Diente de león

Diente de león

Josué Mares

30/05/2019

La vida es curiosa. Tan curiosa como el funcionamiento de este mundo, que para algunos representa orden y para otros caos. Todos entendemos las cosas de manera diferente, lo que me hace pensar que, en realidad, cada uno se equivoca a su propia manera. Tal vez ese error de interpretación sea humano e inevitable, pero yo me he propuesto observar con detenimiento lo que pasa a mi alrededor. Trato de poner mucha atención a los detalles y vivo jugando a buscar cosas que no cambien. Me gustan las cosas que no cambian, porque me parecen confiables. No podría confiar en el viento, por ejemplo, porque es impredecible, y nunca se sabe en qué momento soplará más fuerte o más calmo. Llevo un buen rato observándolo. No directamente, porque no se ve, pero al menos sigo el rastro que deja a su paso. Estoy acostado en el pasto de una colina deshabitada, de espalda y mirando cómo las nubes blancas y pomposas desfilan mostrándome distintas figuras a medida que se desplazan hacia mi derecha. Por ratos se muestran tristes, pero la tristeza se desdibuja para mostrarme un dinosaurio, un perro, un anciano en silla de ruedas, dos hermanas de seis y ocho años, un caballo, un barco, un corazón y finalmente nada; solo una mancha blanca, amorfa y lejana.

No podría confiar en el viento, porque de un momento a otro decide barrer las nubes con violencia, como un brazo que se mueve bruscamente sobre un tablero de ajedrez para hacer volar las piezas. En ese repentino arrebato no se lleva solo las nubes. Levanta polvo, eleva hojas secas y arranca algunas verdes, arrastra insectos y sacude las flores. Me gustan las flores porque tienen color y aroma. No todas las cosas con color tienen aroma ni todas las cosas con aroma tienen color, pero las flores sí. Por eso sirven tan bien como adornos, aunque eso les cueste la vida. Miro hacia mi izquierda y hay muchas flores, que se inclinan como haciéndole una reverencia a ese viento que las somete. Veo que hay pequeñas partículas, apenas visibles, que flotan en el aire con una quietud que contradice la violencia con las que se mueven las ramas de los árboles; son blancos cabellos arrancados de los dientes de león que se ocultan entre el resto de las flores. Últimamente les he estado prestando mucha atención, porque son muy curiosos. Los he observado y hasta e investigado de ellos. A simple vista parecieran ser demasiado frágiles. Además, carecen de color lo que las hace casi transparentes; sus cabellos son prácticamente invisibles. Y qué vamos a decir del aroma si ni siquiera se me ocurriría acercar la nariz, pues seguro termino con todo su contenido en las fosas nasales. Basta un soplido para que su semilla se esparza por los aires. Es una plantita tan distinta a todas, que casi no es considerada como una flor, pero lo es. Incluso la han tratado de mala hierba, pero yo he descubierto que de mala no tiene nada y que hasta es mágica.

Katherine es una amiga muy especial para mí. No sé mucho de las flores en general, pero si tuviera que compararla con una, diría que lo que más la define es un diente de león. Tiene mi misma edad (15) y tiene una fragilidad que de alguna forma me conmueve y enternece. Ella se siente débil, pero en realidad no lo es.

El viento sigue soplando intensamente; no da tregua. En medio del desorden de las flores sacudidas logro ver un diente de león que no se ha desarmado. Es posiblemente lo más delicado de todo este campo, pero sigue de pie, y no se desmorona. Así es mi Katy… Esa es mi Katy.

Los dientes de león crecen en casi todo el mundo. Esto hace que no se les asigne un hábitat en especial; no tienen hogar. A veces Katherine se siente extranjera hasta en su propio país y ajena en su propia casa. Cuando le hablé de esta flor tan fascinante, me dijo que sí, que efectivamente creía que la representaba bastante bien. Que tal y como el diente de león, ella tampoco pertenecía a ninguna parte y sentía que no encaja con ningún tipo de gente. Si bien los dientes de león crecen en todas partes, en realidad sí tienen una procedencia. Sus raíces son europeas, y aunque sea una flor diferente a todas las otras, resulta que pertenece a una de las familias más grandes de esta especie: «las asteráceas». No creo que el diente de león sea «de ninguna parte». Al contrario, creo que pertenece a todos los lugares.

Katherine suele llorar cuando estamos solos. Yo la abrazo sin tocarla, la consuelo sin lograr articular palabras, y de paso, le robo un beso, sin llegar a juntar mis labios con los de ella. Cada día que pasa juega a buscar más similitudes con esa flor, llegando a concluir que en lo que más se parecen es en lo efímera que es su existencia y en lo irrelevante que resulta. Yo la escucho en silencio y percibo su fuerza interior. No necesito animarla, porque no se desmoronará. Aunque sienta flaquear, al final quedará de pie.

Nos encontramos hace un par de horas y me dijo que el diente de león estaba demás en este mundo. Que no servía para nada. Era lo mismo que existiera o no, igual que ella. Entonces me di cuenta que la quiero más de lo que pensaba. Que desde el momento en que la vi ya no me puede faltar más. Ella se siente incapaz incluso de mantenerse entera (tal y como nuestra simbólica flor), sin darse cuenta que comparte también su efecto mágico. Dicen que al soplar un diente de león hay que pedir un deseo y que se hará realidad mientras su semilla se esparce por el campo. Cada vez que la escucho hablar pido un deseo: que nunca se vaya de mi vida. Ella me ha dado felicidad sin siquiera habérsela pedido.

El diente de león puede parecer débil, pero resulta que se ha descubierto que es una de las hierbas con más propiedades medicinales. De inútil no tiene nada. Mi Katy surge el mismo efecto. Pese a todo lo que siente, siempre sonríe, y esa sonrisa sana, anima, alegra y da fuerzas. No es invisible. No importa que algunos no le presten atención. Hay muchos que se benefician por ella y tarde o temprano encontraré las forma de ayudarla a ver lo valiosa que es.

Mientras les cuento esto me he puesto de pie, decidido a romper por una vez el ciclo natural de las cosas. Me he metido en medio del campo de flores y me he sentado junto a aquel diente de león solitario, para servirle de cortavientos. Tal vez no debía hacerlo. Siempre se dice que no debemos interponernos en el camino de la naturaleza y parece que realmente trae consecuencias, porque lo que era un viento agresivo se transformó en temporal, y acarreó nubes negras llenas de lluvia. El diente de león sigue entero. Invado aún más el terreno de las flores, metiéndome deliberadamente donde tal vez no debo, y me acerco para ofrecerle más resguardo. La lluvia me moja el rostro, pero, sin bajar la cabeza, miro hacia arriba y sonrío. Como un fantasma, blanca y hermosa, en medio de la repentina oscuridad de la tormenta, la veo a ella.

¿Qué crees que haces aquí? me pregunta.

Le respondo con una sonrisa. Se acerca hacia mí y parece haberlo entendido todo. Ha descubierto que protejo el diente de león, y seguro que ha caído en la cuenta de que en el fondo, no es más que una forma de expresar mi deseo por protegerla a ella. Se me acerca y llora. Yo la abrazo; por fin la abrazo de verdad, como tantas veces lo había hecho en mi cabeza. Se separa un poco para mirarme a la cara y suelta un gracias. Podría besarla, pero no quiero arruinar el momento. Simplemente la envuelvo con mis brazos otra vez. Seguro que se siente frágil en este momento; no es como se debería sentir. Ahora me queda una última cosa: demostrarle que no quiero protegerla porque me parezca débil, sino simplemente porque la amo. Demostrarle que es un diente de león, pero no por lo que ella piensa. Es un diente de león porque es hermosa, porque resiste, porque la envuelve ese aire mágico y porque sana.

La vida es curiosa. Tan curiosa como el funcionamiento de este mundo, que para algunos representa fragilidad y para otros fortaleza.

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