Alguien me dijo una vez que en el mundo existían dos clases de personas, áquellas que tomaban las escaleras mecánicas y las que, por el contrario, decidían ascender las escaleras subiéndolas peldaño a peldaño. La cima alcanzada es lógicamente la misma, independientemente del trayecto que elijamos, sin embargo, el proceso es lo suficientemente distinto como para poner en evidencia el rumbo que se intuye en nuestras vidas. La subida sin esfuerzo es líviana, carente de aparentes obstáculos e inevitablemente nos sume en un estado de semi-letargo que deja nuestros sentidos en una pausa leve, como si al tiempo que nos hallaramos en nuestro cómodo ascenso las emociones permanecieran paralizadas y no fueramos capaces de experimentar más que la suave inercia de los peldaños que nos transportan. Este ascenso, apacigua en cierto sentido nuestra alma, dándonos la apariencia de que todo está bajo control y que nosotros únicamente hemos de ocuparnos de dejarnos llevar por la corriente. No obstante, hemos de evitar cualquier clase de inconveniencia, teniendo para ello cuidado de alzar los pies antes de posarnos sobre nuestra meta. Dejarnos llevar pareciera quizás la más valiente de las opciones, ya que, en cierta medida, no dejaríamos de quedar sujetos al designio de un ente córporeo que nos transporta y que puede llegar a acarrearnos alguna que otra desavenencia. Podemos quedar atascados en mitad de nuestro ascenso o quizás que el cordón de nuestros zapatos quede atrapado entre los afilados dientes metálicos de esta artificial escalinata. Podríamos quedar literalmente atorados, siendo obligados así a redirigir nuestro rumbo y tener que decidir, si preferimos esperar a que acuda un técnico que venga en nuestro auxilio y accione de nuevo la mecánica que nos pondrá en movimiento o bien, armarnos de un cierto valor y optar por imitar a áquellos que en el camino paralelo al nuestro se desplazan paso a paso, fluyendo con el ritmo de las pisadas, sintiendo el movimiento de sus cuerpos.
La más esencial y evidente diferencia entre ambas escaleras es que en ésta, la de toda la vida, no solo existe una meta a la que dirigirnos. Podemos ascender, pero también descender, desplazarnos en zig-zag o incluso chocarnos contra algún transeúnte un tanto despistado. Los sentidos han de estar aquí en alerta. Ellos son los que nos van a guiar hacía el lugar al que anhelamos llegar. Así, si tenemos un tropiezo, habremos de ser nosotros los que deberemos volvernos a alzar. Tal vez, alguna mano amiga se prestaría a darnos impulso y ayudarnos a elevar las piernas, pero fuera éste o no el caso, lo que ha de quedarnos claro es que aquí, en esta subida de peldaños estáticos, es dónde la inmovilidad de la superficie nos confiere el espacio adecuado para fluir, sin un rumbo determinado, sin un tiempo prefijado. La emoción está aquí presente, en el pequeño tropiezo entre escalón y escalón, en la pausa para recuperar el aliento y también en los distintos ritmos de subida y bajada de los viandantes: los frenéticos y acelerados, los suaves y armoniosos, los arrogantes y soberbios, los lentos y amildonados y mis preferidos, los firmes y decididos.
Yo siempre fuí de las de pasos lentos, no tanto amildonados, pero tal vez sí titubeantes. Recuerdo que una vez, en el colegio, alguien me empujó escaleras abajo provocándome magulladuras por todo el cuerpo. En otra ocasión, algo más mayorcita, me hice un esguince en el tobillo por calcular mal la distancia al intentar saltar los escalones de dos a dos. Estos traumas, aunque suenen a chiquilladas, los tengo siempre presentes en mi pensamiento. Prueba de ello es que, al comparar con el resto mi capacidad para subir y bajar escaleras, me dí cuenta de que ésta no era tan rápida y hábil como en la mayoría de la gente. Esto es así hasta el punto de que, casi de forma inconsciente, tiendo a buscar algún punto de apoyo en que sentirme más estable y poder dar las pisadas más firmes, con más decisión. Con todo, sigo prefiriendo los trayectos de a pie, áquellos en los que el riesgo y la incertidumbre no restan emociones al camino, pues ya sea éste de subida o de bajada, mis pies son siempre aquí los que deciden.
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