Reconozco que el tiempo, implacable en su avance, siempre me hizo sufrir de una inimaginada sensación de vértigo. Pero hoy, aquí sentada mirando el reloj, este tic tac me parte el cerebro creando una perversa ansiedad.
Siento que hace horas estamos esperando, cuando en realidad son 56 minutos escasos.
El estático banco de madera se clava en mi nalga. La espalda, contra la pared fría crea al cabo de un rato, un dolor agudo en mi columna vertebral, lo cual me provoca moverme de posición continuamente.
Éste desnudo y sórdido pasillo, enfrentando banco contra banco me recuerda los rieles del subte en un túnel. Y otra vez mis ojos se paran en ese inmenso reloj que marca los segundos con un feroz sonido a hueco.
Puedo imaginar las cucarachas saliendo de algún hueco del zócalo y correr entre mis zapatos. De tan solo imaginarlo, la repulsión me hace levantar los pies del suelo, haciendo crujir la madera del banco.
-Ya quédate quieta niña, que me pones más nerviosa de lo que estoy- me reta Elsa, mi hermana mayor.
El día se apaga, lo puedo ver por la ventana de vidrio blanco esmerilado con bordes de metal. Y ese olor a hospital, a medicina, a desasosiego…
Descubrí este olor el día que acompañé a papá y a Elsa, a éste mismo hospital, seis meses atrás. Era otro pabellón, otro piso, pero el mismo olor desgraciado.
Aquella mañana de lunes esperé afuera, mientras ellos entraban al consultorio del doctor. Después de leer tres revistas de caricaturas, salieron los dos con caras tristes.
Los ojos de Elsa estaban húmedos y enrojecidos. Me tomaron de la mano y no pronunciaron palabra por el resto del día.
El martes, Elsa, me explicó brevemente que papá estaba enfermo y que ya no iría a trabajar. Que le tendríamos que cuidar mucho mientras se hacía un tratamiento difícil pero que lo ayudaría a curarse.
Escuché la palabra quimioterapia y radiación por primera vez. Yo no sabía que era, pero no estaba segura de que eso fuera lo mejor para él.
Particularmente cuando pasaron las semanas y lo veía cansado, pálido y flaco.
Ya no salíamos a caminar por las tardes, ni me ayudaba en las tareas de la escuela como antes. Perdió el pelo, pasaba horas en el sillón del cuarto de estar o en la cama y cuando regresaba del tratamiento vomitaba y no quería comer por días. Se quejaba de náuseas y dolores. Elsa trataba de darme ánimos diciéndome que eso era normal y que papá mejoraría rápido una vez que terminase con la quimio.
-Efectos secundarios de la medicina- me decía.
Ella no lo sabe, pero a veces la escucho llorar de noche cuando apagábamos la luz y piensa que estoy dormida.
Yo quiero creerle, confió en ella. Elsa es como la madre que no conocí más que por fotos. Mamá murió unos meses después que yo nací en un accidente de trenes. Me hubiera gustado conocerla, pero como la tengo a Elsa y a papá nunca la extrañé ni me sentí muy triste.
Hace como un mes Elsa me dijo que había hablado con el Doctor Irrazabal, quien operaría a papá para sacarle un tumor de la panza.
Es por eso por lo que aquí estamos esperando que se abra la puerta vaivén al final del pasillo. Pero pasa el tiempo y no sale nadie.
– Susi, toma, aquí tenés plata, andá abajo y comprate unas galletitas para vos y una caja de chicles para mí, yo aquí te espero, esto va a ser largo – dice Elsa.
Recorro los pasillos donde hay otra gente esperando.
En el segundo piso hay cuartos con pacientes en las camas y visitas que entran y salen.
Una enfermera empuja a una vieja sentada en una silla de ruedas. Lleva una manta de cuadros sobre las piernas y la silla hace un chirrido agudo al andar. Papá diría que necesita aceite.
Llego al kiosco pido mis galletitas favoritas y una caja de chicles de menta para Elsa.
Miro por la ventana al jardín del hospital. Se lo ve lindo, ¡Hay hasta flores en los canteros! Parece que fuera más temprano porque aún hay sol.
Atrás del árbol hay alguien que me saluda, y se sienta en una banca. ¡Pero si es papá! Voy corriendo.
Papá, papito, ¿qué haces? ¿Ya te operaron, te dejaron salir? Ya no se te ve cansado ni ojeroso. Te veo contento.
Me abraza fuerte y me da un beso.
– Susi, mi nena linda. No te preocupes por mí, yo ya estoy muy bien, ¿me das una galletita? Si hasta tengo hambre…
– Si papi toma, quedate con el paquete, que la voy a llamar a Elsa que está arriba para irnos a casa-
– Anda querida, anda que las espero, te quiero nena, las quiero mucho a las dos.
¡Qué alegría! Subo las escaleras a los brincos, corro hasta el pasillo donde está Elsa.
Miro la ventana de vidrios esmerilados. ¡Qué raro!, abajo había sol y la ventana aquí está oscura como si se hubiera hecho la noche de golpe.
Veo a Elsa con las manos en la cara. El doctor Irrazabal la toma por un hombro mientras le habla lentamente.
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