Podría decirse que no era exactamente un dormitorio. El joven que lo habitaba tenía extrañas visiones del mundo. Anoche por ejemplo estaba sentado justo en el borde de su cama observando inquieto su cuarto, cuando de pronto, el viento hizo que se abriera la ventana, él intranquilo como siempre, se levantó apresurado como quien presiente que ha llegado algún momento esperado, respiró profundo y dejó que el viento corriera por toda la habitación desplomando sus pinceles por todo el suelo, y entonces se abrió ante él una noche estrellada como ninguna. Sus ojos podían ver astros poderosos en el cielo que se quemaban y que a su vez parecían navegar entre las olas de un mar implacable. De repente un gran pino crecía casi en sus narices y abajo la ciudad, silenciosa, oscura y de perfectas ondas como si fueran partes de diosa tornasolada. Observó aquella noche otro rato más asegurándose de guardar cada detalle en la huella de sus dedos, en la soltura de sus manos pintoras, en sus párpados pesados de tanto alcohol, en el centro tierno de su pecho. Cerró la ventana, se miró en el espejo y pensó que ese extraño ser que lo miraba se veía perturbado, mojó su rostro para asegurarse si era una visión como la de todos los días y al secarse comprobó que quien allí había era el mismo hombre sin oreja que lo miraba diariamente a través de ese mismo espejo, luego tomó el cepillo y lustró sus botas agarrado del marco de la cama. Por un momento vio el retrato de su hermana en la pared, hace mucho que no la visitaba. Antes de salir tomó la botella de la mesa, dio un sorbo y decidió que iría a buscar a ese hombre sin oreja para contarle que había tenido la visión más extraña de su vida y que pintándola esta vez se haría rico.
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