Me duele la cabeza: cuando la idea de negarme el derecho a existir se vuelve cada vez más factible dentro de mi mente; señora depresión siempre tan puntual e imprudente.
Me duelen los ojos; al ver como otro amanecer nace en el cielo, a sabiendas que nuestras noches están completamente muertas.
Me duelen los labios: Por las veces que callé lo que a gritos quería salir de mí, volviéndome una onomatopeya que solo yo puedo comprender, o al menos en la mayoría de las veces, pero en mi mundo todo es mejor.
Me duelen los oídos: por cada voz repleta de falsedad que me permití escuchar, ahora entiendo que las palabras duelen más cuando son verdades, y es por eso que todos me mienten, supongo que intentan protegerme.
Me duele la mano: cada que escribo letras consciente de que jamás serán leídas por nadie más que no sea yo, porque no es más que otro texto de odio diluido en un valde de agua helada, y no trasmite nada razonable.
Me duelen las piernas: por las ocasiones que me arrodille ante alguien que ni siquiera se con certeza si existe, invirtiendo en él lo poco que me queda de fe con la esperanza de ser salvado de esta perdición.
Me duelen los pies: cuando intento mantenerme con postura frente a la inmensa tempestad que me atormenta, pero no puedo, mi yo inquebrantable se quebró hace meses y de aquel gran roble hoy no quedan ni las raíces. Lo único que puedo hacer es seguir retrasando lo inevitable.
Me duele en estos 20 diciembres.
Me duele la vida.
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