Abuela era muy cuidadosa con preservar los recuerdo familiares, de esta forma en casa, habían muchas pertenecía de mis antepasados, incluso algunos objetos de mucho valor, como el collar de zafiro de su madre, un piano que según ella contaba había sido de un tátara, tátara, tátara, y si dijera todos los tátaras correspondientes a su lejanía histórica en el tiempo, terminaría tarareando los muchos tátaras, como un ritmo continuo y repetitivo. Abuela poseía además un baúl repleto de fotos antiguas, en su mayoría en blanco y negro, lo que a mi percepción parecía dividir la humanidad en dos épocas, antes del color y después del color, para mi joven juicio, la humanidad en su principio había sido monocromática, y había ido, poco a poco, sumando tonos, paralelamente a los avances tecnológicos, evolucionando hacia el color hasta constituir la amplia gama que se ostentaba en mi época de nacido. En una ocasión me fue mostrando una a una, cada foto del baúl, desde las más próximas a mi generación, hasta las más distantes en el tiempo y al ver que no concluían le pregunté que cuanto faltaba, para llegar a las de Adán y Eva.
Entre los objetos más valiosos que poseiamos, se hallaba la porcelana de Sevres que debe su nombre al lugar donde fue fabricada.
Ocasionalmente en casa, después de la cena, dejábamos en el fregadero toda la loza sucia, incluso mama, desatendía esta labor aludiendo a que estaba muy cansada, por esta razón abuela en una ocasión se enojó tanto, que rompió de agolpe toda la bajilla que había, excepto la porcelana de Sevres. Al día siguiente, después de que la abuela hubo hecho el almuerzo, todos esperábamos que se sirviera el mismo, en dichas vasijas.
La hermosa loza de la abuela, con su color rosa pompadour y sus ramilletes floridos con colores luminosos y de matiz claro, nunca había sido estrenada en casa, pues según nos decía mamá suponía una fortuna y no valía el riesgo de descompletar una de sus piezas. Además de ser una reliquia familiar, suponía más que fortuna, tradición, ya que no eran objetos vacíos, sino albergaban en sí, una historia lejana en el tiempo.
La porcelana databa de finales del siglo XVIII, debido a la turbulencia de la naciente revolución francesa y al fulminante golpe de estado de Napoleón Bonaparte, durante un periodo de poco más de una década, transitó por varios hogares de la alta burguesía durante un interludio de paz, hasta que fuera hurtado y trasladado desde Francia hacia gran Bretaña en el año 1803 y de allí años más tardes a Rusia, país que se alió a las fuerzas británicas en la antifrancesa Tercera Coalición.
Ya en Rusia, formo parte de la dinastía de los Romanov, hasta su final, luego del asesinato de Nicolás II y su familia, por manos de los bolcheviques. Había sido adquirida a precio ínfimo de robo, saqueada de un palacio en San Petersburgo.
Según decía papa las revoluciones por lo general, devalúan mucho las obras de arte, dado que por salvaguardar la vida todo se pierde o todo se deja atrás, y a los casa fortunas, a los aprovechados, a los disfrazados de buenas intenciones les encantan las revoluciones para ir barriendo todo el patrimonio que los ricos van dejando atrás, pero estas clases sociales, se adueñan de tales riquezas y no teniendo conciencia de su valor las disipan. Muchas piezas terminan siendo vendidas a precios ínfimos e incluso por el desconocimiento de su valía, acaban ocultas entre escombro o totalmente destruidas.
Pero la porcelana de la abuela había corrido con mayor suerte, ya que fue adquirida por mi bisabuelo en una subasta, donde no teniendo que pagar por ella ni lo que suponía el costo de una vulgar losa, vino albergarse en mi humilde morada, luego de una larga trayectoria, en tiempo y distancia.
Todos estábamos listos para la cena, el aroma delataba los suculentos majares que abuela había aliñado y cocido con riguroso esmero. Las hermosas vasijas detenidas en el tiempo, que mantenían su belleza intacta, tal cual fueron sacadas de su horno en sus años mozos, brillaban más que nunca a mi vista.
Abuela grito desde la cocina:
Siéntense en la mesa, voy a servir la cena- nos indicó abuela mientras traía de la cocina un cardero de paella gallega y el cucharón con el que comúnmente se servía el arroz en casa
Entonces mama al verle y con la intención de ayudarle, se apresuró a sacar la vajilla de la lacena y abuela replicándole le dijo:
Qué haces, como crees que voy a premiar vuestra desobediencia, sirviendo la comida en nuestros mejores recipientes. Hoy comerán en vasijas aún más antiguas que estas, en la primeras vasijas que usaron los hombres, las manos, a ver si no son capase de fregar estas tampoco
Todos quedamos en silencio en la mesa y abuela fue sirviéndonos a cada uno en nuestras manos, menos a papá, que salió con prisa a comprar nueva bajilla. Pero lo cierto es que desde aquel día, jamás volvimos a dejar los platos sin fregar.
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