Qué dirías si esta noche

¿Te seduzco en mi coche?

Que se empañen los vidrios

Si la regla es que goces.

Romeo Santos

Se escudó en el mojito, las parejas en la pista se movían como si estuvieran en una competencia de televisión, ante un jurado de maricas y vedetongas amortajadas. Recordó el salón donde fue a estudiar, el espejo que ocupaba toda una pared. Allí se veía, todo vestido de negro, no como el Zorro sino como el sargento García después de haberse hecho el cinturón gástrico. Y sus pies, tropezándose, negándose a reconocer los dos compases de cuatro tiempos. Sonrío, por primera vez esa noche.

El trago no estaba tan mal, dulce y frío. El lugar era muy caluroso, apestaba a sudor y perfume importado. Notó que algunas mujeres lo miraban. Esta vez se vio diferente en el espejo, detrás de la barra. Había adelgazado mucho después de la separación. No le quedaba nada mal la camisa gris de mangas cortas, tenía una gran ventaja sobre los demás: nunca traspiraba, no manchaba la ropa. Y el pantalón negro con ese cinturón nuevo, sin duda se veía bien.

Se sentó en un taburete. Su amigo tenía razón, este lugar estaba lleno de mujeres solas. Claro que su amigo era un verdadero Don Juan. Y él, bueno, en realidad nunca dejaría de ser un profesor de Literatura. Tímido, opaco, con muchas fobias cómicas y vergonzosos fetiches. Por ejemplo esa insana fascinación por la íntima ropa de mujer, roja y de puntillas. Como la que podía entrever ahora mismo, a su lado.

La mujer estaba sentada, dándole la espalda, inclinada hablando con una amiga. El pantalón se le bajaba y dejaba ver una tanga de puntillas, carmesí. Como los desorbitados ojos de él, en ese instante.

Claro que, a veces, la vida se parece en forma lamentable a la televisión. A esas películas que estás viendo y en el momento culminante: Zas, te pasan una propaganda.

El barman, un tipo musculoso y de barba, se le acercó y con una terrible, sonora, voz aflautada y chillona, prácticamente a los gritos, le dijo:

— ¡Ay, querida! Disculpá que te moleste, pero se te ve todo.

La morocha lo miró, hizo un gesto como mirando hacia su propia espalda, me clavó sus ojos almendrados, sus labios carnosos dibujaron una sonrisita irónica.

— ¿A vos te molesta?

Supongo que mi cara de estúpido era una respuesta en sí misma, pero pude tartamudear.

—No, no. Pa para na nada. Por por mí, no no hay problema. Al contrario.

Volvió a girar hacia su amiga y continuaron la conversación. El barman agitaba una coctelera fulminándome con odio, en sus ojitos pintados. Sonreí y le pedí otro mojito. Y otro. Y un tercero, entonces alguien me tocó el brazo.

—Además de mirón, quiero creer que bailás…

Era la morocha, nos miramos. Esta vez sostuve sus ojos, creo que en los míos vio casi todo lo que quería hacerle.

Sin más palabras bajó del taburete, se aferró a mi brazo, lo puso en su cintura y me dirigió a la pista. Me temblaba hasta el apellido. Acercó su boca a mi oído, su aliento cálido, menta y tabaco.

—Me gustó ese “AL CONTRARIO”, quiere decir que te gustó lo que veías.

También tuve que acercarme para susurrarle con mi aliento, lima y ron.

—Me gustó mucho más imaginar lo que no se ve…

(Bueno, che. Es lo que me salió. No soy un galán de telenovela guionado.)

Se separó de mí, tomándome las dos manos, dispuesta a bailar. Sentí que el corazón me latía por demás. Podría llegar a hacer el ridículo.

No sé qué pasó. Quizá los mojitos. Puede ser que sus movimientos. Lo cierto es que me sentía desconocido. Mis piernas eran juncos, mis pies tenían alas. Mi cintura se quebraba con facilidad. La llevaba a través de la pista con la soltura de un experto. Hasta me atreví a enlaces dificultosos. En más de una ocasión ella quedaba de espaldas a mí, aprovechaba para decirle al oído lo mucho que me gustaba, pasados un par de temas más, directamente apretaba mi pelvis contra sus nalgas y le decía lo mucho que me calentaba.

No sé cuánto tiempo pasó, cuántos temas. Lo cierto es que de lo movido, pasamos a bailar más lento, más juntos. Pegados, podríamos decir. Su lengua recorrió mis labios, antes de meterse en mi boca como si quisiera beberme hasta el último aliento.

Debo reconocer que, a esa altura, había perdido mi timidez, mi incipiente tartamudeo y hasta mi alma.

Me arrastró a los empujones a un balcón, atestado de parejas que charlaban, fumaban (el humo te hacía reír, no toser), tomaban, se besaban y se manoseaban como si estuvieran solos. Ella, a codazos nos consiguió un rincón contra la baranda.

A nuestros pies Buenos Aires se extendía, una serpiente de fuego, arrastrándose entre gigantes lumínicos y carteles que prometían lo mismo que hace siglos, con otras palabras.

Volvimos a besarnos y mis manos apretaron sus nalgas. La sentí gemir entre susurros y entonces fui yo quien la impulsó fuera del balcón, hasta el salón, hasta la salida. Bajamos en el ascensor rodeados de parejas que también necesitaban un desahogo, al sexo asfixiado por el salón.

Le di las llaves a un chico que, amablemente, nos trajo mi coche del estacionamiento.

Arranqué sin rumbo fijo. Busqué la salida a General Paz hasta ubicar Panamericana, zona de hoteles alojamiento. Me acariciaba mientras iba manejando y no dejaba de repetir lo que me haría cuando estuviéramos en la cama. El bulto en mis pantalones iba en aumento y la cabeza me giraba, pensando en su ropa interior.

Busqué una de las tantas salidas y estacioné el auto en un descampado. Muy poca luz y fuera del alcance de miradasindiscretas. Un poco se sorprendió, pero sonreía como una gata que va a comerse su primer ratón.

—Ay, qué poca paciencia papito…

Supongo que iba a decir algo más, pero la besé. Mientras la desnudaba casi con violencia, parece que le gustó, aunque me pidió que no le rompa la blusa y se la desprendió ella misma. Le pedí que sólo se quitara el corpiño, la hice arrodillar en el asiento de espaldas, le corrí la tanga y todo debe haber durado unos veinticinco minutos. Me tomé mi tiempo.

La huella de una de sus manos quedó marcada en el vidrio de su lado. Demasiado vapor, demasiada adrenalina.

Claro que la penetré, con protección por supuesto. No iba a dejar ADN.

La ahorqué con el corpiño rojo. Colorado como la sangre que escupió mientras la estrangulaba. Limpié con el líquido especial que yo mismo preparo, a base de cloro y desinfectante. Tiene un rico perfume, muy tenue, así nunca da la impresión de recién higienizado.

Lo último que borré fue su huella en el vidrio. Guardé la tanga, junto a las otras, en mi caja especial, debajo del asiento. El cuerpo quedó en el descampado, a mitad de la nada.

Puse un CD y escuché mientras manejaba regreso a casa, con una sonrisa feliz, a Juan Luis Guerra: Estrellitas y duendes.

Desafiné, pero me gusta manejar cantando: Viviré en tu recuerdo…

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Lo más difícil es la posición: tiendo a encorvarme. La profe me reta por milésima vez. Después está esto del 2×4, 4×4 y 4×8 que me marea bastante.

Suena D’Arienzo: Milonga del recuerdo. Ya no se trata de un tanguito sencillo. Deberé prestar mucha atención a mis compañeritos milongueros.

Encima en este curso casi todas las parejas me doblan en edad. Me da la impresión de estar en un club de jubilados. Ahora, cuando me toca bailar con la profesora, entonces me encanta vernos en el espejo de la pared y no sé…

…ella tal vez use tanga roja, caso contrario siempre habrá alguna tanguera sexi.

Jorge Milone

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