No sé por qué ese día Fermín Ibaceta fue a esperarme a la Terminal Interprovincial. Solo estaba ahí, de pie esperando con los brazos cruzados sobre su pecho y moviendo suavemente su pie izquierdo sobre el borde del andén 31. Aunque aún no cumplía lo veinte años, parecía un hombre ya mayor, de estilo casual y relajado, con una larga cabellera que caía sobre sus hombros, igual a la que lucía su padre desde la juventud, o más bien desde que egresó de la secundaria, ya que desde entonces no tuvo obligación de cortárselo y, además, pudo soportar la insistencia de su madre porque se había escapado de su casa el mismo día que terminó sus estudios. Fermín estaba abrigado por una suave barba rojiza, la misma que se acariciaba insistentemente cuando discutía algún tema de su interés.
Era tan grande el parecido con Silvio, su padre, que en incontables ocasiones su madre los había confundido. Y aunque Silvio y Yolanda ya no vivían juntos, muchas veces ella se quedaba mirando a su hijo mientras sus recuerdos se escapaban al pasado, quizás evocando momentos que habían pasado juntos. De la misma manera que recordaba, esos mismos recuerdos la hacían perder los estribos y terminaba peleándose con su hijo sin que éste entendiera las razones del conflicto.
Tanto era el parecido, que en las pocas ocasiones que caminaban juntos por el barrio Brasil parecían hermanos. Así se lo hizo saber el médico que lo atendió de urgencia en el Hospital Municipal, quien después de mucha demora, le entregó los resultados de las radiografías y le dijo:
− Anda con tu hermano y dile que en un momento estoy con él para ver el tratamiento de la mano.
Fermín salió del box y cruzó las puertas que lo separaban de la sala de espera. En su rostro se dibujaba una amplia sonrisa, mientras le dice a Silvio,
− Hermano, el médico viene luego a conversar contigo.
No fueron necesarias las explicaciones y ambos rieron, quebrando el silencio de una sala de espera donde abundaban los lamentos y preocupaciones entre colores deslavados que aumentaba aún más la palidez de los que esperan su turno para ser atendidos.
En el andén, los pasajeros transitaban de un lugar a otro, apremiados por el tiempo, mientras otros esperaban resignados en algún rincón, seguramente dejando pasar el tiempo para abordar el bus interprovincial que los llevaría a su destino final. Entre ir, venir y esperar, Fermín Ibaceta estaba ahí, distraído en el andén con un espacio y tiempo diferente al de los demás. Llevaba puesta la camisa salmón orillada con un tejido andino hecho a mano y que su padre le había obsequiado de regreso de un viaje a Guayaquil, donde se la había comprado a una mujer humilde que las vendía en la plaza mayor de la ciudad. Sobre la camisa lucía una chaqueta de cotelé de un color café, que cambiaba de tonalidad según la luminosidad del ambiente. Así, siempre parecía como recién comprada. En las mangas, a la altura de los codos, tenía unos parches de cueros que le daban un aire casual. El pantalón era de una gabardina café impecablemente planchada. En sus pies calzaba sandalias artesanales que había comprado en uno de sus viajes a Centroamérica.
A pesar de su mirada perdida en algún lugar, me ve antes de bajar del bus y nos estrechamos en un fuerte abrazo. Dos generaciones, pero parecían hermanos. Luego de las preguntas de rigor, nos encaminamos a la salida de la terminal. Nos movemos casi entrelazados, sin preocuparnos de lo que sucede en el entorno, sin ver el escándalo de una señora mayor, de pelo cano y bastón, que insiste en solicitarle a un guardia que encuentre a su perrita chola; tampoco vemos la larga fila de personas que esperan con paciencia ser tendidos por un dependiente de un carrito que vende sopaipillas entorpeciendo el tránsito en el lugar.
Cruzaron descuidadamente la Avenida Central, mientras lo interroga,
− ¿Qué haces en esta capital subdesarrollada?
Pero sin el menor interés en responder, Fermín continúa hablando acerca de sus nuevas experiencias. Mi rostro se contrae, agitando los brazos al mismo tiempo que todo mi cuerpo expresa absoluta incomprensión, pero no me presta mayor atención. En esos momentos llega a la parada de autobús el que nos conducirá a la casa de mis hijos. Abordamos y una vez sentados, retoma la conversación, que más bien parecía un monólogo.
− Es obvio que no sabes a qué me refiero, dice, mejor te muestro de qué se trata todo esto.
Introduce su mano derecha en un bolsillo interior de su chaqueta y lentamente extrae un mazo de cartas inglesas. Sin mediar palabra alguna, al tiempo que lo observo detenidamente, no exento de curiosidad. Abre la caja y se asoma una baraja reluciente, que no había sido utilizada antes.
Quedo sorprendido con la habilidad para maniobrar las cartas con una mano, cambiando de una a otra con una rapidez que enceguece. Se detiene bruscamente, aunque una suavidad como si cada carta fuera una extensión natural de su cuerpo. Repentinamente abre la baraja en forma de abanico, al tiempo que me pide que saque una, que la memorice y la exhiba a los pasajeros del autobús que observan. El cinco de corazones vuelve a la baraja y Fermín comienza a moverlas una vez más. No despego mis ojos de sus manos y los demás pasajeros – público hacen lo mismo.
Mientras las cartas van de un lugar a otro y el autobús avanza recorriendo las angostas calles capitalinas, sin poder comprender que por algunos instantes no solo cumple la función de transportar pasajeros a sus destinos, sino que se ha transformado en un escenario maravilloso donde se han conjugado espacio y tiempo, permitiendo que los pasajeros, sin perder su rol, también sean espectadores. Los duros asientos del autobús ahora son confortables butacas reclinables y ordenadas en forma escalonada.
Fermín nuevamente se detiene y abre las cartas en un perfecto abanico, cada carta equidistante de la otra dejando a la vista la figura y el número.
− Retira una carta, me dice mirándome fijamente a los ojos, pero esta vez no la veas y guárdala en el bolsillo de tu camisa, hacia donde dirige sutilmente su mirada.
Cumplo con el ritual según las instrucciones. Una vez en su lugar la carta, Fermín vuelve a manipular la baraja unos instantes más. Se detiene y me dice:
− Saca la carta de tu bolsillo, ve que carta es y deja que los pasajeros−espectadores la vean.
Lo hago, mientras observa con atención.
− Ahora, vuelve a meterla en el bolsillo de tu camisa.
El diez de trébol regresa a su lugar. Una vez ahí, Fermín nuevamente lleva las cartas de un lugar a otro. Sigo atentamente sus manos, al tiempo que siento la carta en mi bolsillo. Se detiene como tantas veces lo había hecho y abre el abanico.
− Saca una carta con cuidado, porque esa es tu carta, la que seleccionaste a primera vez.
Así lo hago. Veo la carta y sin entender lo que sucede, le digo que hay un error, que este es el diez de trébol que debería estar en mi bolsillo. Me quedo con la carta en la mano sin entender.
− Entiendo tu confusión, me dice, pero no hay dos diez de trébol en la baraja.
En medio del silencia, agrega:
− Dame el diez de trébol y ve que carta tienes en el bolsillo de tu camisa.
Aún perturbado, tomo la carta que está en mi bolsillo y… ahí estaba, el cinco de corazones. Rompe el silencio del bus−teatro un oh de asombro de los pasajeros−espectadores, explotando en aplausos espontáneos. En medio de mi turbación se deja sentir nuevamente el rugido del motor del autobús y todo vuelve a la normalidad.
Dirijo mi mirada hacia Fermín, intentando una respuesta a lo que había observado, pero de mi boca no sale ni una sola letra, dando la pausa para la explicación postrera.
− Está bien, me dice, te lo contaré todo.
Mientras el ruido ensordecedor del motor hace sentir su recorrido, Fermín adopta una postura seria, que contrasta con el estilo de vestir y su apariencia física. Me pregunto si alguna vez lo vi serio de verdad o por lo menos como quiere parecerlo ahora.
− Quiero ser mago, por lo que abandoné la facultad, me dice, y cambia rápidamente de tema.
Lo detengo y le digo que me explique, de qué se trata todo esto. Que no entiendo. Pero vuelve a su postura informal y agrega:
− Te lo conté todo, no hay nada más que agregar.
Todavía turbado, entre el cinco de corazones en el bolsillo de mi camisa y la decisión que me acaba de confesar, mi cabeza da vueltas comprendiendo que Fermín era ya todo un hombre con sus cortos veinte años, que ya no era el niño que cargábamos con Yolanda cuando paseábamos por la ribera y el viento lo ahogaba. De eso ya han pasado veinte años.
Bajamos del bus y le tomo el brazo.
Se da vuelta con rostro de pregunta.
– No sé mucho de cartomagia, pero no me di cuenta de qué manera llegó esa carta a mi bolsillo.
− ¿Eres bueno con las cartas?, le pregunto.
− Estoy aprendiendo, pero te aseguro que me apasiona mucho más que la facultad.
Nos abrazamos como en los viejos tiempos y medio tomados continuamos caminando hacia su casa sin cruzar una sola palabra. Nunca más hablamos del tema.
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