Todo comenzó muy temprano en la mañana, una imagen tuya me calentó el cuerpo como una taza de café recién servido. Mientras me arropaba en tu sonrisa, mientras hurgaba y hurgaba sin poder encontrar esos cinco kilos que según dices, están estorbando, un reflejo travieso jugaba a mostrarse y esconderse entre el cabello que caía por tu cuello. Me colgué desde tu labio, bajé apresurado agarrándome desde tus mejillas y me asomé sigiloso para sorprenderlo. Allí estaba, un lunar travieso y coqueto que se reía al verme curioso, embobado y hasta un poco envidioso de él, que tiene el privilegio de viajar todo el día alojado en ese lugar de tu cuello donde quiero sembrarte un jardín de besos. Me senté justo a su lado y se dejó acariciar, me colgué desde tus cabellos para poder tenerlo más a mano y entonces pude ver, como quien descubre un paraíso desconocido, un hermoso sembradío de lunares y pecas floreciendo en tu pecho. Algunos a la vista, otros escondidos tras los colores de tu ropa.
Yo creía saber de constelaciones… Orión, Casiopea, la Osa mayor, Cochero. Pasaba horas mirando al cielo memorizando sus formas y jugando a orientarme con ellas como un marinero perdido en medio de la noche buscando llegar a puerto seguro.
Pero esta mañana me encontré con un cielo distinto, con brillos y formas que después de tantos años, se encuentran conmigo como en otra primera vez, un mar de constelaciones derramado sobre tu piel. Y quise lanzar un velero, un botecito, al menos una tabla. Subirme a ella y navegarte para seguir descubriéndote. Izar las velas y surcar tu espalda, surfear la curvatura de tu seno entre sobresaltos que desaten la mayor de las tormentas. Guiarme por su brillo y enrumbarme rumbo al sur para aprenderme de memoria tus mareas y tambièn tu calma. Dejarme caer, sumergirme, incluso ahogarme hasta donde terminan tus profundidades para beberte y embriagarme de ti.
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