaba a casa antes de las nueve de la noche para evitar disgustos a mis padres, sin embargo, en mis pocos momentos de reflexión sentía preocupación. Por un lado, sentía deseos de verla todo el tiempo, pero por otro lado sentía que mi mente obsesiva interfería con mis deberes y eso era perjudicial para mi salud y mi futuro; entonces, decidí hacer un alto en lo que estaba viviendo y comprendí que era necesario bajar la intensidad a la emoción. Poco a poco fui calmándome y decidí espaciar las visitas a casa de Mayra, decisión ésta que causó extrañeza en ella y en sus familiares que estaban acostumbrados a verme los días acordados.
La madre de Mayra se preguntaba si hubo algún disgusto entre nosotros o había surgido algún percance que alterase la relación entre Mayra y yo. Algo que aclaré diciéndole que debido a mis estudios y próximos exámenes a presentar tenía que dedicar más tiempo a culminar con éxito mi primer año de educación secundaria. La aclaratoria fue aceptada en el grupo familiar y no hubo mayor trascendencia del asunto.
A una vez por semana se redujo las visitas, lo que en parte fue beneficioso para mí, porque dedicaba más tiempo a mis estudios y lograba que mis padres no me reprocharan tanto la relación con Mayra, ya que consideraban que era muy prematuro asumir una relación amorosa, porque eso podría acarrearme responsabilidades a futuro que yo no estaba en condiciones de afrontar. Mis padres insistían que podía considerarla como una amiga pero, no como una novia, primero estaban mis obligaciones escolares que los amores.
La insistencia de mis padres me irritaba y como joven al fin lo aceptaba a regañadientes, me comportaba rebelde y, a veces, dejaba a un lado los libros pero, entre los momentos de enfado por lo que consideraba injusto, tenía algunos momentos de reflexión donde daba razón a mis padres. Sé que era muy prematuro asumir compromisos de esa naturaleza, pero la edad me hacía vivir de emociones y no de razones, donde todo era un mundo lleno de rosas sin espinas.
Mi familia era un grupo muy unido, mis padres eran muy responsables con sus obligaciones en el hogar. Nosotros éramos una familia de clase obrera de escasos recursos económicos. Mi padre, de profesión carpintero trabaja para una institución del estado y tenía un salario muy bajo, pero era lo único que había. Mi madre era costurera y trabajaba en el hogar para una empresa de prendas de vestir que pertenecía a un ciudadano judío de origen alemán. Como mi madre tenía todas sus herramientas de trabajo y era eficiente costurera, este comerciante le suministraba las telas, hilos, botones y otros implementos para que mi madre cumpliera su función y le surtiera las tiendas y almacenes que este señor tenía. El salario de mi madre era muy precario, pero como se dice en mi país, la necesidad tiene cara de perro y nosotros teníamos necesidad.
A pesar de las dificultades económicas existentes en ese entonces, mis padres cubrieron nuestros estudios. Hubo momentos difíciles, pero ninguno pudo impedir los logros. Todo es posible cuando se tiene la motivación de alcanzarlo, lo importante es saberlo hacer y darse el tiempo suficiente para lograrlo.
En el hogar, todos teníamos responsabilidades asignadas, los menores a sus estudios y los mayores al trabajo. Ninguno podía evadir sus deberes, razón suficiente para frenar la carrera enloquecida que llevaba en los amores con la chica de las clinejas. Comprendí que por mi corta edad solo tenía presente, no veía pasado ni futuro, parecía que el mundo se acabaría en un instante y tenía que aprovechar al máximo los minutos que me quedaban. «Qué locura»
A pesar de las limitaciones que me había impuesto en las visitas a casa de Mayra, no dejaba de cometer ciertas trampillas para verla. En horas de la tarde, después de culminar el repaso de mis apuntes escolares del día y hacer las tareas encomendadas, salía al jardín o al campo deportivo para lograr verla, aunque fuese de lejos.
Un día viernes, que me correspondía visitar a la chica, llegué como de costumbre a las siete de la noche. Como era de esperarse había mucho que contar entre ambos, los minutos pasaban de prisa y nuestra conversación y las ganas de vernos era inmensa. Cuando se acercó la hora de mi partida, ella me suplicó que le dedicara unos minutos más y así veíamos juntos la novela que ella acostumbraba a ver todos los días a las nueve de la noche. Yo le explique que para mí era difícil pasar de las nueve por cuanto mis padres se preocupaban y ellos cerraban las puertas a una hora determinada y que yo no podía violar las normas so pena de castigo. Ella insistió tanto y con palabras dulces me convenció y por primera vez me atreví a irrespetar las normas familiares.
Durante los quince minutos que tardaba la novela, a pesar de estar con ella, no me sentía bien, mis pensamientos estaban en lo que vendría cuando llegara a casa. Al culminar la fulana novela, sin perder tiempo, me despedí y con paso apresurado llegué a casa con la esperanza de que mi padre no hubiese cerrado la puerta con llave y yo no tuviese que sonar el timbre para que me abriera. Pero mi esfuerzo y mi prisa por llegar a tiempo se vieron frustrados. Ya mi padre había apagado todas las luces del hogar, signo de que estaban en proceso de dormir y yo no podía tocar por temor a las reprimendas de mi progenitor, tampoco podía quedar fuera de casa, era un peligro por la inseguridad y también que, mis hermanos mayores llegarían pronto y si me encontraban fuera de casa ganaría un castigo. Ante tal situación comprometedora, busqué le mejor solución posible para salvarme del castigo.
En la casa vecina a la nuestra había un poste de alumbrado eléctrico que llegaba justo al techo de la vivienda. Sin tiempo que perder me quité los zapatos y los amarré a mi cintura, comencé a escalar el poste hasta que llegué al techo y sigilosamente me desplacé por encima del tejado evitando que me descubrieran porque el vecino tenía un revolver y podía confundirme con un delincuente Al llegar al techo de mi casa descendí sigilosamente hasta el patio trasero de mi vivienda y caminé hasta la puerta para ingresar al dormitorio. Traté de abrir la puerta sin éxito alguno, mi padre había cerrado todo.
Eran las diez de la noche y yo permanecía aún en el patio. Tenía dos opciones, dormir en el lavandero o subir a la habitación de mi hermano Watson que fue construida sobre el lavandero. Esta última opción me pareció la más viable y decidí entrar a la habitación y acostarme en la cama de mi hermano y allí pasar la noche. No sabía cuál sería la reacción de Watson al verme allí en su cama, sin embargo, me quedé dormido. Al día siguiente no tuve ningún problema, ni siquiera un regaño. Watson tenía un carácter muy tolerante y nada represivo. Quizás se disgustaría, pero no lo hizo manifiesto.
Ese día sábado, después de levantarme hice un repaso mental de todo lo acontecido el día anterior y decidí no repetir la odisea. Esta vez salí bien librado. pero no sabría qué sucedería en la próxima vez. Llegar a casa después de las nueve de la noche era un peligro por la inseguridad existente en la zona y escalar un poste del alumbrado corría el riesgo de morir electrocutado. Igualmente, subir al tejado de la casa vecina sin el consentimiento de ellos era una violación a su privacidad y un delito con las consecuencias que eso significaba. Así que hice una sabia reflexión y decidí hablar con Mayra y explicarle mi decisión de evitar la prolongación de mi visita más allá del horario convenido.
El día viernes 16 de julio de 1951 se iniciaron los exámenes finales del año escolar, ese día muy temprano salí de casa rumbo al colegio. Mis pensamientos solo estaban centrados en el examen que presentaría ese día, todo lo demás no tenía cabida en mi mente. Al llegar a la escuela ya tenía asignado el lugar donde sentarme. Una vez que todos alumnos estuvieron presentes se inició el examen. Una semana después regresé al colegio para recibir la calificación que me permitió culminar con éxito mis estudios básicos.
A finales del mes de julio se procedió al acto de entrega de los diplomas y el agasajo a los estudiantes salientes. Culminado el acto me dirigí a casa donde me esperaban mis familiares y amigos. Al llegar, recibí felicitaciones de mis padres, hermanos y amigos. En la noche me presenté en el hogar de Mayra para felicitarnos mutuamente por cuanto ella también había sido promovida al sexto grado de educación básica. Allí estuve durante una hora y volví a mi hogar.
Durante mes y medio disfruté mis vacaciones jugando al béisbol con los amigos, fui a la playa y algunas tardes visité a Mayra.
La culminación de la escuela básica fue un acontecimiento muy feliz, no solo por el aprendizaje obtenido, sino también iniciaba una nueva etapa en mi vida. Dejaba la infancia para entrar en la adolescencia, abandonaba la dependencia y asumía el control de mis estudios. Desde ese momento asumía la responsabilidad del éxito o fracaso de mis estudios. La educación media me abría sus puertas y me imponía reglas, estaba en mí aceptarlas o rechazarlas. Tenía la libertad de escoger, continuar con la dependencia de mis padres o asumir mi propio control. No tuve miedo a la libertad y decidí asumir la responsabilidad de mi preparación académica futura.
Dos meses después de culminar la escuela básica, inicié los estudios de educación media. La institución estaba ubicada en una barriada al oeste de la ciudad de Caracas y para llegar allí tenía que tomar un bus. Este liceo tenía los antecedentes históricos de ser un semillero de militantes de políticos de izquierda y de la juventud revolucionaria venezolana, pero no entré allí por sus antecedentes ni por simpatías políticas, entré por necesidad de logro de un futuro académico. Desde joven aprendí a no involucrarme en asuntos políticos ni a simpatizar con alguna tendencia en particular. Me gustaba escuchar las diferentes opiniones, analizarlas y sacar mis propias conclusiones. La parcialidad hacia una determinada corriente era una atadura que limitaba mi autodeterminación.
Para el momento de yo ingresar al liceo, mi país era gobernado por una junta cívico-militar que ejercía una férrea dictadura en la nación y fue responsable de torturas y muertes de estudiantes y políticos opositores al régimen. Los estudiantes de los últimos años de educación media y universitaria a nivel nacional mantenían una lucha permanente contra el régimen de ese entonces. Las protestas callejeras contantes, la quema de vehículos y la confrontación contra las fuerzas del orden público, estimulaban la reacción del gobierno para allanar y cerrar institutos académicos, perseguir y privar de libertad a los manifestantes.
Durante varios meses asistí regularmente a mis clases, fue una experiencia totalmente nueva y diferente para mí. Yo asumía el control de mis estudios. No existía un representante que hablara por mí ni decidiera por mí; era mi responsabilidad de estudiar o no, mis padres solo se limitaban a prestar el apoyo económico y afectivo. Eso me hacía sentir bien y daba mayor seguridad a mi vida.
Llegado el mes de diciembre y con él las festividades navideñas, los planteles educativos de todo el país suspendieron temporalmente sus actividades. La familia se preparaba para celebrar la navidad, el nacimiento de Jesús, la despedida del año viejo y el abrazo por el año nuevo. Días de fiestas, luces artificiales, cohetes, trajes nuevos, tragos, unión y reconciliación familiar; preparación y comida de las hallacas, plato típico del venezolano durante el mes de diciembre.
En uno de esos tantos días del mes diciembre fui invitado a una fiesta en casa de Mayra, el motivo de la celebración era el cumpleaños de su hermana. Esa noche me presente con mi traje azul marino, el único que tenía y que desempolvaba cada año para ocasiones especiales. La fiesta comenzó a las 8 de la noche y estuvo amenizada por la música de la época: guaracha venezolana, algunos vallenatos colombianos y merengues dominicanos. La bebida era la tradicional tizana, que consistía en un preparado de trozos pequeños de frutas mezclado con jugo de naranja o piña, y muchas veces, le añadían jarabe de granadina; esa era la bebida favorita en las fiestas juveniles, pero no faltó quien a escondidas llevara una botella de “Guarapita” una bebida preparada con jugo de parchita o piña, aguardiente claro, azúcar y un toque de canela. Con dos tragos de este cóctel hasta el gato bailaba.
Había transcurrido una hora de iniciada la fiesta y el ambiente se notaba muy animado. Los invitados bailaban alegremente. Mayra se mantuvo a mi lado, quizás esperando bailar conmigo, pero lamentablemente yo no sabía bailar. En muchas oportunidades traté de aprender con la ayuda de mis hermanas a llevar el ritmo de musical, pero la música me entraba por un oído y salía por el otro sin tener coordinación con los movimientos de mi cuerpo. Esta dificultad me impedía invitar a bailar alguna chica por temor hacer el ridículo o sentir rechazo.
Mayra me obsequió un trago de guarapita y yo lo acepté con agrado, luego vino el otro. Con el tercero mis orejas se pusieron calientes y rojas, me sentía eufórico, perdí el miedo y sentía ganas de bailar.
Sin pensarlo dos veces invité a Mayra al salón de baile. Ella aceptó gustosamente. Pienso que los tragos que me ofreció fue una manera muy disimulada de romper el aburrimiento. Le expliqué que bailaba muy poco y le pedí ayuda para el aprendizaje. Mayra aceptó y comenzó a darme las primeras lecciones de los pasos a seguir. La primera pieza estuvo muy bien, aprendí la lección y pude terminar el baile sin contratiempo.
Como ya los tragos me habían exaltados los ánimos, quise continuar el baile. La invité a bailar de nuevo y ella me correspondió en forma amable, pero no con agrado, lo vi en la expresión de su cara pero, mis ánimos estaban al máximo. Estaba alegre y quería seguir la fiesta. En ese momento la música que se escuchó fue un vallenato colombiano, “Cabeza de hacha” de ritmo muy rápido. Cuando inicié el baile y adelanté el pié derecho, le monté un pisotón en el dedo gordo del pie izquierdo de Mayra. La primera reacción de ella fue darme un empujón y salir corriendo, Ante tal reacción me quedé en el medio del salón como «pajarito en rama», mirando a todas partes. No supe que hacer, busqué un sitio donde sentarme y esperé que ella saliera de su habitación para disculparme por el pisotón.
Media hora después, la chica salió de la habitación manifestando dolor en el pie y el dedo gordo estaba como una bombilla encendida. Le ofrecí disculpas, le pedí perdón, no hallaba que hacer para reparar aquel momento tan desagradable. Ella aceptó mis disculpas pero no pude aliviar su dolor ni el disgusto.
En forma sorpresiva, la música se detuvo, el reproductor de acetato fue apagado y se escuchó la entonación de una canción mexicana, “Las mañanitas” en honor a la cumpleañera, el joven que la interpretaba también tocaba la guitarra. Todas las personas se agolparon a su alrededor para escucharlo. A Mayra le brillaron los ojos de entusiasmo y el dolor desapareció, esbozó una amplia sonrisa, se levantó de la silla y se unió al grupo de oyentes.
Nelson, el joven que se robó el show esa noche, tendría mi misma edad, era blanco, de un metro sesenta de estatura, bien parecido, voz suave y melodiosa e interpretaba muy bien las canciones mexicanas. Fueron muchas las canciones que interpretó esa noche. Todas las chicas, entre ellas, la mía, rodeaban al cantante. Durante el tiempo que estuvo el joven cantante en la fiesta, todas las jóvenes estaban a su alrededor. Los chicos, entre ellos me encontraba yo quedamos como novio de pueblo “vestido y alborotado”. Desde ese momento se acabaron las bebidas, las palabras bonitas y las atenciones para mí, como dice un dicho en mi pueblo “Cuando hay santos nuevos, los viejos no hacen milagros”
En vista de la situación y algo molesto decidí retirarme de la reunión, la excusa que era muy tarde. Fui en busca de Mayra y me despedí de ella y su familia. Noté cierta frialdad en aquella despedida, no me acompañó hasta la puerta como era su costumbre, se quedó en el sitio donde estaba el grupo rodeando al joven cantante, sólo un hasta luego fueron sus palabras.
Eran casi las 11 de la noche cuando llegué a casa, mi hermana Mirna me abrió la puerta, ya que yo tenía permiso para asistir a la fiesta de cumpleaños. Me fui a la cama y me costó un poco conciliar el sueño, porque mi pensamiento repetía las escenas del pisotón, la reacción aireada de Mayra y luego la indiferencia que mostró después. Comprendí que tuve la culpa en su disgusto hacia mí por la lesión que ocasioné en su pie, pero considero que fue desproporcionada su reacción al empujarme con tanta disgusto y luego las manifestaciones de indiferencia que mostró hacia mí.
La siguiente mañana, me levanté temprano y encontré a mi padre en la cocina saboreando una buena taza de café tinto, le pedí la bendición y lo acompañe con una tasa de guarapo (la segunda colada del café) que solo se le permitía tomar a los menores de edad. Mi padre notó mi silencio.
—¿Qué sucede hijo? —preguntó mi padre.
—Nada padre, — respondí.
—Te noto callado y pensativo, — acotó mi padre. — ¿Sucedió algo en la fiesta o bebiste licor? —preguntó papá
—No, padre, no bebo licor y la familia de mi amiga no permite la ingestión de licor en reuniones infantiles, —respondí.
Papá era un hombre de 46 años de edad, de profesión carpintero. A pesar de su escasa preparación académica se desempeñaba como director del servicio de carpintería de una institución del estado donde era muy apreciado por su responsabilidad y experiencia en su profesión. Papá le gustaba leer y era muy metódico en todo cuanto hacía. Su disciplina, según él, la aprendió en la orden Rosacruz; una fraternidad de hombres y mujeres que se dedican al estudio y a la aplicación práctica de las leyes de la naturaleza en su forma más elevada.
A mi padre le gustaba meditar en horas muy temprana de la mañana en un sitio de la casa que él había construido exclusivamente para sus oraciones y lecturas. Eso le permitía ser un hombre muy tranquilo, tolerante, observador, muy reflexivo y comprensivo. Le gustaba escuchar a los demás y analizar antes de emitir alguna opinión. Desde muy pequeño me sentí muy identificado con él, siempre fui respetuoso de sus normas y decisiones, jamás recibí de él, una mala palabra o maltrato, por el contrario, le gustaba orientarme y aconsejarme cuando cometía algún acto reprochable.
Mi padre insistía en que algo me estaba sucediendo, por cuanto tenía un comportamiento poco comunicativo y el ánimo decaído. Ante la insistencia de mi padre, le conté lo del pisotón que propiné a mi amiga Mayra y la reacción que ella tuvo posteriormente hacia mí.
—Hijo es comprensible su reacción porque le infringiste dolor y ella hizo lo que toda persona hubiese hecho ante igual situación, apartar el objeto que le ocasiona daño, —acotó mi padre.
En ese momento, papá golpeó mi mano con la taza. Mi respuesta inmediata fue retirar la mano y expresar dolor.
—¿Por qué retiras el brazo? — preguntó papá.
—Porqué me dolió, — respondí
— Eso mismo hizo ella, —dijo mi padre.—Te dio un empujón porqué tú eras el objeto agresor que le ocasionó dolor.
Comenté a mi padre que después del incidente con Mayra ella se mantuvo distante y noté un gesto de rabia en su cara, pero a los pocos minutos llegó un joven que entonaba canciones mexicanas y ella cambió su gesto y se acercó muy sonriente al joven y mantuvo la distancia conmigo. Esa situación me incomodó.
—¿Te disgustó su indiferencia o que se haya acercado al joven cantante? —preguntó mi padre.
—Ambas actitudes, —le respondí
—¿Te gusta esa joven? —preguntó mi padre
—Para nada, — respondí. —No quería que mi padre sospechara de mi afecto verdadero con esa chica.
—Me siento molesto por lo desproporcionado de la reacción que tuvo Mayra hacia mí y su posterior indiferencia, —comenté
Mi padre, supo escuchar atentamente mi relato con relación al incidente y me recomendó tuviera paciencia, porque el tiempo cicatriza las heridas y todo vuelve a la normalidad.
—Espero que así sea padre, — respondí.
Las palabras de mi padre me dieron un poco de tranquilidad y confianza, fui a mi habitación y comencé a leer el tema de biología que tenía asignado como tarea para el inicio de clases en el mes de enero.
Llegada la navidad, mi grupo familiar se reunió para celebrarla. Se hizo la cena de navidad con la acostumbrada hallaca y el pan de jamón. Mis hermanos menores se acostaron temprano para esperar la llegada del niño Jesús y recibir los regalos correspondientes como era costumbre cada año. Después de la cena, salí a la calle a encender los cohetes y las luces artificiales. Desde allí pude observar la casa de Mayra, la puerta principal que da a la calle estaba abierta y dejaba escuchar canciones bailables y gente riendo y bailando. No pude divisar a la chica de las clinejas.
A las 11 de la noche de ese día me fui a la cama y dormí hasta el día siguiente. En horas de la tarde, me acerqué hasta la casa de Mayra para darle las felices pascuas.
Ella salió a recibirme con una sonrisa en su rostro, me invitó a pasar al recibidor y allí estaba su madre, la tía Luisa, el tío Manuel y su hermana Nelly, a todos los saludé y le di mis felicitaciones, luego conversé con Mayra y le pedí perdón por lo acontecido en la fiesta de cumpleaños.
—No te preocupes Ramón, fue un momento de enfado, solo eso, —respondió Mayra.
Aquellas palabras aliviaron la tensión emocional que sentía, en ningún momento le hablé de su reacción ni de su indiferencia, que mostró hacia mí esa noche. Dejé que el tiempo sanara las heridas como dijo mi padre, pero sentía la necesidad de preguntarle por Nelson y su actitud complaciente hacia él. Creo que en ese momento, me di cuenta que sentía celos del joven cantante, pero evité hacer mención del caso por temor a crear conflicto con Mayra. Tal vez, sólo estaba en mis pensamientos nada más. La visita duró apenas cuarenta y cinco minutos, me despedí de su familia con un hasta luego, a ella le di un beso en la mejilla.
Los días siguientes visitaba la cancha deportiva para encontrarme con los amigos y organizar algunas partidas de béisbol. Como la cancha era pequeña y estaba ubicada en una calle de tierra y entre dos hileras de casas que nos limitaba, motivo por el cual, solo podíamos jugar con pelota de goma y usar el brazo y la mano como bate para evitar romper los vidrios de las ventanas de los vecinos.
Algunas veces, los vecinos protestaban porque durante el calor del juego, hablábamos en voz alta y expresábamos algunas palabras obscenas. Sólo la señora Rosa, no se molestaba, por cuanto ella al ver que salíamos a jugar, comenzaba a preparar la deliciosa melcocha, una especie de caramelo en forma alargada, que la exhibía por la ventana y todos salíamos a comprar y degustar aquello tan exquisito. Mientras que el marido de doña Rosa, el señor Francisco, se enfurecía cuando se enteraba que estábamos jugando béisbol frente a su casa. Se asomaba a la ventana. —Vagos, vagabundos, llamaré a la policía, —gritaba don Francisco, —pero el partido estaba tan entretenido que hacíamos caso omiso de las amenazas de don Francisco, hasta que el abuelo, se asomaba nuevamente a la ventana y desde allí llamaba a gritos a su hijo Daniel, que formaba parte de nuestro equipo de béisbol.
— Daniel, Daniel, — gritaba el enfurecido don Francisco.
Daniel, respondió de mala gana al llamado de su padre, abandonó el juego y se dispuso de ir con su padre a la comisaría de policía. Don Francisco colocó la denuncia contra nosotros y a los pocos minutos llegó la policía al lugar, que como siempre, no encontraba a nadie porque nos habíamos esfumado. Esta situación se repetía muy frecuente.
Desde la calle que fungía como cancha deportiva yo divisaba la casa de Mayra, y ella calculando la hora en que nosotros jugábamos se asomaba a la terraza y podíamos vernos pero, pasaron varios días y ella no apareció en la terraza. Aquello me preocupó, pensé que podría estar enferma, se había ido de viaje, o bien, no sentía interés de verme. Muchos pensamientos giraban en mi cabeza, hasta que un día, Nelly salió a la calle y se dirigió al almacén de la esquina, allí me acerqué y pregunté por Mayra.
Nelly me informó que Mayra estaba enferma, que la había visitado al médico y le diagnosticó una enfermedad infecto-contagiosa y recomendó reposo absoluto.
— ¿Qué enfermedad tiene? — pregunté
—Dengue, — respondió Nelly.
Llegado el 31 de diciembre, mientras todas las familias se preparaban para recibir el año nuevo, Mayra permanecía en cama, su malestar persistía y por indicaciones médica estaba prohibida las visitas ya que se consideraba una enfermedad infecto contagiosa. Verla me hacía falta pero tenía que respetar su aislamiento. Me conformaba con la información que suministraba su hermana Nelly.
A cinco minutos para las 12 de la noche, las emisoras de radio de la capital sacaron al aire el poema «Las doce uvas del tiempo» del poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, luego, a las 12 en punto sonaron las campanas de la iglesia anunciando el año nuevo, se escucharon los 12 cañonazos en la planicie, las gloriosas notas del himno nacional, y luego todas las familias se unieron en abrazo dando y recibiendo el feliz año.
Los jóvenes salimos a la calle a ver los fuegos artificiales y abrazar a los amigos y amigas. En ese momento, me hubiese gustado abrazar a Mayra y darle el feliz año, pero las circunstancias que ella estaba viviendo lo impedían. Pasadas las festividades decembrinas llegó el mes de enero. Los primeros cinco días de enero transcurrieron tranquilos, muchas tiendas y negocios mantenían sus puertas cerradas, solo algunas tiendas de venta de alimentos estaban abiertas.
Durante esos días pude hablar con Nelly quien me informó sobre la salud de Mayra. Ella se sentía mejor, la fiebre y el malestar general había desaparecido, pero persistía decaimiento y la falta de apetito.
El día sábado 5 de enero del nuevo año, en horas de la tarde Nelly me avisó que Mayra quería verme, aquel mensaje me llenó de emoción, por fin podía verla. Llegué hasta su casa y ella esperaba en el recibidor. La noté muy delgada y pálida, sin embargo, tenía buen estado de ánimo y su trato hacia mí fue amable y afectuoso. Le hice entrega de un par de manzanas y le expresé mi gratitud por recibirme.
—Gracias Ramón por visitarme y preocuparte por mi salud, — comentó Mayra. — Saber que estás allí me hace sentir bien.
Aquellas palabras de Mayra me llegaron a lo más profundo del corazón y me sentí complacido por sus palabras.
—Te aprecio mucho Mayra y siempre estaré pendiente de ti, cuenta conmigo, —respondí.
Durante nuestra conversación la noté más relajada, como si se hubiese quitado un peso de encima. Creo que nuestro encuentro alivió muchas tensiones que existían entre ambos. En vista de que aún persistían secuelas de su enfermedad decidí no agotarla con una visita prolongada, preferí marcharme con un hasta luego y un beso en la mejilla
—Deseo que te mejores pronto, — dije.
—Gracias, Ramón, — contestó Mayra
Dos días más tarde me levanté muy temprano, tomé el desayuno y salí rumbo al liceo para incorporarme de nuevo a mis actividades escolares. Para llegar al instituto tenía que caminar cerca de quinientos metros hasta llegar a la avenida principal, luego tomar el bus que me dejaría al frente de la institución. Ese trayecto lo hacía de forma rutinaria y lo recorría en media hora, igualmente, al retorno. La hora de entrada al liceo era a la siete de la mañana hasta las doce del mediodía, cuando retornaba a casa.
Durante mes y medio asistí regularmente a clases, pero el día 25 de febrero las actividades escolares fueron suspendida a nivel nacional por la celebración de las fiestas de carnaval. Estas festividades se realizaban en todas las plazas principales de la provincia venezolana. Las alcaldías de las diferentes parroquias las organizaban e invitaban a la población a participar. Era la época de los disfraces, carrozas y los bailes.
Lídice era una barriada foránea perteneciente a la parroquia de la Pastora. En La Pastora como en todas las parroquias del país, existía una plaza principal, la iglesia y la alcaldía; ordenamiento éste, heredado del coloniaje español.
Para celebrar las fiestas de carnaval, las plazas principales eran adornadas con bambalinas y globos de colores. En todos los postes de alumbrado de la plaza eran colocados megáfonos para que la música se escuchara en todos los espacios. Muchas de esas fiestas eran amenizadas con el ritmo musical de las orquestas cubanas, colombianas y venezolanas; donde se dejaba escuchar el célebre son de la música cubana, el vallenato colombiano y la guaracha venezolana; cuyo ritmo tropical despertaba una sensación de euforia y provocaba bailar.
La madre de Mayra le gustaba asistir a las fiestas de carnaval y participar como jurado en la selección del mejor disfraz de esa temporada. El desfile de disfraces se iniciaba a las seis de la tarde y luego de elegir el ganador del mejor disfraz, comenzaba la música y las parejas iniciaban el baile hasta la media noche.
Durante los tres días de carnaval estuve presente en compañía de la familia de Mayra. Al iniciarse el baile y escuchar las primeras notas musicales de aquel ritmo tan agradable quise bailar con Mayra, pero ante la lamentable experiencia anterior no hice ningún intento de invitarla, bien por temor al rechazo ó por evitar un nuevo pisotón. Así que ambos nos quedamos mirando los disfraces y escuchando la música. A ella le gustaba mucho bailar, pero debido a mi torpeza en ese arte, no lo hacíamos. El que yo no supiera bailar me ocasionaba cierta vergüenza y me colocaba en minusvalía ante ella, pero a pesar de todo, lo pasamos bien.
Culminada las fiestas, nuevamente me incorporé a las actividades académicas, así pasaron los días y las semanas. Todo se hizo rutina. En la mañana asistía al liceo y en las tardes, después de cumplir con las tareas escolares asistía a la cancha deportiva a compartir con los amigos. Los viernes por la noche, como era costumbre visitaba a Mayra, pero desde el día del pisotón las relaciones afectivas entre los dos estaban distante y frías.
El día 14 de marzo cumplí 14 años de edad, mis padres y hermanos me felicitaron y cortaron una torta de cumpleaños, fue una sencilla reunión familiar. Tenía la esperanza de recibir alguna felicitación de Mayra pero nunca se materializó, Solo quedó en mi deseo. Aquello me entristeció momentáneamente, pero continué las celebraciones con mis familiares y amigos. Durante dos o tres horas estuvimos disfrutando aquel aniversario.
Once días después de mi cumpleaños, en horas de la tarde, cuando jugaba al béisbol, un amigo se acercó a mí y me comunicó que la chica de las clinejas estaba en un lugar a trescientos metros de allí, detrás de un vehículo donde hablaba con Nelson, el joven cantante que interpretó las canciones mexicanas en el cumpleaños de Nelly.
Aquella información me sorprendió y generó en mi cierta angustia. Al principio no quise creerlo porque temía fuese realidad aquella noticia, pero quise comprobar por mis propios ojos lo que estaba sucediendo, entonces abandoné el juego y me dirigí con el amigo hasta el sitio donde supuestamente ellos se encontraban. Durante el trayecto mis deseos era no encontrarlos juntos en el lugar. Deseaba que todo fuera mentira, que mi amigo quería jugarme una broma. En todo momento, mis pensamientos negaban el acontecimiento.
Al llegar al sitio, los hechos que observé comprobaron la información. Nelson y Mayra estaban tomados de las manos y conversando alegremente uno al lado del otro. Cuando la chica me vio de pie frente a ella, su cara se puso pálida, bajó la mirada y se marchó sin dirigir ninguna palabra a los presentes.
El ambiente quedó en silencio, no hubo cruce de palabras entre Nelson y yo, ni tuve la intención de dirigirme a él para exigirle alguna explicación al respecto. Me limité a mirarlo con expresión de ira por lo que consideraba algo injusto de su parte. A pesar que entre nosotros no había ninguna amistad, tan solo ese encuentro ocasional en la fiesta de cumpleaños de Nelly.
A los pocos minutos me retiré del sitio y durante el camino no emití ninguna palabra. Mi amigo hablaba pero yo no lo escuchaba. Mi mente estaba centrada en lo que había visto. No podía creerlo, no comprendía nada, estaba muy tenso; el acontecimiento vivido me impactó. Creí que soñaba pero la realidad estaba allí. Nunca esperé eso de Mayra, jamás imaginé que esto me sucediera, pero sucedió. Por más que le daba vuelta a mi cabeza no encontraba razones para que ella me hubiese sido infiel. Quizás el pisotón de aquella vez, el no saber bailar, el no haberle declarado mi amor en forma franca y abierta, o bien, no haber asumido una conducta segura ante ella. Muchos pudieron ser los motivos que la impulsaron a cometer tales hechos.
Jamás pude averiguar las razones que tuvo la chica de las clinejas para cambiar tan pronto sus sentimientos. Desde ese entonces no pude ver su cara. Sentía disgusto, pero también una gran decepción, en ningún momento intente hablar con ella, ni ella conmigo. Muchas fueron las elucubraciones que pasaron por mi mente, pero ninguna fue confirmada.
Pasaron los días, las semanas y no busqué verla. En la tarde cuando iba al campo deportivo y mirada hacia la terraza de su casa, ella no estaba allí, parecía que se la había tragado la tierra. No insistí mucho en buscarla y continué mi rutina diaria. Aquel suceso tan desagradable afectó mi estado de ánimo, pero no alteró el ritmo de mi vida ni de mis estudios.
Un mes después los alumnos de los institutos de educación media decretaron una huelga nacional contra la dictadura que gobernaba el país. La institución donde yo estudiaba fue allanada por las fuerzas de seguridad. Muchos estudiantes fueron heridos y otros detenidos. Varios compañeros y yo salimos por el patio trasero del liceo y me dirigí hacia el lugar donde laboraba mi padre que distaba a ochocientos metros del lugar de los hechos. Al llegar busqué a papá y narré lo acontecido. Allí estuve con él hasta las seis de la tarde, cuando regresamos a casa.
El liceo fue tomado por la policía y cerrado hasta nuevo aviso. Todos los estudiantes perdimos el año escolar. El instituto fue reabierto en el mes de septiembre para las inscripciones del nuevo año escolar con el agravante de que no aceptaban estudiantes repitientes, razón por la cual tuve que emigrar hacia un instituto privado, aquello para mi familia era una carga económica muy forzada por los altos costos de la matrícula, pero Watson asumió el compromiso de cubrir los gastos de mis estudios durante un año.
En vista del cambio a otro instituto, tuve que retirar los documentos del liceo donde estudiaba. Ese día, esperando el bus para retornar a casa escuché una voz a mis espaldas.
—Hola Ramón, —dijo Mayra
Allí frente a mi estaba Mayra, quien me esperaba a la salida del liceo para hablar conmigo. Mayra lucía muy bonita, vestía un traje rosado, unos aretes que colgaban de sus orejas que jugaban con su pelo recogido en dos trenzas como era costumbre usarlo. Ambos tomamos el mismo bus para dirigimos a casa. Durante el trayecto conversamos temas relacionados con su salud y sus estudios, me explicaba, que nuevamente había enfermado y que tenía dos semanas sin asistir al colegio. Yo le comenté sobre la pérdida de mi año escolar y el cambio a otro instituto educacional. En ningún momento tocamos el tema relacionado con los sucesos pasados ni yo intenté insinuarlo. Creo que todavía sentía dolor y algo de ira por lo acontecido.
Veinte minutos después llegamos a nuestra parada, cruzamos la avenida y llegamos a la entrada de Lídice. Desde allí teníamos que caminar como seiscientos metros hasta nuestro domicilio. Mayra trató de cruzar la avenida sin percatarse de que un vehículo venía en marcha a exceso de velocidad, al ver el peligro. — ¡Cuidado! —grité, pero ya era tarde, el vehículo la golpeó y la envió varios metros hasta chocar contra una pared. El vehículo continuó su marcha. Inmediatamente, fui a socorrerla y la levanté del piso. Le sugerí llevarla al hospital pero ella no aceptó. Me pidió que la llevara a su casa. No sé como hizo esa joven para soportar el dolor y caminar seiscientos metros hasta su hogar. No sé si lo hizo por no demostrar debilidad o por vergüenza. Llegamos a su casa y hablé con su familia explicándole lo sucedido. Mayra manifestó que se sentía bien, que sólo eran golpes y moretones.
En horas de la tarde, observé pasar la ambulancia y se detuvo en casa de Mayra, luego nuevamente la ambulancia pasó, pero en esta oportunidad sonando la sirena. Al día siguiente en la noche me acerqué hasta su casa y me encontré con la noticia de que le diagnosticaron fractura a nivel del antebrazo derecho y el tobillo izquierdo, lo que necesitó inmovilización y reposo absoluto durante varias semanas.
En dos o tres oportunidades fui a verla, notando franca recuperación de sus dolencias, ya podía levantarse y caminar con una muleta. Nuestra conversación solo se limitaba aspectos relacionados con su salud, sus estudios y aspectos familiares; en ningún momento tocamos el tema de lo sucedido entre nosotros ni yo busqué iniciar la conversación. Todo quedo allí.
Transcurrió el tiempo y mis visitas se distanciaron, Me enteraba de la salud de Mayra por la información que me suministraba su hermana Nelly. Poco a poco fui alejándome de ella. Había perdido el interés de aquellos momentos de emoción que viví al conocerla, pero los gratos momentos que pasamos juntos los mantuve en el recuerdo. Después del accidente, ella tampoco intentó buscarme. No guardé rencor y en las pocas oportunidades que la encontré después de su curación fueron muy pocas las palabras que cruzamos, pero en ninguna de ella hubo manifestación de rechazo o resentimiento por lo sucedido. No buscamos aclarar nada pero si hubo distanciamiento. «A veces, el silencio dice más que las palabras».
En septiembre de ese mismo año inicie de nuevo los estudios en otro instituto ubicado en el centro de Caracas. Fue una experiencia muy agradable porque era la primera vez que viajaba solo al centro de la capital, en otras oportunidades lo había hecho pero acompañado por algún hermano un otro familiar. En esa primera vez fui acompañado con un amigo que conocía el centro de Caracas y sabía donde tomar el bus para llegar al centro. Después que aprendí cómo llegar al instituto y el recorrido se hizo rutina. Desde ese momento, mi prioridad fueron los estudios y dediqué todo mi esfuerzo a ellos. La experiencia romántica que había vivido y su desenlace inesperado, me dejaron cierta frustración y resistencia a buscar una nueva relación en esos momentos.
Mes y medio después de iniciadas las clases en el nuevo colegio, el país se vio convulsionado por una huelga general como protesta contra el régimen militar que gobernaba para ese entonces. El militar que presidía la junta de gobierno desconoció el triunfo del nuevo presidente electo y se mantuvo al mando de la nación. Este golpe militar ocasionó múltiples protestas en todo territorio nacional: las industrias, las universidades y los liceos se sumaron a la huelga convocada por los partidos políticos, sin embargo, nada se pudo hacer para detener la arbitrariedad del régimen. Como consecuencias de las protestas de los estudiantes muchas universidades fueron cerradas, entre ellas la “Universidad Central” algunos liceos e industrias fueron tomadas por el ejército, el régimen inició la represión y persecución de los oponentes.
La situación de conflictividad política se agravó en el país, el régimen golpista incrementó la represión contra las manifestaciones, encarceló y torturó a muchos opositores. Sometió al exilio a los principales líderes políticos y cerró muchas universidades, entre ellas, la principal universidad del país donde estudiaba Arquímedes, el hermano mayor, quien se vio obligado marcharse a otro país para continuar sus estudios de medicina, hecho este que se materializó el mes de febrero de 1953 cuando viajó a Ecuador en barco con su cónyuge y su primogenita.
A pesar de la conflictividad política existente en el país, las huelgas, el paro de transporte y cierre de escuelas públicas, pude culminar con éxito el año académico. La experiencia de haber perdido un año de estudios por el cierre del liceo Fermín Toro me dejó una triste experiencia y mucho temor a que se repitiera, motivo por el cual hice todo lo posible y puse el mejor empeño para aprobar mi primer año de educación media.
En vista que la inestabilidad en el país persistía, el gobierno decretó un toque de queda a nivel nacional. Los cuerpos de seguridad se mantuvieron constantemente en las calles dispuestos a disolver por la fuerza cualquier manifestación que se produjera. Los grupos de dos o más personas en las calles estaban prohibidas, igualmente, la permanencia en la calle de cualquier persona después de las seis de la tarde. Era tal la represión existente en el país, que la mayor parte de mis vacaciones las pasé dentro del hogar.
Durante ese año la relación con Mayra se limitó a encuentros ocasionales en la calle, nos saludábamos como dos viejos amigos como si nunca hubiese pasado algo entre los dos. Mi actitud hacia ella había cambiado, el trato era algo frío y distante como temiendo se abriera la herida y sentir dolor. No sentía rencor ni manifestaba hostilidad, pero sentía una gran decepción y un vacío interior. Creo que aquel acontecimiento inesperado me impactó emocionalmente y dejó en mi un estado de confusión sin saber que hacer o como actuar. Los libros y el interés por los estudios fue mi refugio.
Mi comportamiento en el hogar era taciturno, pasaba horas sentado ojeando algunas páginas de libros y revisando los apuntes de las clases. Los amigos me buscaban para jugar al béisbol pero, yo no me sentía motivado. A mi madre le preocupó mi actitud y lo comentó con mi padre.
Papá esperó la mejor oportunidad para conversar conmigo.
—¿Qué te sucede? —preguntó mi padre. —Te noto callado.
—Me siento vacío, —respondí
—¿Te sucedió algo? — preguntó mi padre.
Narré a mi padre todo lo sucedido con Mayra y la actitud que tomé ante los hechos. Le dije la verdad sobre el sentimiento que sentía hacia ella y el dolor que me produjo su infidelidad. Mi padre a pesar de su escasa preparación academica, le gustaba leer libros de psicología, filosofía y estaba dispuesto siempre para ayudar y comprender al prójimo.
—Hijo, lamento mucho lo sucedido con esa joven y comprendo lo que estás sintiendo pero tienes que saber que la relación de pareja no siempre es eterna, en algún momento surgen factores de una u otra parte que terminan con la relación. La ruptura es un acontecimiento doloroso y se considera una pérdida y por consiguiente genera un duelo. La persona que tiene que asumir el duelo, en este caso tú, generalmente, se obsesiona en saber que fue lo que ocurrió, donde estuvo la falla, para corregirla y recuperar de esta manera su pareja, pero no todas las veces la pareja está dispuesta a regresar. Tu estado emocional de confusión, es propio de las personas que viven un acontecimiento doloroso e inesperado que lo toma por sorpresa. Lo más importante a la hora de resolver o dar por terminado lo que está ocurriendo es ser consciente de la propia capacidad para afrontarlo y la parte de responsabilidad que tienes en la solución. El refugio en tus libros es la forma personal que has elegido para aceptar y hacer frente a las dificultades, cambiando de esta manera tu actitud y percepción sobre ti mismo y lo demás. Actuando de esta manera conseguirás que la vida pueda y debe vivirse de otra manera, de que las cosas se pueden arreglar y de que está en tus manos hacerlo, — expresó mi padre.
Las palabras de mi padre me permitieron comprender lo que estaba sintiendo y aceptar que era parte del proceso del duelo y sanación de las heridas. Era necesario vivirlo y darme el tiempo suficiente para superarlo. Que son momentos desafortunados a los cuales estamos expuestos y que queda de nuestra parte solucionarlos.
Dos años después de aquel acontecimiento doloroso, la vida continuó sin otros contratiempos y pude superar todo lo acontecido. Para ese entonces, mis padres tomaron la decisión de cambiar de domicilio en busca de mejores condiciones de vida.
Transcurría el mes de septiembre del año 1955, estaba yo en plenas vacaciones escolares cuando se realizó la mudanza familiar a la parroquia “La Pastora,” símbolo de la Caracas de los techos rojos, considerada la puerta de entrada y salida obligatoria de la capital de Venezuela. Un lugar muy agradable, de aspecto colonial con grandes avenidas, árboles frondosos, viviendas grandes y muy ventiladas.
Mi corta estancia en La Pastora fue muy agradable, estaba yo en plena adolescencia, edad de las fiestas, juegos y de las chicas. Semanalmente iba al cine y a la plaza para conversar con amigos y amigas, pero no olvidaba a Lídice donde transcurrieron los últimos años de mi infancia. Varias veces retorné a Lídice para encontrarme con mis amigos, quizás también para ver a Mayra porque en mis adentros tenía gratos recuerdos de ella, pero no me atreví acercarme a ella quizás porque guardaba resentimientos por los acontecimientos vividos. A medida que pasó el tiempo fui distanciándome de aquella barriada que guardaba tantos recuerdos de mi infancia y de aquel amor de estudiante que concluyó en forma inesperada y dejó un espacio vacío.
En la Pastora cursé el segundo año de educación media en una institución educativa privada ubicada a pocos metros de nuestra vivienda. Allí conocí a varias chicas sin involucrarme sentimentalmente con alguna. Creo que no había superado la pérdida que me afligía. Mi adolescencia cursaba entre mis estudios y las diversiones con los compañeros y compañeras de estudio. En las fiestas de carnaval visitaba diferentes lugares, entre ellas las plazas públicas donde había bailes y disfraces. Allí disfrutaba un buen rato en compañía de amigas y amigos.
En el mes de Julio de ese mismo año culminé el segundo año de educación media y como recompensa a la labor cumplida decidí tomar unas vacaciones en una finca ubicada en la población de San José de Guaribe a 330 kilómetros de la capital y propiedad del primo Francisco Rojas.
El día de la partida, tomé el bus a las cinco de la mañana de un día sábado. A las siete de la mañana, el bus hizo su primera parada en la región de los Alpes, una zona montañosa con un clima muy agradable. El sitio era muy acogedor, había muchos árboles frondosos y abundante neblina.
En los Alpes había un restaurante donde servían un desayuno exquisito. Después de aquel desayuno tan sabroso, con la barriga llena y el corazón contento, continuamos la marcha. Atravesamos las montañas de Guatopo, una zona boscosa con un clima espectacular con frío y neblina. Algunas veces nos deteníamos a descansar y refrescarnos la cara con las corrientes de agua cristalina que bajaba de la montaña.
Al salir de aquella zona selvática, el bus sonaba la bocina repetidamente avisando que nos acercábamos a pequeños poblados donde se quedaban algunos pasajeros residenciados en esa zona. Una vez que los pasajeros descendían, el bus continuaba la marcha. Dos horas y media después de iniciado nuestro viaje, la bocina se hizo escuchar de nuevo, avisando la cercanía al pueblo de Altagracia de Orituco, Allá a lo lejos se veían los imponentes morros de San Francisco de Macaíra, que hoy en día forman parte del “Parque Nacional Guatopo”
Al llegar Altagracia de Orituco, tierra donde nacieron dos de mis hermanas mayores, el bus hizo una parada en el Chala, entrada al poblado de Altagracia, encrucijada de los caminos de parada obligatoria para descansar las piernas por el largo viaje. Allí estuvimos unos quince minutos de descanso, luego continuamos el viaje rumbo a nuestro destino.
El camino a Guaribe era una hora más de viaje por una carretera polvorienta con paradas obligatorias en varios poblados como Tamanaco, Paso Real y al final San José. Después de respirar tanto polvo, cansado, hambriento y lleno de tierra por todas partes llegué a Guaribe, Al entrar al pueblo, la bocina del bus se escuchó varias veces anunciando la llegada. Muchos pasajeros descendieron en la plaza principal, otros, continuamos en el bus recorriendo las calles polvorientas de aquel pueblo. Al final nos detuvimos frente a la casa del primo, allí la bocina se hizo escuchar. Francisco, su mujer y José Francisco su hijo, me recibieron con mucho afecto, fue un encuentro familiar lleno de mucho cariño.
Eran las dos de la tarde, el calor era agobiante. El primo José me mostró la habitación donde tenía que dejar la maleta y cambiarme de ropa. La casa del primo era grande, sus paredes eran de bahareque, el techo construido con vigas de maderas de arbustos y tallo de caña amarga; una casa campestre típica de los llanos venezolanos. Después de descansar, tomé una ducha y a las cuatro de la tarde hicimos el almuerzo cena, costumbre típica de la provincia venezolana. Concluida la comida, salimos a dar un paseo por el pueblo. Como todos los pueblos de la provincia: las calles eran de tierra, sus casas hechas de bahareque pintadas con polvo blanco proveniente de la piedra caliza (cal), el techo era de tejas rojas sobre un entramado de tallos de caña. A las seis de la tarde visitamos la plaza y allí conocí a todas las chicas amigas y familia del primo José Francisco.
En la noche fuimos a visitar varias familias que conocían a mis padres, muchos de ellos eran parientes de nosotros. Como hacía tanto calor dentro de las casas, nos sentamos en la entrada de la vivienda, allí permanecíamos hasta las nueve de la noche, hora cuando apagaban la luz del pueblo.
Todos los pueblos de la provincia venezolana para ese entonces se alumbraban con plantas eléctricas que la encendían a las 6 de la tarde y la apagaban a las nueve de la noche”. Después de la nueve de la noche se iluminaban con la luz de la luna. Todas las jóvenes que conocí en el pueblo eran muy bonitas y de familia adinerada, porque la mayoría de sus padres tenían hatos de ganado en la zona, sólo muy pocas del grupo, era de condición humilde. La mayoría de estas jóvenes estudiaban en buenos colegios de la capital y pasaban sus vacaciones el terruño que las vio nacer.
Todas las mañanas, José y yo íbamos al hato de su padre, allí apreciábamos la recogida del ganado y el ordeño, luego regresábamos a casa para desayunar. En las tardes solíamos ir a la plaza donde se reunían los amigos y amigas del primo.
Una de esas tardes caminando por la plaza del pueblo conocí a una joven de ojos negros y pelo ondulado. Había cierta timidez en su rostro, quizás por su corta edad, sin embargo, me sentí atraído por su sencillez y su voz suave y dulce. Era una joven bonita. Durante el corto tiempo que estuve en Guaribe sólo pude verla en dos oportunidades más, una de ellas fue para despedirme y expresarle mis deseos de verla nuevamente en las próximas vacaciones. Al día siguiente, en horas muy tempranas de la mañana retorné a la capital.
Transcurría el mes de enero del año 1957 y acompañé a mi grupo familiar al aeropuerto de Maiquetía para despedir a mi hermano mayor Arquímedes y familia, quienes viajaban a España donde él continuaría sus estudios de medicina. Días después de aquella despedida, mis padres decidieron buscar una nueva vivienda en otro lugar más céntrico de la ciudad capital. La idea era mejorar el estatus económico y social del grupo familiar.
Después de varias semanas de búsqueda se logró conseguir una vivienda de dos plantas en la urbanización “Las Fuentes” en la parroquia el Paraíso”. El cambio fue radical. La Pastora era una parroquia de aspecto colonial y de familias de clase media, mientras que El Paraíso, era una zona privilegiada de la sociedad caraqueña, de aspecto muy moderno. Sus casas y edificios eran residenciales, amplias avenidas llenas de árboles, bellos jardines, plazas y parques muy concurridos por gente de buena posición económica y social. En el Paraíso vivía para entonces altas personalidades de la vida política y social venezolana, desde el presidente de la República «Marcos Pérez Jiménez», la mayoría de sus ministros, altos jerarcas de la vida pública y dueños de grandes empresas comerciales e industriales.
Nuestra estancia en “Las Fuentes” fue muy corta pero agradable en su comienzo. Allí hice nuevas amistades e inicié el tercer año de educación media en el liceo Caracas, ubicado en la parroquia San Juan, a pocos kilómetros de casa. El inicio de la actividad académica fue interrumpido en varias oportunidades por disturbios y huelgas contra el gobierno de turno.
Al año siguiente de nuestra estancia, el día 23 de enero de 1958, la nación se vio convulsionada por una huelga general que dio al traste con la dictadura militar que gobernaba al país para ese entonces. Como joven al fin y a escondidas de mis padres me involucré en la revuelta y junto con otros amigos nos fuimos a la mansión que fue abandonada por el dictador en su huida, la cual estaba ubicada a escasos metros de nuestra residencia. Al llegar no encontramos con mucha gente saqueando el inmueble. Sustraje varios objetos y regresé a casa con ellos, pero en la puerta de la casa me encontré con mi padre, que con voz firme me ordenó devolver todo cuanto había sustraído.
—Yo no tengo hijo ladrón, —dijo mi papá. El respeto que sentía hacia mi padre y la vergüenza que sentí por sus palabras hizo que devolviera todo cuanto había obtenido. Aquel día y los siguientes sentí tristeza y culpa porque había defraudado la confianza de mi padre
Derrotada la dictadura, una junta cívico-militar presidida por Larrazábal asumió el poder y como era obvio se iniciaron cambios en la administración pública. Mi padre que para ese momento se desempeñaba como empleado público fue removido de su cargo.
La pérdida del empleo fue acontecimiento vital que impactó a mi padre, no solo por la jubilación precoz obligatoria sino por la pérdida económica que significaba para el grupo familiar. La pérdida del puesto de trabajo generó en mi padre mucha angustia por el futuro incierto que se avecinaba. La jubilación forzada le ocasionó noches de insomnio, incertidumbre al no tener claro cómo mantener al grupo familiar con los pocos recursos de la pensión que recibía y la preocupación por todo cuanto le esperaba al grupo familiar.
Para paliar algo la tristeza que le embargaba y ocupar el tiempo libre, mi padre decidió pasar una temporada en la casa vacacional que había construido con mucho esfuerzo en San Rafael de Orituco, un pequeño pueblo de la provincia guariqueña que vio nacer.
Seis meses después, el 6 de junio de ese mismo año, mis padres y tres de mis hermanos partieron rumbo a San Rafael con la alegría de disfrutar un merecido descanso, pero aquella ilusión se vio truncada por un fatal accidente. El vehículo donde viajaban volcó tras el impacto con otro vehículo. En el accidente murieron cuatro personas, entre ellos, dos hermanos menores. Mis padres y un hermano quedaron tendidos en el pavimento con heridas de consideración. Los heridos fueron atendidos en un hospital cercano y los muertos fueron enviados a casa para su velatorio. Al día siguiente fueron enterrados en el cementerio general del sur de la ciudad de Caracas.
Al día siguiente del entierro, en hora de la madrugada mi grupo familiar se vio sorprendido por un torrencial aguacero que ocasionó el desbordamiento del río Guaire, generando inundaciones y provocando daños materiales y humanos en la ciudad capital. La planta baja de nuestra vivienda quedó bajo las aguas y gracias que había una planta alta pudimos refugiarnos en ella y salvar nuestras vidas. La vivienda quedó inhabitable, todos nuestros enseres quedaron destruidos y nos vimos obligados a buscar una nueva vivienda en una localidad cercana. Cinco días después de la tragedia familiar llegamos a nuestra nueva vivienda ubicada en la urbanización Vista Alegre. Un lugar cuyos pobladores eran de clase media alta. Allí pernoctamos el grupo familiar restante. Al cumplir un mes de estar en el nuevo hogar llegó papá y mi hermano, completamente curados de sus heridas. Mi madre permanecía hospitalizada en la clínica.
Un mes después, mi madre fue dada de alta y llegó a casa con sus heridas en vías de curación. A su llegada mi madre reflejaba mucha tristeza que se agravó cuando se enteró de la muerte de sus dos hijos “Enrique y Carmen”, noticia esta que se mantuvo en secreto hasta ese momento para evitar complicaciones de la salud de mi madre. Después de recibir la noticia mi madre sufrió una fuerte depresión que la mantuvo en cama varios meses.
Mimba, tercer amor
Durante la estancia en Vista Alegre recibí en casa la grata visita de la joven que conocí en San José de Guaribe y por la cual me sentí atraído. Por su sencillez y cara bonita la bauticé con el apodo de Mimba. Ella culminaba sus estudios de primaria y decidió estudiar secundaria en la ciudad de Caracas y casualmente se residenció en Vista Alegre a poca distancia de mi residencia, lo que permitió verla nuevamente y revivir e incrementar aquel romance de adolescente.
Todas las tardes cuando el sol se ocultaba en el horizonte yo salía de casa y daba una caminata cerca de su vivienda, algunas veces conversábamos. Fue un romance de adolescente muy grato y sano. Posteriormente ella cambió de domicilio a Sarria, una barriada al norte de la ciudad capital al pie de la montaña del Ávila. Allí convivió con sus tías hasta culminar los cinco años de estudios. Muchas fueron mis visitas a esa barriada caraqueña para ver a Mimba. Me sentía enamorado de aquella joven, fue un romance de juventud muy agradable que llenó de afecto parte de mi adolescencia.
Durante los cinco años que ella estuvo en la ciudad capital permitió que aquel primer encuentro se convirtiera en un verdadero romance de adolescente, amores de estudiante. Así transcurrió el tiempo y como toda felicidad tiene su tiempo contado, ésta no fue la excepción. Al culminar sus estudios Mimba retornó a su tierra natal para incursionar en el campo laboral. Después de su partida tuve la oportunidad de visitarla varias veces en su terruño. En una de esas tantas visitas asumí un compromiso formal con ella y su grupo familiar. Al compromiso asistió mi hermano Watson en representación de mis padres. La celebración estuvo muy animada, sin embargo, percibí poca alegría en ella durante aquel momento. Quizás influyó su corta edad o no estaba clara de sus sentimientos hacia mí, o tal vez la premura de aquel compromiso; fueron las interrogantes del momento.
A pesar de la incertidumbre que sentí ese día no dejé de disfrutar el momento. Una vez concluido la celebración retorné a la capital para continuar mis estudios de medicina. Los fines de semana sentía la necesidad de ver a la joven bonita ya que había creado el hábito de verla sábados o domingos cuando ella vivía en Sarria. El vacío de su ausencia lo llenaba con las letras que le escribía para mantener el contacto con ella, pero ninguna de mis cartas fue respondida. Su silencio fue incrementado mi incertidumbre. Así transcurrió el tiempo, sin escuchar su voz ni mirar su rostro, solo la palabra escrita que le enviaba frecuentemente sin respuesta alguna. Así pasaron los días y los meses, hasta que una voz llegó a mis oídos comunicándome que otra brisa acariciaba su rostro y disipaba mi imagen.
Cuando recibí la noticia, mi familia estaba de mudanza a la población de Coche, una barriada ubicada en la periferia de la capital cuya población era de clase obrera, mi padre estaba enfermo y hubo que trasladarlo al hospital militar, circunstancias estas que me impidieron viajar a Guaribe para buscar la veracidad de la información.
Recuperada la salud de mi padre y establecidos en nuestro nuevo hogar, decidí viajar a Guaribe para verificar personalmente los hechos. Sólo minutos tardé en comprobar la veracidad de la información recibida. El actor que cambió el rumbo de aquella relación hizo su presencia en ese momento, entonces, ese mismo día terminó lo que pudo haber sido y no fue. Sin despedirme abandoné San José de Guaribe y viajé en bus durante una hora hasta llegar a mi pueblo natal San Rafael de Orituco, Allí me tendí en una hamaca y escuché la canción “Por un adiós” de Juan Vicente Torrealba, La letra de esa canción reflejaba el sentimiento que en ese momento yo sentía, porque toda despedida deja un vacío, deja soledad según sea la intensidad del vínculo afectivo que lo ata. Pero fuese cual fuese la causa de aquella triste despedida tuve que aceptarla con resignación.
Zuly, mi cuarto amor
Antes de retornar a mi hogar, asistí a una fiesta que había organizado un grupo de amigos y familiares quienes amablemente me invitaron. Allí conocí una joven estudiante con quien compartí gratos momentos que alivió mi pena. Durante ese encuentro hubo palabras de afecto que logró allanar el vacío que sentía. Aquel momento se hizo largo y dio paso a una relación afectiva, surgieron sentimientos que nos mantuvo unidos durante unos años, pero sentí que aún estaba atado a un pasado que no había concluido, un ciclo que aún no había cerrado. Sentí que estaba haciendo daño, que jugaba con sus sentimientos, que no fui leal ni sincero con ella, entonces decidí romper aquella novel relación. Para ella fue una dolorosa sorpresa mi abrupta decisión, nunca entendió el por qué, no logró descifrar que sucedió dentro de mí, ni yo mismo lo entendí. Sé que sufrió mucho pero no podía continuar haciéndole daño. Allí comprendí que debía elaborar mi duelo y sanar las heridas antes de iniciar una nueva relación.
Zuly, un día llegué a tu vida, pero ese día estaba herido. Abriste tu corazón para calmar el dolor que llevaba dentro e intentaste con amor y comprensión curar mi herida, pero a pesar de tu ternura y tus esfuerzos, no pudiste extraer la espina que llevaba incrustada en mis adentros.
Quizás algún día comprendas porque renuncié a ti, o tal vez entiendas el pesar que me embargaba en ese momento. No justifico mi acción ni imploro tu perdón, solo te pido un poco de compresión. Sé que te quería y deseaba estar contigo, porque tu dulzura fue el calmante que alivio el dolor y la ira que me estaba consumiendo. Estaba herido y las heridas duelen, sobre todo aquellas que lastiman los sentimientos. Sé que hice mal al alejarme de ti sin causa alguna, pero quería estar solo conmigo y con mis pensamientos para buscar una explicación al sufrimiento y extraer la espina de mis adentros. El día del acto de grado, cuando recibí el título de médico llegaste tu, a felicitarme, pero alguien ocupaba tu lugar, percibí mucha tristeza en tu rostro y yo sentí pena por haberte herido. Quizás nunca leas estas letras que estoy escribiendo, pero sin algún día te las lleva el viento quiero que sepas, que guardo un grato recuerdo de ti y siento mucho dolor haber renunciado a tus sentimientos.
La vida no termina aquí.
Durante nuestra estadía en Coche la enfermedad de mi padre se agravó, fue hospitalizado y sometido a cirugía, falleciendo tres días después del acto quirúrgico. El trauma de la pérdida laboral, la jubilación precoz, el tiempo libre sin hacer nada, el sentimiento de inutilidad que pudo haber sentido y la muerte traumática de dos hijos; fueron acontecimientos vitales estresantes que abonaron el terreno para cultivar la enfermedad que lo llevó a la tumba el 26 de septiembre de 1962.
La muerte de mi padre ocasionó una gran consternación familiar. El dolor y la tristeza por su partida dejo un vacío muy grande en el corazón de todos nosotros. Su desaparición física significó la pérdida de un buen padre, un gran amigo y un luchador incansable por el bienestar familiar. Papá significó para mí, un modelo de vida, un ejemplo de lucha, de responsabilidad y constancia; valores que lo llevaron a obtener logros muy grandes para su escasa preparación académica. Mi padre era el ídolo que yo más admiraba.
Después de su muerte, su imagen persistió en mis pensamientos como mi guía y apoyo en los momentos de dificultades. Muchas veces lo recordé e invoqué su ayuda ante los momentos de crisis. Muy pocas lágrimas derramé en su tumba, pero muchas cuando escribía estas letras, pero no fueron suficientes para calmar mi dolor y restituir su pérdida.
Después de la muerte de papá, dos miembros del grupo familiar hicieron hogar aparte y tomaron diferentes rumbos. La ausencia de mi padre y de los dos hermanos redujo considerablemente los ingresos económicos familiares, motivo por el cual nos vimos obligados a continuar la migración hacia otros lugares de la capital. En esta oportunidad, buscamos refugio en el hogar de Lilia, la hermana mayor que vivía en el edificio Madariaga, parroquia El Paraíso, en la misma zona donde habíamos vivido en años anteriores.
Ya en la edad adulta cuando logré cierta estabilidad psíquica, emocional y obtuve el logro soñado de culminar mis estudios de medicina en la Universidad Central de Venezuela, recibí el título de “médico-cirujano” el 9 de agosto de 1968, que me permitió adquirir la independencia personal y la capacidad óptima para asumir responsabilidades propias, familiares y sociales.
Ese mismo mes obtuve una beca para realizar estudios de postgrado de ginecología y obstetricia en la Maternidad Concepción Palacios de Caracas. Y el 10 de octubre de ese mismo año decidí formar mi propio hogar con una joven amiga de la familia y dos años después, el 6 de diciembre de 1970 nació mi primogénita Sheila.
Durante cinco años estuve trabajando en la Maternidad Concepción Palacios, donde culminé dos años de postgrado y tres años como especialista en esa institución.
El reencuentro con Mayra
Una mañana, estando de guardia en el servicio de emergencia recibí una paciente, que para mi mayor sorpresa se trataba de Nelly, la hermana de Mayra, la joven que una vez cautivó mi corazón. Nelly a sus 30 años cursaba con un embarazo a término en proceso de parto. La ingresé a sala de parto y a las pocas horas parió una niña muy saludable. Después del parto, Nelly y yo charlamos gratamente y recordábamos viejos tiempos. Me habló de Mayra y me comentaba que ella estaba casada y tenía dos hijos. Dos días después Nelly fue dada de alta y desde ese momento no tuve más noticias de ella.
Dos semanas después que Nelly fuese dada de alta, la secretaria del servicio de obstetricia me comunicó que una joven solicitaba hablar conmigo personalmente con relación a un familiar que yo había atendido. La hice pasar al recibidor y la saludé con mucho afecto. Pensé que era alguna paciente que necesitaba consulta médica. Sin esperar un momento, la joven dijo.
—Hola Ramón, soy la chica de las clinejas, —expresó Mayra.
Al principio no la reconocí, busqué en mi memoria la imagen de aquella joven que conocí un día. A los pocos minutos de observar su rostro fui notando ciertos rasgos que me hicieron recordar alegres momentos de mi juventud. Sin salir de mi asombro, exclamé con un gesto de sorpresa.
—¡Hola Mayra! —Gusto verte después de tantos años, —respondí. —No te hubiese conocido si no me hubieses dicho tu nombre, pero ahora que te veo detenidamente todavía guardas mucho de los rasgos de aquella chica de once años que conocí en Lídice.
Veinte años después tenía frente a mí, a la chica de las clinejas. Aquella joven que había despertado en mí un sentimiento desconocido para ese entonces. Allí frente a mi estaba Mayra, a sus 31 años, los mismos ojos verdes, su pelo entrenzado en dos bellas clinejas y la bella sonrisa que me cautivó para aquel entonces.
—Me agrada verte de nuevo después de tantos años de ausencia, —comenté.
— ¿Que ha sido de tu vida? —pregunté.
—Actualmente estoy felizmente casada y tengo dos hijos, me gradué de bachiller y posteriormente me dediqué a los oficios del hogar. Vine a verte porque mi hermana habló muy bien de ti y de la atención que le brindaste durante el parto. Te agradezco mucho la atención y me agrada mucho verte de nuevo después de tantos años, —respondió Mayra
—Tú has cambiado mucho Ramón, —dijo Mayra.—Ya no eres el muchacho delgado y alborotado que conocí. Te veo muy reposado y hasta canas te han salido, sonrió alegremente. Te ves muy bien, — expresó Mayra
—¿Qué me cuentas de tu vida? — preguntó Mayra.
—Actualmente soy médico especialista y trabajo en esta institución, me casé y tengo una hermosa niña, —respondí.
—Aprendiste a bailar? —preguntó Mayra riéndose
—Claro que sí, después de aquel pisotón y la expresión de enfado que tenías no me quedó otra alternativa que aprender a llevar el compás para no repetir aquella experiencia tan desagradable para ambos. Para ti, por el dolor que te ocasioné y para mí, por el rechazo que sentí, — respondí.
Después de aquel reencuentro tan agradable y de la charla tan amena que sostuvimos, la despedida fue muy amigable y afectuosa sin dejar abiertos futuros encuentros o posibles contactos.
Quizás ese reencuentro fue necesario y saludable para ambos porque cerramos un ciclo en nuestras vidas que había quedando en suspenso por años tras haber sido interrumpido abruptamente y sin explicación alguna. La separación inesperada de un lazo afectivo, a veces, causa dolor o nostalgia que, consciente o inconscientemente puede ser un obstáculo para avanzar. La ruptura de un vínculo afectivo es un acontecimiento vital estresante que puede o no dejar secuelas en las personas que lo viven y cuyas reacciones posteriores dependerá de las características individuales de la personalidad y antecedentes de hechos similares en su infancia. Todo vinculo afectivo que se crea y luego se rompe, es una pérdida y por tal motivo es necesario elaborar el duelo, sientas o no dolor.
Cerrar determinados capítulos de nuestra vida no es fácil. A menudo requiere tiempo y nos vemos obligados a pasar por una etapa de duelo en la que podemos experimentar muchas emociones: ira, miedo, tristeza o nostalgia. Todas esas sensaciones son completamente normales y forman parte de la elaboración del duelo por la pérdida sufrida. Lo importante es no quedarse estancados en ninguna, experimentarlas en su debido momento y después reflexionar, ya que los vínculos afectivos son procesos en la vida de las personas y no siempre son eternos como uno cree, sino que tienen su principio y su final.
Todo proceso que llega a su fin es necesario cerrarlo y dejar abiertas las puertas para que se inicie un nuevo ciclo que nos brinde nuevas experiencias y nos permita crecer. Quedarse llorando la pérdida o vivir de la nostalgia es estancarse en el tiempo viviendo de realidades que no existen sino en nuestra mente enferma. Vivir de la nostalgia es vivir de recuerdos de una vida pasada que nos dejó cierta sensación de añoranza y dolor en vista de un ayer que tal vez concentró mucha felicidad, un bienestar del que carecemos en el presente.
Cincuenta años después, al ingresar a un medio de redes sociales, observé una foto cuya escritura llevaba el nombre de aquella joven que conocí en San José de Guaribe y a quien apodé Mimba. Al momento no la reconocí, porque había pasado muchos años y su imagen había cambiado, pero no fue impedimento para saludarla y ofrecerle mi amistad. Su respuesta fue afirmativa, un gesto de madurez de su parte, que significa que no hubo resentimientos, porque fue una relación de adolescente, un amor de verano que culminó y cerró un ciclo en nuestras vidas.
Epílogo
Nella, Mayra, Mimba y Zuly: fueron amores de juventud, amores de estudiante que dejaron gratas huellas en mi corazón. Fue la escuela del amor a la cual asistí en esa fase tan inestable de la evolución y desarrollo del ser humano. Durante el corto tiempo que disfruté aquellos gratos momentos y la manera como se esfumó aquel aroma de primavera dejó huellas que cambiaron mi manera de ver la vida y de afrontar desde temprana edad los tropiezos que en ese ámbito se produjeron.
Comprendí que los sentimientos hacia los demás pueden cambiar en un momento determinado y que las causas que lo ocasionan son imprevistas. Dependerá de nuestra estabilidad emocional la forma funcional o disfuncional como afrontamos la experiencia vivida. «No son los conflictos la causa de nuestros males, sino como lo vivimos y los sentimos»
Aquel amor de estudiante dejó gratos recuerdos en mi vida, fue una pasión juvenil, una persona con quien compartir momentos de alegrías y tristezas, de soñar despierto y ver realidades en el horizonte. Fue un romance responsable, sano, sincero y sin malicias; como fue la formación que mis padres me enseñaron. Su culminación repentina no dejó heridas ni de un lado ni en el otro, y si las hubo, cicatrizaron sanamente.
Fue una relación sana entre jóvenes que los unía un sentimiento mutuo de apego, sin otro propósito que el de compartir momentos agradables y llenar espacios que hasta ese momento permanecían vacíos. No hubo malicia ni insanos objetivos porque en nuestro pensamiento juvenil de la época no tenía cabida tales intereses. La experiencia vivida no dejó resentimientos ni traumas que lamentar, sólo, bellos recuerdos y agradecimientos por ayudarme a crecer como persona.
Escribir esta historia me permitió remontarme a un ayer que estuvo lleno de gratos momentos, vivencia de mi juventud, no solo relacionado con la novel experiencia romántica que tuve, sino también la abrupta ruptura de aquel vínculo afectivo que sostuve en aquel entonces. No creo que la ruptura de aquel ayer haya significado un acontecimiento traumático en mi vida, pero si dejo un sabor amargo, un desconcierto o quizás una decepción. Mi reacción posterior ante este hecho fue de dolor e ira al momento de producirse los hechos, sin embargo, no dejó resentimiento, hostilidad ni venganza; solo hubo indiferencia, alejamiento, como mecanismo de evadir el dolor.
Pasaron años y jamás intenté revivir aquellos momentos ni buscar reconciliación. No hubo momentos de nostalgia sobre lo ya vivido. Quizás mi edad para ese entonces, mi formación familiar o bien mi manera innata de afrontar dificultades, me permitió elaborar el duelo y superar las dificultades del momento.
Tuve como modelo a mis padres quienes se levantaron en las dificultades de la época y nunca se doblegaron ante el infortunio, por el contrario, fueron luchadores incansables que nos enseñaron con su ejemplo, que los conflictos no son causa de nuestros males, sino como los vivimos y los sentimos. Que la vida te plantea el problema y tú la solución.
Aquella vivencia de juventud, me permitió de una manera u otra, reflexionar sobre lo sucedido y concluir que la vida no termina allí, que los vínculos afectivos no son eternos y que es necesario cerrar ciclos en nuestra vida y continuar la marcha. Es preciso saber cuándo se acaba una etapa de la vida, porque quedarse anclado en el pasado es correr tras el viento, perder la alegría y el sentido de la vida.
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