Se sentía un suave aroma a limón y el golpe de cáscaras de huevo, ya sabíamos que la abuela Julia preparaba sus simétricas yemas de Avila. Nos anunciaba la visita de nuestras primas. Confitera llevada a la ruina por el amor hacia mi abuelo vividor, tano y conde según él contaba y demostraba con un bastón de noble, nobleza de caros berretines y el arte en embaucar. El cetro con incrustaciones de piedras preciosas terminó en una casa de empeño y se canjeó por salamines, garbanzos, galletas y duraznos. Nunca se pudo recuperar…ni falta que hacía.
La abuela asida de un crucifijo, como si tratara de espantar al demonio, rezaba hincada pidiendo perdón por tal sacrilegio.
El abuelo vividor ya había fallecido, si no obviamente ese canje tan necesario hubiera sido un imposible. Aunque el hambre hiciera ruido la nobleza estaba primero.
Dejó a la abuela con 2 pequeñas niñas y 3 que ya traía de un matrimonio anterior. Además del drama económico fue lo único que dejó. No podía bajar ni el bigote estilo Dalí ni su estatus así que dijo antes muerto que sencillo.
Las yemas esmeradamente envueltas en papel celofán era lo único que la abuela podía regalar a sus nietas y como parece que eso de la nobleza se hereda decidieron que no estábamos a la altura de semejante alcurnia. Vergonzoso y temerosamente contagioso para alguno de mis tíos eso de ser pobre.
Eso si la abuela Julia y sus hermanos les dieron buena vida y educación a esos 3 tíos que venían en el paquete con el conde drácula, pero hay que entender que eran tan nobles como su padre y eso de juntarse con los plebeyos no corría por su sangre y obsequiar amor y yemas que era todo lo que se tenía nos mandó al ostracismo, al triste olvido y la cruel ingratitud
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