La lluvia cae, fina y constante. No parece tener fin, igual que la noche a la que acompaña. La noche siempre está ahí, interrumpida por pequeños momentos de luz, lo suficientemente largos para que creamos que la esperanza es posible. Pero, al final, la noche siempre regresa.
Hace tiempo que mis noches se volvieron eternas. Desde que aquel que iluminaba mis días se perdió en el mar, y mis sueños, siempre llenos de monstruos ficticios, se vieron invadidos por monstruos reales. Monstruos que no puedo controlar.
Ha pasado mucho tiempo desde aquel día. El mundo ha cambiado, y todo aquello que soñamos, temimos y amamos se ha podrido lentamente hasta desaparecer. De sus entrañas muertas ha nacido una nueva era, llena de maravillas mecánicas, y poblada por hombres rebosantes de una nueva ambición. Los habitantes de mi mundo ansiaban dominar a sus semejantes; los habitantes de esta nueva tierra quieren algo más que eso: quieren controlar la naturaleza, doblegarla y moldearla a su capricho. Los habitantes de esta nueva era han matado a Dios, y han usurpado su lugar al timón del universo.
Una vez, en otro tiempo y otro lugar, quise advertirles del peligro de desafiar al Sumo Hacedor. De los horrores de creer que la ciencia y la ambición pueden suplir el designio divino, y de la tragedia que puede desencadenar alterar el curso de la naturaleza. Pero creyeron que no era más que un cuento oscuro, fruto de una imaginación turbulenta. Ahora, los cielos se han vuelto grises, y están poblados por monstruos metálicos, mucho más aterradores de lo que jamás pude imaginar por mí misma. Han dado vida a criaturas del abismo y lo han llamado progreso.
Me acerco a la ventana, y un escalofrío recorre mi cuerpo. Tal vez esté equivocada. Tal vez, en este mundo que no comprendo, yo sea el monstruo al que los hombres temen: un ser primigenio, obsoleto y vacío. Una reliquia de otros tiempos, infectada de un mal que sólo se puede combatir con el fuego.
En el exterior, entre la lluvia y las sombras, creo ver una silueta en movimiento. Está ahí por un segundo, apenas recortada contra la noche, y luego desaparece. Me envuelvo en el chal, y me digo que es sólo una nube, quizá algo de niebla, jugando con mis demonios y con mis ojos. No sería la primera vez. Pero, por algún motivo, esta vez no soy capaz de convencerme a mí misma.
Me siento en la butaca, frente a la ventana. Tal vez la sombra sea mi amor perdido, regresando de la profundidad del mar para tomarme en sus brazos una última vez. Algo me dice, sin embargo, que no es así. Siga en los océanos, en la tierra o en los cielos, aún no me ha perdonado, aunque nunca he sabido muy bien por qué. Me gustaría poder preguntárselo, pero temo que esa pregunta se perderá en la eternidad, si eternidad es lo que hay al otro lado de esta vida.
Las nubes se apartan por un momento, y la silueta vuelve a aparecer entre los árboles del jardín. De alguna manera, sé que él también me observa a mí, y eso me llena de un extraño consuelo. El cielo se vuelve a oscurecer, y la lluvia cae ahora con más intensidad. Apenas puedo ver más allá de un par de pasos, pero sé que la silueta sigue ahí. De algún modo, puedo sentirla a través de la lluvia.
Puedo sentir otras cosas también. El suelo de madera, crujiendo aunque no hay nadie más en la casa. La humedad del exterior, colándose entre las rendijas como los dedos de un fantasma. El canto de un búho, en algún lugar del jardín, testigo indolente de lo que sucede, y de lo que sucederá. Todo es más claro a mi alrededor, y está más vivo, de lo que lo había estado en mucho tiempo.
La tormenta se desata ahora con total violencia. Un relámpago cae cerca, pero no me asusto. Quiero ver si su luz me permite divisar de nuevo a mi amigo en el exterior, pues tengo la sensación de que eso es lo que es. Por un segundo, me parece verlo en la esquina del jardín, dirigiéndose a la parte posterior de la casa. Los truenos parecen seguir el ritmo de mi corazón enfebrecido.
Mañana, cuando me encuentren, creerán que eso es lo que ha sucedido: una fiebre, desatada por la falta de descanso, por la edad, el frío y la melancolía. No habrán huellas en el jardín, ni marcas de barro en el suelo de la casa, aunque los pasos en el vestíbulo son ahora claros como los truenos de la tormenta. No verán rastro alguno de otro ser vivo, de este ser, que ahora entra a la habitación y me mira, acercándose a mí con cuidado, como un cazador a una presa moribunda.
Levanto la vista, y un nuevo relámpago me permite ver su rostro, aunque en el fondo sé muy bien cómo es. Conozco cada una de sus cicatrices, de sus arrugas y de sus imperfecciones. Las conozco porque yo las he creado, a imagen y semejanza de las mías. Los costurones de su rostro son las cicatrices de mi alma.
—Madre. Es la hora.
No hay rencor en sus palabras, ni reproches, ni remordimientos. Tan sólo honestidad, y un cierto poso de añoranza. Después de tantos años, por fin nos hemos vuelto a reunir. Tomo su mano, y puedo notar cada corte, cada punto, cada horror marcado en su piel. Él coge la mía con delicadeza, y señala hacia la puerta. Le sonrío.
—Me alegra que seas tú.
Mañana, cuando me encuentren, creerán que la sonrisa de mis labios es porque soñaba con mi amor perdido, o con los tiempos en que el mundo era aquel que nosotros creímos posible. No verán a mi hijo, mi criatura, sonriéndome en la tormenta. No nos verán cogidos de la mano, perdiéndonos en la bruma del jardín.
El mundo que dejo atrás no entenderá a mi hijo, igual que no me entenderá a mí. En ambos casos, sólo verán un monstruo cuya existencia no encaja en su nuevo orden natural. Un espectáculo circense que les provoca diversión y terror al mismo tiempo. Un mito de ultratumba. Pero eso será mañana, en un mundo distinto. Esta noche nos pertenece a nosotros dos, a la bruma, a la lluvia y al trueno.
A fin de cuentas, siempre nos gustaron las noches de tormenta.
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