En los laberintos de un monasterio caduco y sin vida, lleno de torrentes pasajeras que se sumergen entre sentidos paulatinos, sin oscuridad adentro de los muérdagos que vacilantes en el destierro de cardúmenes de peses que viajan en la memorias tintineante, vacilante de este mundo, con las ráfagas combatientes y sin señuelo de aniquilación el bastidor a un puesta entre las tarimas de un oscuro y recóndito pasaje bíblico que aun fecundo forma parte de mis más oscuras liviandades esotéricas sobre el orbe terrenal.

Sólo y sin sentir en medio de este torrente de preguntas me abandonaste en el frío perpendicular de esta biblioteca a medias luz y en tinieblas. Arrojada solo por la luz espectral de un caudal de pensamientos que atormentan mi mollera en conciencia de una nostálgica alma que me bese la calma del sosiego mismo de mi peculiaridad malicia. Malicia entrañada en tantas coplas aun sin descifrar, cuando el mar egeo persiga la causa infinita de la aurora y el destierro de los epitafios dejen de atormentar a los pueblos perdidos de un Israel en llamas, entonces, Tal vez…Quizás, los cantos de las salamandras rojas vuelvan a ser escuchados por mis oídos espectrales.

Mientras tanto sin cuerpo bajo en este convento de tormentos entre la esencia misma de sus pilares que aún recuerdan las letanías misteriosas de una iglesia a punto de caer. Y me pregunto después de tanto nocturno memorial ¿Que se fragua en las llamas tórridas de mi chimenea? En esa mente insalubre recubierta de pasajes aún más grandes que los recorridos ya. ¡Ha mi mente, ha de mí! Si tan sólo pudiera cobijarla con tu amor maldito que me trajo hasta aquí. Cuando en aquella primavera de sermones mi madre me mal aconsejo entre gritos y relicarios. rezos de viejas paganas y sordas, que me metiera al convento a estudiar Teosofía. Entonces yo, crédula criatura de verdes hojas y tiernos follajes mentales, le dije que sí.

sin saber que, entre los barrotes y muros de aquel frágil convento de sal y sangre, sabia mater de entuertos me encontraría al mismísimo Lucifer en vuelto en carnes de mujer profana, quien tentaría mi senda con pañuelos rosados de azafrán y durazno una tarde de abril cuando el párroco de la iglesia monástica primado mayor de la orden Benedictina me dejara ir a comprar al pueblo de Toledo. Entonces tú te cruzaste en el camino de la carreta cargada de barriles de licor y pan, y vi por primera vez en mi tierna adolescencia esos ojos y esos senos que fecundaron mi libido con los más febriles deseos insanos sobre el mundo.

Entonces tu fiero encuentro desato en mi la Lúgubre lujuria encarnizada de una esencia que furtiva me llamaba a pecar, te soñaba, te rezaba, ten impedía el paso noche tras noche a mi habitación, pero nunca lo lograba, y siempre era igual, me entregaba a tus ansias, te colabas por debajo de la puerta, de las ventanas que tapiaba, que envolvía entre pañales de niños rosados, todos enrollados en textos de Latín y Griego, mis escritos, vaya que termine decorando mi habitación con salmos responsoriales para que te alejaras de mí.

Pero siempre volvías, no sé cómo me penetraste el alma y el sexo hasta que una primaveral mañana de misas matutinas te volvió encontrar en la iglesia, sentada enfrente, con el rosario entre las manos y el velo en tu cabeza, entonces era ya sacerdote de la iglesia de l el tiempo y te volviste a meter en mis adentros, con esa fuerza indomable de demonio que atravesaron mi alma hasta crucificarla en tus labios, en tus carnes, en tus manos. El insensatamente me pediste confesión. ¿Cómo se confiesa a lo que se desea tanto? ¿Cómo se puede confesar a lo que tu cuerpo pide desnudar? entonces te insinué mil cosas insanas al oído, te musité mil plegarias de pecados mortales y carnales. Pero eso sólo fue el principio de un tórrido romance que culminó en esta celda vacía de gente y plagada de textos que aun necesito para descifrar te a ti.

Más nuestro idilio amoroso duro poco cuando en navidad fue descubierto por la orden clerical, así y en pecado de seres aveniente en tu vientre, te mandaron desaparecer, te tomaron de Bruja, te mandaron a la hoguera y yo, seudo santo no te defendí, al contrario, me salve gracias a ti, deje que te quemaras, deje que te hundieras, en la tiniebla más oscura, en el infierno más profano. Y me congratule de mi triunfo. «Triunfo» pasajero, a suma pasajero, pero me nombraron Cardenal y luego Obispo de Aviñón. Y dejé que las mujeres corrieran libremente por mi cuerpo impío y pecador y que el vino me besara la boca con su sabor y poco a poco me encontré perdido el hastió y el desenfreno de esa gran ciudad. condenando a ciento de inocente que por leprosos de la mente herético y herejes fueron a parar por mi mano a la santa inquisición.

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