Aquella tarde de septiembre se ocultaba a la sombra de un posible diluvio, las nubes negras adornaban el cielo a la distancia acariciando la cumbre de algunas montañas que adornaban el paisaje vallecaucano, y un viento frío rozaba mi sombrero mientras veía hacia el infinito sentado al lado de la cerca de guadua.
Pensaba en todo lo que había perdido. Me sentía vacío, solo y abandonado allí tan lejos de mi hogar, con el corazón destrozado por la chica que se supone jamás me habría de lastimar. Miraba lentamente las nubes acurrucándose mientras el viento llamaba a la lluvia torrencial; al parecer, el tiempo combinaba con mi ánimo. De repente, bajo mis narices noté el caminar de un pequeño insecto sobre la cerca. Se aproximaba lentamente al extremo, y a un compás hipnótico movía sus antenas mientras yo salía de mi trance deprimente.
¿Qué pensaría aquel pobre bicho? Probablemente esté buscando refugio, tal vez está asustado de la tormenta que viene hacia nosotros y que en proporción sería una catástrofe para él. Tal vez así era, pero, ¿Qué pensara aquel insecto sobre mí? ¿Qué podrá ver con sus ojos mientras le muestro una mirada melancólica? Por favor pequeño bicho, dime cómo tienes la fortaleza para afrontar la tormenta; que consejo le puedes dar a un hombre que solo espera que llegue la paz a su interior.
El insecto se mantuvo estático unos segundos y luego, paulatinamente, se escondió en una de las grietas de la guadua mientras las gruesas gotas del diluvio cayeron por primera vez.
— Será cuestión de resistir la tormenta— dije para mis adentros mientras recogía mi sombrero del suelo y volvía a mi habitación. Solo queda esperar, al final, la lluvia dejara de caer y ambos saldremos de nuestras grietas para disfrutar del sol una vez más.
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