El puñetazo en la mandíbula retumbó en la cabeza de la pequeña Marisol, que se deslizó un par de metros sobre el suelo hasta detenerse contra la pared. La agresora se acercó y la tomó por el cabello levantándola con energía.

-¡Un maldito plato de comida caliente! ¿Acaso es mucho pedir? Le gritó en el oído. -¡No, que va, es más sabroso pasarse el día jugando en el patio! ¡En esta mierda no importa que yo venga cansada de trabajar todo el día, tengo que llegar a atender a su majestad que fue incapaz de freír un par de huevos y cortar un par de rebanadas de pan para su mamá!

La rabia fluía a borbotones desde sus pupilas, penetrando en la piel blanca y brillante de Marisol, que parecía no mirar hacia ningún lado, con los ojos perdidos en el infinito, sin inmutarse ante los chispazos de saliva entremezclados con groserías que Hilda le gritaba de cerquita.

A varias cuadras de allí y ajeno a lo que sucedía, el padre de la niña conducía a casa. Había sido un día difícil en el taller, abundante en problemas y escaso en dinero, que inició con la visita del inspector de tributos y culminaba con un tráfico terrible en la Av. Perimetral. El calor dentro del automóvil combinaba perfectamente con su mal humor. No veía la hora de llegar a casa, comer algo, tomarse un whisky y dejarse absorber por el televisor que le esperaba justo al final de esa cola interminable de vehículos y smog.


Hilda, mientras tanto, siguió desatando su rabia acumulada sobre la indefensa Marisol. Le pateó los juguetes de la casa de muñecas que salieron esparcidos por todo el cuarto. Luego la tomó desde la nuca, enredando sus cabellos entre los dedos para poder halarlos con fuerza.

– Esto es lo que vas a hacer, vas a recoger todo este desastre, vas a limpiar tu cuarto y te vas a acostar sin cenar. Ya que no tuviste tiempo de cocinar algo, supongo que no tienes hambre 

Le pareció oir que la pequeña susurraba algo.

-¡Cállate, no quiero oir ni siquiera tu respiración, estoy harta de que pienses que soy la mala de la película! Todo esto es tu culpa, la única ayuda que pido es llegar a una casa limpia, donde se cocine la comida que yo compro con sacrificio, ¡Ya cállate!.

La rabia la cegó, impulsó a la pequeña contra la pared con todas sus fuerzas. Literalmente voló por el aire y se estrelló contra el cemento. Algo sonó, un craquear le hizo deducir que Marisol se había roto en alguna parte. Tomó conciencia de su acción y fue a levantarla, el brazo le colgaba sostenido solamente por la manga del vestidito de flores.
 

En ese momento escucho el ruido del motor, seguido por el sonido de los cauchos pisando las piedras de la entrada. Sintió un miedo enorme, doloroso, ese que nace en la boca del estómago y congela las articulaciones. Arrastró torpemente las ollitas y los platos de la casa de muñecas para esconderlas debajo de la cama. Tomó a la pequeña y se la llevó del cuarto, tapándole la boca como si pudiera decir algo. Escuchó la puerta del vehículo cuando se cerraba. Pasó frente a la cocina y se dio cuenta de que, distraída por el incidente, dejo correr el tiempo y no había preparado nada para cenar. 

Papá había llegado, lo escuchó quejarse porque no había prendido las luces de la entrada. Escuchó el sonido de la llave adentrándose en la cerradura, dio un vistazo a la casa desordenada e infirió lo que le esperaba.

Corriendo, se escondió en el gabinete del lavadero, el corazón le latía en la garganta y la frente le dolía de la presión.

Abrazó con fuerza su muñeca, las manos le temblaban mientras trataba de colocarle nuevamente el bracito de plástico en el torso y la mente intentaba inútilmente concentrarse en inventar una excusa convincente que le salvara el pellejo.

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