Vuelta a empezar
1
Las vacaciones de verano habían terminado. Los alumnos del Via Communitas pronto se reagruparían en sus respectivos nichos, encontrándose una vez más con sus compañeros para pasar otro año en un colegio que, desde hacía varios lustros, ostentaba una reputación cuestionable. Eric cruzaba las calles despreocupado, acercándose a un destino familiar por haber transcurrido buena parte de su vida en él, y al girar la esquina se encontró con una cara conocida. Una cara a la que, de hecho, no llegó a perder de vista durante esa ausencia compartida.
—Ya estamos otra vez aquí —dijo Eric a desgana—. Alegra esa cara, André, haz el favor. No me lo pongas más difícil.
André suspiró, tendiéndole la mano, y ambos la estrecharon con fuerza.
—Como comprenderás, no puedo alegrarme si no tengo motivos para hacerlo —dijo André—. Pero bueno, este año es el último, ¿no? Si he podido llegar hasta aquí, creo que acabaré saliendo vivo.
—¿Cuántas te quedaron para recuperar?
—Tres.
—Pues a ver si este año no va a ser el último para ti —repuso Eric—. No me seas cafre y esfuérzate un poco más, porque cuando yo no esté nadie va a cuidar de ti. No te conviene repetir curso.
—¿Cuando tú no estés? —repitió André—. Eso es lo que me dice mi madre cuando quiere acojonarme.
—Venga, cállate y vamos.
Anduvieron despacio, tomándose su tiempo como si quisieran retrasar lo inevitable a cada paso, hasta que a lo lejos vieron asomar la fachada del colegio entre muchos otros edificios. Al llegar, alzaron la vista y contemplaron una entrada pobre y deslucida que pedía a gritos un lavado de cara. A diferencia de la mayoría, no tardaron en atravesar las puertas para llegar al patio cuanto antes, esperando allí a que el tutor de cada clase fuera llamando a su rebaño.
Eric y André pertenecían a la clase C del cuarto curso. Cada vez que pensaban en ello, se les antojaba la responsabilidad que acarrea ser de los chicos más grandes del lugar, pese a que todavía no hubieran cumplido la mayoría de edad. Por el momento, decidieron no mezclarse con el resto de compañeros, salvando las distancias tanto como les fuera posible, y al hacerlo se dieron cuenta de que no eran los únicos que compartían ese pensamiento. Siempre ocurría lo mismo: algunos chicos sentían vergüenza al reencontrarse por creerse más duros que el resto, regresando a la rutina con experiencias renovadas que, sin duda, ningún otro habría experimentado todavía por no ser tan impresionantes como ellos. Las chicas, en cambio, gozaban de una facilidad envidiable para reintegrarse en aquella fauna social; era como si por ellas no hubiera pasado el tiempo, respondiéndose un sinfín de habladurías nada más verse las caras.
Se alejaron tanto como pudieron de los grandes grupos y esperaron, pasando revista en la distancia de lo que tendrían que aguantar durante un año más. Eric se volvía de un lado a otro, inquieto por lo que iba viendo desde su ángulo panorámico.
—Oye, me siento observado —le dijo a André—. Te mira todo el mundo.
—Será porque he estado haciendo más ejercicio este verano —respondió él, jactancioso—. Deberías probarlo de vez en cuando, te subirá bastante la autoestima.
Su camiseta de tirantes, siempre ceñida, le revelaba un cuerpo bien definido, y al agitársela para airearse barrió con la mirada a todas las chicas con las que sus ojos se encontraban. Al hacerlo, ellas se volvieron hacia sus círculos cerrados mientras cuchicheaban, riendo de pronto nerviosas, y él alzó la cabeza y sonrió como si aquel fuera el primer triunfo de muchos que vendrían. Uno de los chicos todavía lo miraba, y cuando André lo encontró le alzó la mano para saludarlo; al hacerlo, el chico se volvió enseguida y echó a andar para perderlos de vista.
—Vaya, ¿crees que también le gusto a Hugo? —preguntó André, refiriéndose al chico.
—Con ese nunca se sabe.
Mientras continuaban con el recuento, encontraron a otra compañera conocida. Estaba apoyada en una pared, más encorvada de la cuenta, casi como si tratara de no ser vista para que nadie la molestara. Pudieron comprobar que, como siempre, iba abrazada a su carpeta, y en ese momento consultaba algo en su agenda. Movía el bolígrafo entre sus dedos de vez en cuando, tomando notas de lo que fuera que meditaba detrás de unas gafas de montura gruesa.
—¿Y a Olivia? —preguntó André—. La gente no se da cuenta de las cosas, pero estoy convencido de que debajo de esa carpeta esconde un buen par de tetas. Por eso siempre se las tapa y lleva ropa ancha.
—Oye, ¿qué más da quién te vaya detrás? —le preguntó Eric de vuelta, ya irritado por temerse más preguntas de la misma índole—. Llevamos cinco minutos aquí dentro y ya te has follado a medio colegio con los ojos.
—¿Qué te pasa a ti ahora, muchacho?
—No, va en serio: no quiero tener que aguantar a un capullo de más este año, ya tenemos suficiente con la chusma de los anteriores.
—Vale, chico, vale —dijo André, alzando las manos y bajándolas—. Si estás con la regla, hablamos en otro momento y aquí no ha pasado nada.
—No es eso.
—¿Quieres que te compre una caja de bombones, cariño?
—¡Venga ya!
Ambos se quedaron callados por un rato, pero el silencio era irrealizable en esa jaula de grillos. La excitación de volver al colegio quedaba representada por todas las emociones posibles, y todas intentaban salir de golpe a base de gritos solapados. Al poco rato, Eric miró a André, y no tuvo más remedio que echarse a reír. No podía llevarse mal con él durante más de cinco minutos.
—Olivia es un cerebrito —le respondió finalmente—. No está pendiente de tus chorradas superficiales. De hecho, seguramente esté apuntando cualquier gilipollez para sacarle ventaja al curso.
—Puede ser, pero…
Antes de que André pudiera encajarle a Eric un argumento infalible, alguien chocó contra su hombro por la espalda. El golpe le pareció premeditado, impactando con más fuerza de la que pudiera provocar un traspié inoportuno, así que se giró para dejarle las cosas claras a cualquiera que intentara incomodarlo. Ese curso no iba a permitir que le pasaran por encima ni en el primer, ni en el último minuto.
—Oye, tú —le dijo, firme y decidido—. A ver si vamos con cuidado, ¿eh?
Al ver de quién se trataba, André retrocedió, con los nervios atacándole en ese mismo instante. Eric también se retiró, mientras el otro se mostraba tranquilo como si no hubiera pasado nada. Sin ninguna prisa se detuvo, acercó su cara a la de André y le preguntó:
—¿Cuidado de qué?
—De nada, Omar —respondió él, apresurado—. Perdona, no sabía que eras tú.
Omar se quedó callado un momento. Luego miró a André de arriba abajo, frunciendo los labios con un asco de lo más sincero.
—Ah —le dijo—. Pensaba.
Y siguió su camino, metiéndose las manos en los bolsillos. André esperó a que la distancia entre ellos fuera mayor para reanudar la conversación, pero Eric se le adelantó:
—Bueno —dijo—, parece que esto te ha bajado un poco los humos. Si Omar no fuera una bestia malcriada, hasta diría que me alegro.
—Sabes que repite curso, ¿verdad? —le preguntó André—. Que lo tendremos en clase día sí, día también.
—No cuentes con ello. No creo que se pase demasiado por aquí.
Los tutores empezaron a hacer acto de presencia, saliendo al patio uno tras otro. La escena se le antojó a Eric como una obra de teatro belicista, en la que él y André representaban a dos cadetes destinados a sufrir duras pruebas de resistencia, dictaminadas por unos capataces que olvidaron sus días de juventud como si nunca los hubieran vivido, exaltando así el bien mayor que simbolizaba su unidad.
—Este año nos ha tocado Gabriel, ¿no? —preguntó André, refiriéndose a su nuevo tutor.
—Creo que sí —le respondió Eric.
—¡Clase C del cuarto curso! —gritó un hombre, alzando los brazos—. ¡Id viniendo hacia aquí, por favor!
Los cadetes de la clase C siguieron sin demora a su sargento, sincronizando sus pasos hasta convertirse en una marcha imparable, haciendo temblar el suelo con un ritmo creciente que sugería malos presagios. Eric y André se unieron a los demás, y toda la clase subió las escaleras en un ascenso aparatoso y estrecho. Las escaleras crujían a cada paso, pero de algún modo la madera en la que estaban talladas se negaba a quebrarse del todo. Llevaban mil años soportando el peso de otros tantos miles de alumnos; de jóvenes promesas que algún día se convertirían en algo distinto a lo que fueron entonces, derivando en un resultado mejor o peor de lo que sus maestros esperaron durante sus respectivos pasados.
André se animaba por momentos. Subía las escaleras con un contoneo de lo más rítmico, lo que hizo que Eric lo juzgara como una suerte de traidor, puesto que no parecía compartir con él la desidia que todavía arrastraba desde casa.
—¿Ya está? —le preguntó Eric, y André lo miró extrañado—. ¿Ya te has animado? ¿Ya te has olvidado de la matraca que me estabas dando desde hace unas semanas?
—Venga, hombre, que igual este curso no está tan mal —respondió André, moviendo los hombros para colocarse la mochila—. Tienes que buscarte aficiones fuera del colegio.
—¿Cómo cuáles?
—¿Por qué no aprendes a tocar el bajo? Ahora que nos hemos quedado sin bajista, nos vendrías mejor que nada.
Eric todavía no conocía la palabra que mejor lo definía, pero después de que en la universidad lo tacharan de nihilista empezó a preguntarse el significado de ese apelativo.
—No quiero tocar el bajo —respondió.
—Pues toca la guitarra conmigo —le propuso André—. ¿Qué te parece? Tú tocas la rítmica y yo me encargo de la solista.
Eric suspiró, y André puso los ojos en blanco por saber lo que venía a continuación.
—Mira, por alguna razón me caes muy bien, y sé que a veces es difícil tratar conmigo porque puedo llegar a ser muy borde, pero dime: ¿por qué te niegas a ser el chico popular si tienes todo lo que hace falta?
—Ya estamos…
—Oye, ¡que lo digo en serio! Tienes tu grupo de música; tienes tus ejercicios, tu cara bonita y las chicas te adoran. ¡Lo tienes todo!
—Pero saco malas notas, ¿qué pasa con eso? —le preguntó André, siguiéndole el juego porque sabía que, en cuanto Eric arrancaba, era imposible pararlo.
—¡Eso da igual! Las notas no importan una mierda en una sociedad como esta. Lo único que importa es lo que los demás ven a simple vista: nuestro físico. El cascarón. No importa lo que haya dentro, ni lo inteligente que seas, ni que intentes hacer del mundo un lugar mejor. Con tener un cascarón bonito, el resto vendrá solo.
—Y yo que pensaba que el del día malo iba a ser yo…
Eric decidió callarse un momento, pero para desgracia de André no tardó en volver a la carga:
—A ver, lo que quiero decir es que cada uno tiene su manera de ver las cosas —le explicó—, y eso es lo más importante cuando hablamos con los demás. Me parece estupendo que tengas tus aficiones, y te agradezco que me invites a hacer cosas que a ti te gustan; eso es lo que hacen los amigos, pero sabes de sobra que no me interesa ni el deporte ni la música.
—Vale.
—Bueno, claro que me interesa la música, pero prefiero escucharla sin tener la responsabilidad de componerla. No quiero ensuciarla con mis cagadas porque creo que me viene grande, y antes de empezar ya me echo para atrás.
Las opiniones de Eric eran disparatadas, pero esta vez habían dejado a André atónito por ir demasiado lejos. Desde luego, no se esperaba una salida como esa tan temprano.
—¿Se puede saber qué movida te acabas de montar en la cabeza? —le preguntó a Eric—. Tío, te estoy hablando de aporrear unas cuerdas para pasar el rato, no de ir al conservatorio cada puta tarde.
—Es verdad —respondió Eric, dándole una palmada en la espalda a André para reanudar el paso—. Tienes razón, estoy divagando.
—Lo estás.
—Estoy loco.
—También.
—Necesito que me encierren.
André chasqueó la lengua y le dio un puñetazo a Eric en el brazo.
—¡Ay!
—Lo que eres es un pesado, y un tocapelotas —dijo André, molesto—. No sé qué te pasa hoy, pero estás muy negativo y a uno se le quitan las ganas de vivir cuando te escucha hablar así.
—No me pasa nada —Eric sonrió—. Solo quería pincharte un poco, que tanta felicidad junta me revienta.
—Pues lo has conseguido.
Subieron los últimos peldaños, llegando al rellano que les correspondía. Los alumnos empezaron a entrar en la clase, Eric y André podían verlos desde el cristal de la ancha ventana que daba al interior. Volvieron la vista al pasillo, y Eric todavía sonreía.
—¿Quieres tú la caja de bombones, cariño? —le preguntó a André, juguetón, llevándose otro puñetazo en el mismo sitio justo después de hacerlo.
2
Al entrar en la clase, tomaron asiento. Las últimas mesas, como acostumbraba a ocurrir nada más abrir una puerta que llevaba meses cerrada, ya estaban ocupadas por alumnos como Omar, quienes solo iban a clase porque sus padres todavía estaban en casa. Eric siempre tuvo claro que, por lo general, el grado de atención del alumnado hacia el profesor decrece a medida que aumenta la distancia entre ambos puntos.
—Pues ya está —dijo André, golpeando el cajón de la mesa con ambas manos—, ya es definitivo. Nos pudriremos aquí durante los próximos doscientos y pico días.
—¿Quieres cambiar de sitio? —le preguntó Eric—. Todavía estamos a tiempo.
—No creo que haya una silla que me caliente más el culo en invierno que otra.
Una comparsa atronadora se pronunció a base de gritos desde el exterior del aula, acercándose a cada segundo como si por allí cruzara la ruta de una procesión salvaje, hasta que la turba entró por la puerta. Eric puso los ojos en blanco, y al mirar a André lo descubrió con la mano echada a la frente. Las chicas recién llegadas se abrieron paso por entre los pupitres, riendo a carcajadas y creyéndose el centro de atención, apartando a la plebe a base de empujones hasta detenerse cerca de ellos dos. Tal vez demasiado cerca.
Eric murmuró algo que André no llegó apenas a escuchar:
—No.
E hizo una pausa dramática antes de continuar, para darle más peso al asunto:
—No será verdad.
Las chicas decidieron asentarse allí, justo a su derecha, sin reducir el volumen de la algarabía por estar ocupando un espacio cerrado. Se sentaron encima de las mesas, reposando los pies en las sillas, enfrentadas unas con otras para no perder el contacto visual y continuaron hablando como si todavía estuvieran a cielo abierto.
—¡Y mirad! —exclamó una de ellas, con un agudo irritante por alzar la voz más de la cuenta—. ¡También me he hecho esto!
La chica alzó la mano, recargada en exceso de pulseras y anillos falsos, cuyo brillo precedía a unas uñas reforzadas por una manicura de colores chillones, y les mostró una marca tintada en la piel, grabada entre el dedo pulgar y el índice. Eric y André supusieron que era un tatuaje, aunque era difícil saberlo. Por lo que llegaron a ver, llamarlo así sería honrar al artista más de lo que merecía.
—¿Es un osito panda? —le preguntó otra de las chicas, como emocionada.
—¡Sí, tía! —respondió ella con otro grito innecesario—. ¿A que es súper mono?
André resopló, sin saber si reír por lo hortera que era la chica o llorar por tener que aguantarla un segundo más.
—¿Todavía podemos cambiarnos? —le preguntó a Eric, y ambos miraron en derredor buscando nuevos horizontes.
—Pues no —respondió él, negando con la cabeza—. Esto es lo que hay: o nos aliamos con Valeria y tenemos paz y después gloria, o nos vamos a la primera fila.
—Ni siquiera Olivia se ha sentado en la primera fila este curso. Si no lo ha hecho ella siendo como es, nos degradaría mucho más ponernos por allí.
—Bueno, pues aquí calladitos y ya está —dijo Eric, y miró de reojo una vez más a Valeria y su corte de fanáticas—. No hay vuelta atrás, muchacho.
Gabriel, su nuevo tutor, no fue capaz de acallar las voces con su presencia al entrar por la puerta. Tampoco lo pretendía. Cerró tras de sí y se dirigió al centro de la pizarra, alzando las manos y siseando para ganar un mínimo de atención.
—Chicos… —comenzó, con una paciencia escasa.
No dio el mejor resultado.
—Venga, por favor…
El grupo de Valeria ni siquiera se había girado para recibirlo. Probablemente, todavía no se hubieran dado cuenta de que ya había llegado.
—¡Por Dios! —les espetó Gabriel, y dio un golpe en la pizarra para acompañar la exclamación, creyendo haber partido en dos su alianza de boda por la fuerza de la palmada—. Esto no es un bar, solo pido que os comportéis un poco.
Los alumnos ya conocían a Gabriel de cursos anteriores, y tal vez por esa razón no le tenían ningún respeto. Enseñaba lengua, pero nunca tuvo el valor de usarla contra aquellos que debían aprenderla. Sin embargo, ya fuera porque se trataba del primer día o porque los temas de conversación se habían agotado, todos decidieron sentarse y escuchar.
—Muchas gracias, chicos —dijo Gabriel, complaciente para empezar con buen pie—. Os doy la enhorabuena a todos por estar aquí. Sé que os habéis esforzado para llegar hasta este punto, y aunque no todos queráis hacer bachillerato el año que viene sé que conseguiréis terminar lo que empezasteis, porque todos valéis muchísimo.
Omar soltó un ronquido desde el último pupitre de la clase, una risa nasal que pretendía poner en entredicho las palabras de Gabriel con cierto recochineo. Él nunca se había esforzado para llegar a ninguna parte, y sin embargo allí estaba.
—Ya nos conocemos de antes —prosiguió Gabriel—, y estoy seguro de que nos llevaremos de maravilla. Como los años anteriores, este también os daré lengua, pero si necesitáis hablar conmigo de cualquier cosa podréis encontrarme en la sala de profesores.
Eric escuchaba a Gabriel, intentando descifrar las inseguridades que reflejaba como tutor. Con toda probabilidad, lo único que intentaba mostrándose tan cercano a sus alumnos era demostrarse a sí mismo que valía para el puesto.
—No quiero hacerme pesado, así que iré terminando —Gabriel carraspeó—. Este año tenemos a una alumna nueva. Ha llegado hace poco a la ciudad, así que sed buenos con ella y ayudadla en todo lo que necesite.
—¿Y dónde está Emma? —preguntó Valeria, volviendo a alzar la voz más de lo necesario—. ¿No va a venir ni el primer día de clase?
La corte de Valeria asintió con aprobación, murmurando acerca de una alumna que apenas conocían. Aunque todos sabían que no iban a encontrarla allí, André miró de un lado a otro buscando a Emma, pero se detuvo en Hugo porque, a diferencia de cuando lo saludó en el patio y este le apartó la mirada, se había concentrado en Valeria con el temperamento de un cazador, observándola con el ceño fruncido.
—Os informo a todos que Emma está en la lista —respondió Gabriel, señalando la carpeta que quedaba en su mesa—, así que tarde o temprano la veremos por aquí.
—Pues por mí que no venga, ¿eh? —dijo Valeria—. Que se vaya a grabar los anuncios a su casa, la niñata de los yogures.
Gabriel no dijo nada más. Se limitó a asentir, dejando un silencio lo bastante breve como para que nadie lo rompiera, y se dirigió hacia la puerta con intención de abrirla. Al otro lado aguardaba una nueva compañera, todavía ignorante de lo que ocurriría la primera vez que diera un paso al frente. Todavía a salvo de lo que le ocurriría cada día posterior a la primera vez que lo hizo.
—Compañeros —dijo Gabriel, levantando los brazos y señalando la puerta con ellos—, os presento a Andrea.
Andrea entró en la clase, con pasos cortos e indecisos. Sujetaba el asa de su maletín escolar con ambas manos; estaba diseñado con motivos escoceses, y hacía juego con su ropa roja y negra. Los brazos rechonchos quedaban apoyados sobre su pecho y vientre al sujetar el maletín, como si esa postura la ayudara a protegerse de algo malo que tal vez estuviera por llegar.
De algo que, en el fondo, sabía que llegaría porque siempre le había ocurrido así.
—Madre mía —murmuró Valeria, y el resto de chicas rieron por lo bajo—. A esta que le den dos sillas, porque como se siente en una se la carga.
Aunque estuviera lo suficientemente lejos para no hacerlo, Andrea llegó a oír el comentario. Su oído la traicionaba, entrenado sin quererlo para reconocer cualquier vejación que fuera dirigida hacia su persona. Después de tanto tiempo soportando la misma retahíla de adjetivos, intentaba convencerse de que ya no le importaba oírlos.
Al llegar a Gabriel, se giró hacia la clase y se inclinó para saludarlos, haciendo una reverencia silenciosa.
—Bienvenida, Andrea —dijo Gabriel, complacido.
—Gracias —respondió ella en voz baja.
—No hay muchos sitios libres, pero puedes sentarte en cualquiera de los que quedan.
Andrea miró de un lado a otro. Algunos de los alumnos no tenían un compañero a su lado, pero al desconocer las razones de esas individualidades no quiso interferir en ninguna de ellas. Sin embargo, a su derecha quedaba una chica sentada en las primeras filas, alejada de Valeria y las demás. Aunque pudiera tratarse de un prejuicio pensó que, probablemente, la chica eligió ese sitio para estar lejos de las otras, así que se dirigió hacia ella y dejó allí sus cosas, sentándose a su lado.
Gabriel chocó las manos y las agitó, viendo realizado un buen trabajo por su parte.
—Voy a pasar lista —dijo a los alumnos—, luego os daré los horarios y empezaréis con la primera clase.
Casi antes de que terminara de hablar, la clase empezó a regalarle una sarta de abucheos por verse devueltos al mundo real.
—Venga, no os preocupéis —añadió—. Al ser la primera del año, lo he negociado para que no sea muy dura.
Nadie le dio las gracias. Tan pronto Gabriel se quedó callado, las voces volvieron a hacer hervir la clase, y Andrea fue consciente de que, con toda probabilidad, muchas de las conversaciones que se habían abierto iban enfocadas a ella al ser la chica nueva.
—¿Seguro que quieres sentarte aquí? —le preguntó la compañera que ahora quedaba a su lado.
—Bueno… —comenzó Andrea, comedida—. Si quieres, me puedo cambiar.
—No lo digo por mí, sino por ti. Igual yo no soy tu mejor opción.
—¿A qué te refieres?
La chica se giró hacia ella. Más allá de sus gafas se escondían unos ojos cansados, rodeados por unas ojeras que contrastaban con la palidez de su piel. Su melena naranja estaba recogida con una coleta, revelando los dos o tres granos que siempre le iban creciendo a lo ancho de la frente, inevitables por la edad.
—A que si te sientas aquí, no vas a ganar puntos —dijo la chica, señalando a sus espaldas con la cabeza—. Esas no te dejarán en paz.
—Haga lo que haga, siempre hay alguien que no me deja en paz, así que no pasa nada —le respondió Andrea, y sonrió para intentar suavizar la dureza de sus palabras.
—Este no es el primer colegio al que te trasladan, ¿verdad? Ya sabes cómo manejar la situación.
—Más o menos, pero nunca es fácil.
La chica entrecerró los ojos y asintió.
—Intentaré ayudarte en lo que pueda —le dijo a Andrea, y la miró de arriba abajo—. Yo me llamo Olivia.
—Encantada —Andrea bajó la cabeza para saludarla, como acostumbraba a hacer—. ¿Y a ti por qué te molestan esas de allí?
—¿Quién ha dicho que me molesten?
Andrea se quedó callada por un momento. No quería empezar con mal pie, y tal vez ya hubiera metido la pata por no medir sus palabras.
—¡Perdona! —Se corrigió enseguida—. No sé, al verte aquí me ha dado la sensación de que…
—No me gusta la gente de este colegio —interrumpió Olivia—. Preferiría estudiar sola, pero no tengo elección porque los que pagan son mis padres. Por eso estoy aquí delante.
—Lo entiendo —dijo, pero Olivia no continuó hablando—. ¿Seguro que no quieres que me cambie de sitio?
—No, está bien. Pareces una buena chica —Hizo una pausa, y finalmente sonrió—. Y sí, también se metían conmigo. De hecho, estoy segura de que este año también lo harán, pero la verdad es que ya no me importa lo que hagan.
—Ojalá a mí tampoco me importaran estas cosas —dijo Andrea, y suspiró por la impotencia que le provocaba pensarlo—. ¿Cómo lo haces tú?
—¿Qué quieres decir?
—Que cómo consigues que te dé igual lo que te digan, o lo que te hagan.
—Me recuerdo a mí misma que lo que importa realmente, es lo que hay fuera del colegio —le respondió Olivia—. Aquí venimos a aprender: nos sentamos, escuchamos, y nos vamos, ¿no? No podemos hacer otra cosa. Ya que tenemos que hacerlo de todas formas, creo que lo mejor es aprovecharlo tanto como podamos y aprender tanto como nos puedan enseñar. Pero quitando eso, una vez sales de aquí puedes hacer lo que quieras; ya no estás atada a una silla, así que no dejes que la parte importante de tu vida se quede aquí metida.
Uno de los chicos de la fila de atrás asomó la cabeza entre ambas, mirando de lado a lado hasta dirigirse a Andrea:
—¿Ya te está soltando un rollo? —le preguntó el chico, refiriéndose a Olivia—. A esta no le hagas caso, que está muy loca.
El chico se retiró, y ambas cruzaron una mirada. Andrea mostró una expresión interrogativa por lo repentino de la situación, pero Olivia no mostró inflexión alguna.
—Por esto prefiero sentarme sola —dijo Olivia, sacando su agenda para revisarla.
—¿Porque dicen que estás loca?
—Porque se supone que soy la chica lista de la clase —respondió, sin ningún orgullo—. La empollona. El coco, el cerebrito. Y ya sabes: solo por ser diferente a los demás, tienes que ser peor que ellos.
—Pues sí. Eso es lo que me ha pasado en todas partes, y nunca he entendido por qué tiene que ser así.
—¿De verdad que no lo sabes? —preguntó Olivia, extrañada—. ¿Nunca te has parado a pensarlo? Es porque tienen miedo de ti. Te hacen sentir que eres lo peor, y poco a poco se encargan de que lo seas para todo el mundo.
—¿Tú crees?
—Pues claro. Te degradan como pueden, porque se sienten inseguros al encontrarse con alguien que sabe mucho más de lo que saben ellos. La única manera que tienen de ponerse encima de ti, es riéndose de aquello en lo que más brillas, y al final tú misma crees que no vales nada porque los demás te lo han hecho ver así.
—Es muy triste, pero puede que tengas razón.
Olivia no dijo nada por un momento, estudiando a Andrea en silencio. Al analizar su actitud y fijarse en su aspecto, supo que iba a tener muchos más problemas en un año de los que ella había tenido en cuatro.
—No hace falta que me des la razón si crees que no la tengo —le dijo—. No voy a juzgarte porque me rebatas.
—No es eso —Andrea se apresuró a negar con la cabeza—, es que me cuesta hablar con la gente. Tengo miedo de decir algo que esté fuera de lugar.
—No te preocupes. Eso es algo que tarde o temprano hacemos todos, nos guste o no.
Gabriel tomó asiento y apartó la vista de la carpeta, contemplando desde su posición un cuadro de arte abstracto digno de estudio.
—¿En qué eres buena? —preguntó Olivia.
—Creo que en nada —le respondió Andrea—. O no se me ocurre nada.
—¿Ves? Precisamente a eso me refería. Siempre hay algo que tú no crees que…
—Bueno, vamos a ver —interrumpió Gabriel—. Mientras paso lista, podéis ir sacando las agendas para copiar el horario.
No perdieron mucho tiempo en hacerlo, puesto que no hubo preguntas. Después de que Gabriel terminara de llevar a cabo las directrices, les recordó lo que venía a continuación:
—En esta primera clase, además de tener a una nueva compañera, también tendréis a una nueva profesora —informó a los alumnos—. Os caerá bien, ya lo veréis.
Se levantó de la silla, echando un último vistazo a los pupitres.
—¡Mucha suerte a todos!
Al salir por la puerta, la dejó abierta, y los alumnos de las últimas filas observaron a Gabriel hablando con una mujer en el pasillo. Los murmullos empezaron a invadir la sala, y varios otros se asomaron para verla también. Lo primero que hizo ella, fue mirar hacia la ventana y saludar, consiguiendo así que los curiosos regresaran a sus asientos enseguida por verse descubiertos.
La profesora cruzó la puerta y cerró tras de sí. Nada más verla, Olivia se puso sobre aviso; esta debía ser la mujer de quien le habían hablado, pero se la esperaba de un modo muy distinto a como era en realidad. De hecho, a primera vista le pareció encantadora. La mujer se colocó a medio camino entre la puerta y su silla, dirigiéndose a la clase con una sonrisa de lo más afable.
—Buenos días a todos —dijo, llena de entusiasmo—. Yo soy Amelia, y este año os daré la clase de ética. Como en ningún curso anterior la habíais dado, imagino que tendréis algunas dudas al respecto, así que antes de empezar sentíos libres de preguntar lo que queráis.
—¿Estás soltera? —le preguntó un alumno anónimo, sin levantar la mano.
Amelia se quedó callada. Sabía que iba a ser difícil manejarse con los alumnos de un colegio de tal reputación, pero se había interesado en estar allí precisamente por cómo los educaban en aquellas aulas. No quería empezar con mal pie, así que optó por pronunciarse con una respuesta neutral, sin sacrificar por ello la simpatía que había empleado poco antes:
—Me refería a que os sintáis libres de preguntar lo que queráis sobre la asignatura.
Olivia se creyó responsable de encauzar la clase, con la única intención de no perderse en lo ridículo más de lo necesario, así que le propondría a Amelia un interrogante acorde a lo que trataba de desarrollar. Tan pronto alzó la mano, Valeria soltó un bufido que se sabía inevitable desde el otro extremo, e hizo acopio de su desprecio natural:
—Ya está la pelota, levantando la mano.
Tanto Amelia como Olivia ignoraron el comentario, y la primera dio paso a que hablara la segunda:
—¿Para qué necesitamos esta asignatura?
—Para pensar dos veces antes de hacer preguntas como las del otro compañero, por ejemplo —respondió Amelia, y la clase comenzó a reír—. Es broma. La idea es que, aquí, todos aprendamos de todos: estas clases no consistirán en saber cómo funciona nuestro cuerpo, ni en saber cómo despejar la equis, ni en analizar frases ni en hacer dictados.
—¡Menos mal! —voceó alguien, y el resto lo aprobó—. Porque si no, vaya coñazo.
—¡No! —dijo Amelia, levantando las manos—. No os equivoquéis. Esas materias son tan importantes como lo que yo os quiero enseñar aquí, con la diferencia de que aquí hablaremos acerca de cómo funcionamos entre nosotros. Qué decisiones podemos tomar en determinadas ocasiones para ser más eficientes, cómo encarar un problema que nos atañe, ya sea a nosotros individualmente o como todo un grupo, o qué podemos hacer para crear conciencia sobre las cosas que van mal.
Nadie dijo nada. Nadie se interesó por lo que Amelia intentaba despertar en el resto de la clase. Nadie excepto Eric, quien pensó que, con toda probabilidad, el silencio se debía a que nadie fue capaz de entender la magnitud de los problemas que Amelia planteaba. Sin embargo, aunque se viera obligado a decir algo para apoyar la motivación de la profesora, prefirió reafirmarse en lo que acostumbraba a hacer y se quedó callado.
—Estoy segura de que todos aprenderemos mucho —continuó Amelia—, incluida yo. Además, por lo que me ha dicho Gabriel, podremos usar la sala de proyecciones para ver películas. ¿Qué os parece eso?
A los alumnos, por supuesto, les pareció bien. Pero por los motivos equivocados. Si la clase caía en lunes a primera hora de la mañana, muchos aprovecharían la proyección para dormir una hora más, y Amelia era consciente de que le habían asignado esa hora por esa misma razón. A pesar de ello, se convenció de que era un comienzo respetable.
—Bien —dijo Amelia, abriendo su carpeta y rebuscando en ella—. Si no tenéis ninguna otra pregunta, empezaré a hacerlas yo. Haremos un pequeño cuestionario para ver cómo responderíais ante diferentes situaciones que se os puedan plantear en el día a día.
Aunque el ejercicio les llevara más tiempo del esperado, todos participaron. Para que hubiera igualdad de condiciones, Amelia se comprometió a responder sus propias preguntas al finalizar cada ronda, y Eric se sorprendió al comprobar que el método funcionaba: en su caso, las salidas de algunos alumnos le parecieron predecibles por ya conocerlos, y muchas otras estaban fuera de lugar, pero la finalidad del ejercicio no era tener la solución al problema. El objetivo de Amelia, sin duda, consistía en conocer la naturaleza de cada uno para saber cómo tratarlo en un futuro.
Después de la primera clase, con un resultado que ella creyó satisfactorio, les deseó un buen inicio de curso y se despidió hasta el lunes siguiente. Terminada la clase de ética, los alumnos tuvieron que aguantar otras dos horas muy distintas hasta llegar a la del recreo; en cuanto el timbrazo rebotó en cada pared del colegio, los alumnos se levantaron y corrieron escaleras abajo.
Eric y André todavía no se habían hecho a la rutina, y por ello no se dieron demasiada prisa en bajar.
—La mitad está hecha —anunció Eric—, después del patio ya iremos de bajada.
—Esta tarde podemos ir al parque a comernos unas pipas —le propuso André.
—¿Lo dices en serio? —Eric se mostró dubitativo—. Hoy se llenará mucho, y nos tocará aguantar a los críos del Kairos. Seguro que para cuando lleguemos ya estarán allí, como si nos hubieran ganado en algo.
—Con el calor que hace, es mejor que quedarnos encerrados en casa.
—Venga ya, hombre. Como si no supiera que lo que quieres es quitarte la camiseta delante de todas.
—¡Qué va!
Aprovechando que apenas quedaba nadie por bajar, Eric empezó a mover los brazos alrededor de André, con intención de agarrarle la camiseta y levantarla.
—No mientas —le dijo, moviéndose de un lado a otro entre amagos—, quieres que todas las niñas te vean esos pedazo de pectorales nuevos, ¿verdad?
—Que no. Déjame.
—Que sí. Que te haces el tonto, como cuando algunas chicas se quitan el jersey, que se levantan también lo de debajo y hacen como que no ha sido adrede.
Eric terminó por atrapar la camiseta, tirando hacia arriba.
—¡Aquí está! —gritó, triunfante—. ¡Esconded a vuestras hijas, que ha llegado el espartano!
André agarró la muñeca de Eric y se la retorció, haciendo que el resto de su cuerpo menudo acompañara el movimiento por el dolor.
—¡Ah! —masculló Eric—. ¡Vale, ya está bien!
—¿Vas a parar?
—No —André apretó un poco más—. ¡Sí!
Le soltó la muñeca, y en cuanto Eric se recompuso se llevó la mano a la zona dolorida.
—Y luego viene Omar y te acojonas —le recriminó Eric—. ¿Por qué no le haces esto a él?
—Porque me saca la navaja y me pone la lengua de corbata.
Al girar una esquina para seguir bajando las escaleras, André alzó la vista para ver el piso por el que habían venido, casi sin pretenderlo. Allí descubrió a Hugo, mirándolos igual que los miró en el patio, pero esta vez prefirió no levantar la mano para saludarlo por empezar a parecerle un comportamiento extraño.
3
Cuando la distancia con Eric y André fue la suficiente, Hugo siguió bajando las escaleras. Fue el último en hacerlo, ya que tanto Olivia como la alumna nueva, cuyo nombre no recordaba, no parecían tener intención de salir del aula.
Era la segunda vez en un solo día que André lo sorprendía mirando hacia él, y empezó a temerse posibles elucubraciones por parte del compañero.
Llegó al patio del recreo y desenvolvió el bocadillo. Daba cada bocado más desganado que el anterior, andando sin un rumbo fijo por encontrar todos los bancos ocupados, hasta que se apoyó en una pared y miró de un lado a otro como si le tocara a él vigilar a los alumnos. Todos hacían su vida: unos hablaban y muchos reían, otro pedía dinero para poder comprar algo en la cafetería, otro comparaba su gorra con la de los otros dos que tenía al lado… y muchos más jugaban al fútbol en el campo de tierra, aprovechando la media hora de descanso tanto como podían.
Hugo dejó el bocadillo sin terminar, lo tiró a la basura y se dirigió al campo. Procuró andar con decisión, derecho y con la cabeza bien alta, y una vez pisó la tierra empezó a ir al trote para integrarse cuanto antes. Se acercó a uno de los chicos y le siguió el ritmo.
—¿Se puede? —le preguntó Hugo, señalando el balón.
—Vale, vas con nosotros —respondió él, sin detener su avance—. Me la pasas a mí hasta que veas con quién vas.
Hugo asintió, y el portero del otro equipo lanzó la pelota de nuevo al campo. Hugo corrió tras el balón pero, antes de que pudiera mezclarse con el resto como si fuera uno más, alguien le tocó la espalda y lo detuvo. Al girarse, lo vio.
No podía ser otro.
—Tú no juegas —le dijo Omar, deteniéndose a su lado.
Hugo tenía la certeza de que, hasta que no saliera del campo, Omar no pensaba moverse de allí. Probablemente, Omar no recordara haber tenido esa misma conversación con él en el pasado, pero no era la primera vez que esto le ocurría.
—¿Por qué no? —le preguntó Hugo—. Sé jugar, si voy contigo seguro que ganamos.
—Conmigo, dice —Omar resopló—. Tú no vas a ir conmigo en tu puta vida.
—Venga, hombre, no seas…
—Que salgas del campo —ordenó, tajante—. Que no vas a jugar.
Buena parte del colegio había visto a Omar metido en alguna pelea. De hecho, durante el último año apenas tuvo la necesidad de hacerlo porque el resto de alumnos sabían que, si alguien decidía plantarle cara, terminaba la pelea sin ella.
Hugo se encogió de hombros, pero no salió del campo.
—¿Te he hecho algo? —le preguntó a Omar—. No entiendo por qué eres así conmigo.
—Que salgas del campo, maricón —respondió, regurgitando una flema que escupió a los pies de Hugo como última advertencia—. No te quiero volver a ver aquí.
Era una causa perdida. Sabía que, aunque esta vez hubiese estado cerca de lograrlo, las posibilidades de aceptación por parte del resto eran escasas, pero no pudo negarse a ceder a esa esperanza que le regresaba cada cierto tiempo. Tal vez en otras circunstancias hubiera podido encajar, pero Omar se encargó una vez más de que no lo hiciera; desde que aquel cambio en su vida se hizo patente para el resto, todo parecía ir a peor.
Se retiró del campo, y al volver sobre sus pasos la campana lo salvó: antes de que le diera tiempo a sentarse en el suelo de una esquina incierta, el timbre anunció que era hora de volver a clase, y Hugo lo agradeció por no tener que dar vueltas en silencio a su derrota anterior.
4
La tarde había caído. Al finalizar todas las clases, Eric y André decidieron ir al Parque de las Hiedras, manteniendo la distancia respecto al resto de compañeros como habían hecho durante todo el día. Sin embargo, en vista del panorama una vez allí, no tardaron en volver a casa; como ambos previeron horas antes, el ambiente no era el más adecuado.
Los alumnos del Kairos quisieron plantar la bandera en tierra hostil desde el primer momento, obligando a los alumnos del Via Communitas a trasladarse a otra parcela, y Eric y André observaron desde lejos la primera de muchas contiendas que vendrían entre los dos colegios. Cuando la llama encendida de ambas facciones se apagó, ya fuera de peligro, decidieron acercarse a una pequeña multitud, pero las conversaciones no fueron del agrado de ninguno y abandonaron el parque poco después. Eric, desde luego, esperaba no volver ningún otro día.
—¿Por qué tienen que pasar estas cosas? —preguntó André, refiriéndose a la animadversión que enfrentaba ambos colegios.
—Porque nunca aceptamos a los extraños —respondió Eric—, aunque sean de la casa de al lado. Porque la gente, en general, se quiere partir la cara por cualquier cosa.
Se detuvieron en un cruce, esperando a que el semáforo se les pusiera en verde, y Eric prosiguió:
—Si quieres un ejemplo cercano, fíjate en el curso que acabamos de empezar: somos la clase C, y en nuestro mismo colegio vemos a la clase A, a la B y a la D como si fueran desconocidos aun estando pared con pared.
—Eso no es cierto —objetó André—. Yo conozco a gente de otras clases, me acuerdo de ellos y les saludo de vez en cuando.
—Ya lo sé, pero conocer y llevarse bien no tienen nada que ver. De hecho, si quieres ir todavía más lejos, mira lo que pasa en nuestra propia clase: por pocos que seamos, también tenemos algunos grupitos, y nos miramos entre nosotros como si fuéramos extraños. Así que, si te paras a pensarlo un poco, me parece hasta normal que siendo de colegios diferentes los del Kairos nos vean como a una tropa de salvajes.
—Pues yo no opino igual—insistió André, molesto—. Creo que por pensar así de la gente, nos perdemos conocer a otras personas con las que podríamos conectar muchísimo, y me sabe fatal que siempre nos estemos mirando por encima del hombro y haciendo tonterías.
—A mí también me sabe mal, pero como siempre queremos hacernos daño al final acabamos por desconfiar los unos de los otros. Somos mala gente, colega.
El semáforo se puso en verde, y Eric le dio una palmada en la espalda a André para continuar su camino. Como si estuviera fatigado, tomó aire y articuló en palabras lo que opinaba del mundo a grandes rasgos:
—Madre mía, qué asco de vida.
Estuvieron un rato sin decir nada, pensando en sus cosas y dejando atrás caras que nunca llegarían a conocer, atravesando la ciudad sin ser capaces de verla de un modo distinto por una sola vez. Eran siempre las mismas calles, los mismos coches y el mismo olor rancio que les atravesaba la nariz a cada inhalación.
—¿Y lo que han dicho en el parque? —preguntó André—. ¿Lo de la alumna liada con un profesor? Qué locura, es el primer día y ya tenemos rumores nuevos.
—¿A quién le importa eso?
—No sé… ¿a todo el mundo?
—Cierto —admitió Eric—, a veces me olvido de que soy el único al que le importan una mierda esas chorradas. Pues bueno, si no fuera porque Lucas es un mercenario que no se casa con nadie, diría que es un rumor falso, pero hay que reconocer que el tío es serio y sabe sacarse las castañas del fuego para estas cosas.
—Pues a mí me parece un cabrón. No está bien ir por ahí contando las intimidades de los demás.
—La verdad es que no, pero si puede sacarse un dinerillo moviendo información me parece más bien espabilado. Fíjate que de mayor lo veo trabajando de detective privado, rompiendo matrimonios que se ponen los cuernos y todo eso.
Cuando llegaron a la esquina en la que solían encontrarse o despedirse, André agitó la muñeca para colocarse el reloj y miró la hora.
—Todavía es pronto —le dijo a Eric, dando golpecitos al cristal con el dedo—. ¿Te vienes un rato a mi casa?
—Venga, sí.
Poco a poco se daban cuenta de que, como una realidad que se impone sin desearlo, el verano quedaba atrás: ir a casa de André después de clase era una actividad recurrente tras las vacaciones, aunque no acostumbraban a hacer los deberes una vez allí. La casa era grande para el barrio en el que vivían, y aunque André siempre respondiera con modestia que él y su madre tuvieron suerte al encontrarla, Eric sabía que provenía de una familia sin dificultades económicas.
Si todavía eran amigos, se debía a que André nunca hizo alardes de su poder adquisitivo, evitando adoptar la postura superficial que se daba en muchos otros casos con los chicos de su edad.
5
André sacó las llaves y abrió la verja entre tintineos, sin hacerse audible un solo chirrido por estar bien engrasada, y siguieron la estrecha ese de piedra que conducía a la casa a través de un humilde jardín de colores vivos. Al pasar al interior y cerrar la puerta, pudieron ver a una mujer asomar la cabeza desde el marco que daba al comedor; la cortina de cabellos rubios que la envolvía brillaba como con luz propia, y enseguida sacó la mano para saludarlos y regresó a sus asuntos.
—Hola, Irene —le dijo André.
—¡Enseguida termino! —dijo ella, apresurada por algo.
—No te preocupes, ya nos vamos para arriba.
A Eric le extrañaba que André llamara a su madre por su nombre de pila. Lo interpretaba como si hubieran establecido una distancia invisible entre ambos, pero en realidad estaban mucho más unidos de lo que lo estaba él con sus dos padres. Supuso que se debía a que su vínculo familiar se debilitaba año tras año, y al ver cómo se comportaban otras familias no podía evitar compararlas con la suya.
Obviando la frecuente aprensión que a Eric le transmitía la gran mayoría de gente, en casa de los demás siempre se comportaba y era muy considerado con sus mayores, así que antes de subir se dirigió al comedor y le devolvió el saludo a Irene. Cuando alguien le caía en gracia, casi sentía que le debía algo a esa persona por ser capaz de aceptarlo tal y como era.
Dejaron las mochilas, se quitaron las zapatillas y subieron las escaleras, pisando sobre el cálido parqué que revestía la mayoría del suelo de la casa, y una vez en la habitación de André se dejaron caer en lo primero que encontraron.
—Voy a encender el aire acondicionado —dijo André, sofocado al haberse detenido tras andar por un buen rato.
Se levantó de nuevo, lo encendió y aprovechó para sacar una de sus guitarras de la funda. La parte anterior del clavijero tenía adherido un pequeño espacio para guardar las púas; sacó una, se sentó de nuevo en la cama y empezó a tocar.
—Entonces de lo de unirte al grupo nada, ¿verdad? —le preguntó a Eric.
—Creo que no —respondió él—. Al menos por ahora.
—Es una pena. Con lo centrado que eres para algunas cosas, creo que se te daría muy bien.
André guardó silencio para dejar hablar al instrumento, uniendo un acorde tras otro con cierta dificultad por no haberse hecho todavía a la cadencia de la canción. La había compuesto él mismo, pero se le resistía el cambio de posición de los dedos entre las cuerdas.
—¿Qué te parece la alumna nueva? —le preguntó a Eric.
—Que se llama como tú —respondió él, y André puso los ojos en blanco.
—Qué infantil eres a veces.
Eric rio, esperó un poco y contestó a la pregunta de André:
—Me parece que Valeria y las otras no la dejarán en paz —le dijo—. Cualquiera que tenga un poquito de personalidad lo pasa mal en este colegio.
—Opino lo mismo.
André se dio una pausa para añadir otras dos notas entre frase y frase, como si estuviera decidiendo si iba a opinar algo más al respecto.
—Sí, va a pasar exactamente eso —dijo finalmente—. Me sabe mal por ella, pero además de estar gorda parece muy tímida.
—Tampoco está tan gorda —objetó Eric, y André lo meditó un poco mejor—, y aunque lo estuviera no es motivo para meterse con ella. Parece una buena chica.
—Bueno, es verdad. Puede que tampoco lo esté tanto, pero sí lo suficiente como para que las otras puedan usarlo en su contra.
Eric no tenía mucho más que decir. La entrada de Andrea no le había despertado la más mínima curiosidad a ninguno de los dos, pero…
—¿Y la profesora nueva? —le preguntó André.
—¿Qué hay con ella?
—¿Lo dices en serio? —Dejó de tocar, como si de pronto el tema de conversación se hubiera vuelto importante—. Tío, Amelia es la mujer perfecta.
Eric levantó una ceja, extrañado por oír a André dejando a una profesora en buena posición. Antes de que pudiera responder, unos nudillos llamaron a la puerta, y el anfitrión le dijo a la persona del otro lado que podía pasar. Era Irene, sujetando una bandeja con un par de refrescos helados y un plato lleno hasta arriba de patatas fritas.
—Mamá, ya sabes que estoy a dieta —le recordó André, molesto—. No puedo comer entre horas.
—Anda, hombre, no digas tonterías —respondió ella, dejando la bandeja sobre la mesa—. Porque lo hagas de vez en cuando no pasa nada, y si no mírame a mí.
André no la miró, pero Eric aprovechó para hacerlo por los dos. Irene era una de esas madres jóvenes que se ven por la calle a veces, de las que hacen que la mayoría de los hombres se rompan el cuello al girarse para verlas un segundo más. Una de esas madres que, aunque hayan sembrado su descendencia en el mundo, por su aspecto nadie diría que lo han hecho todavía.
—Eso dices ahora —le dijo André—, pero haces más ejercicio que yo y siempre andas buscando un espejo para verte. Esto tiene un montón de azúcar, y de la sal de las patatas ya ni hablemos, porque encima…
—Que te calles y comas —interrumpió Irene, y se volvió hacia Eric—. Si quieres algo más, tú me lo dices y os lo subo, ¿vale?
—Muchas gracias —le respondió Eric, pensando en osos polares para que el rubor incipiente no alcanzara sus mejillas—, pero no te preocupes por nosotros. Así estamos bien.
La mujer le dedicó una sonrisa radiante, revelando una hilera de dientes blanqueados, y abandonó la habitación para no molestarlos. Cuando Eric la oyó bajar las escaleras, suspiró y miró a André, pero este lo sorprendió mirándolo a él primero. Sabía, casi palabra por palabra, lo que Eric iba a decirle a continuación:
—Tu madre sí que es la mujer perfecta.
—No empecemos.
Eric tiró de la anilla de su lata y le dio un largo trago a la bebida, cogiendo después un buen puñado de patatas y sentándose de vuelta en la silla. André ni siquiera miró la bandeja.
—¿Y qué pasa con Amelia? —preguntó Eric entre bocado y bocado—. No te pega. Nunca te fijas en las chicas más mayores que tú, mucho menos en una profesora.
—Igual estoy madurando —le respondió él—. No solo es preciosa, sino que además parece muy lista.
—Muy inteligente, diría yo.
—¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra?
Eric arrugó los morros, pensando la respuesta.
—Creo que alguien listo sirve para memorizar cosas, y que precisamente de ahí viene la palabra. Alguien inteligente no necesita memorizar nada, porque piensa y razona sin tener que leerlo en ningún sitio —explicó, asintiendo para sí—. Creo que ser inteligente siempre será mejor que ser listo, porque expones tus propias ideas sin tener que copiarlas de nadie más.
André soltó un bufido, y Eric sabía por qué.
—¿Siempre me tienes que hacer un puto proyecto de cada pregunta que te hago?
—Coño, es que si me preguntas te respondo. Pero bueno, tienes razón en que Amelia no solo es guapa, sino que además es lista. O inteligente. O las dos, diría yo.
—¿Crees que tengo posibilidades con ella?
—Pues no. Al menos dentro del colegio, ahora mismo solo puedes optar por las de tu edad, y eso no está nada mal.
—Pues hoy he conseguido el teléfono de una tía mayor que yo. Y es del colegio.
Eric retrocedió, como si las palabras de André lo hubieran golpeado. No sabía cómo lo hacía, pero siempre lo sorprendía con hazañas de esa clase.
—Eso es imposible —le rebatió enseguida—. ¿En qué momento? No me he separado de ti en todo el día.
—Todos tenemos necesidades, chaval.
—¿Qué quieres decir con eso?
André no dijo nada, solo levantó las cejas y sonrió. Eric, meditabundo, pensó en las posibles artimañas de su amigo, hasta que lo comprendió:
—No puede ser —dijo Eric, atónito—. ¿Te la has ligado a tercera hora, cuando has ido un momento al baño?
—Buen trabajo, Sherlock —le respondió André, señalando a Eric con los pulgares levantados—. Se llama Lara, y está en segundo de administración. Eso, por descarte, la hace mayor que nosotros, y también le da más morbo.
—Serás…
Eric, aunque no quisiera admitirlo delante de André, a veces sentía envidia por sus triunfos con las chicas. Él nunca había estado con nadie, y aunque la soledad le pareciera una buena aliada por ahorrarle muchos problemas, a veces lo abrazaba demasiado fuerte. Cuando eso ocurría, se le antojaba la necesidad de tener a alguien a su lado para no ahogarse.
—Mi enhorabuena —le dijo a André, y lo dijo con sinceridad—. Nunca dejas de superarte.
—Bueno, como te podrás imaginar todavía no hemos hecho nada, pero le diré de quedar pronto y a ver cómo acaba la cosa. Ya te la presentaré.
—No me la presentes.
—¿Por qué no?
—Por que la cosa, como tú dices, no durará mucho por bien que acabe. No necesito conocerla si no vas en serio con ella.
—Oye, que yo siempre intento ir en serio con todas.
Eric prefirió no conducir la conversación por esos derroteros, así que se quedó callado y siguió llevándose patatas a la boca, regándolas con el poco refresco que le quedaba en la lata. André aprovechó para seguir tocando la guitarra, y el crepúsculo descendió entre la altura de los edificios que cimentaban una ciudad gris.
—Las chicas mayores… —Se repitió Eric, de pronto nostálgico por alguna razón—. Esas son las que saben lo que hacen.
—No te creas —le respondió André—. Tengan la edad que tengan, están todas locas.
—Me apuesto lo que quieras a que Lydia no está loca.
Al oír ese nombre, André se apresuró a dejar la guitarra e incorporarse hacia Eric. Lo señaló con el dedo, muy serio, y luego se lo llevó a los labios.
—No empieces con Lydia —le advirtió, casi amenazante—. Te lo pido por favor.
—Ah, ¿o sea que tú puedes hablarme de todas las tías que quieras y yo no puedo hablarte de una?
—Puedes hablarme del resto.
—Pero es que a día de hoy lo recuerdo como si hubiera pasado ayer —objetó Eric, como un niño quejumbroso—. Se portó tan bien conmigo…
—No, lo que pasa es que los recuerdos siempre hacen más bonito lo que pasó en realidad.
Eric nunca olvidaría lo que le ocurrió hacía ya ocho veranos. Tiempo atrás, cuando su familia estaba más unida y planeaban salidas todos los festivos, solían veranear en un pequeño pueblo de montaña. Allí todos se conocían entre todos, y aquella tranquilidad siempre fue la mejor manera de desintoxicarse de la rutina y las multitudes, del tráfico y de las obligaciones del día a día.
—No tenía por qué hacerlo, pero lo hizo —continuó Eric, mirando al techo.
Una tarde especialmente calurosa, Eric estaba jugando junto a varios de los otros niños del pueblo. Jugaban al escondite, pero una de esas fuertes tormentas de verano arreció sin que nadie lo advirtiera, fugaz como un chasquido húmedo. Los niños se dispersaron enseguida, corriendo a refugiarse en el primer lugar que encontraron, y Eric torció una esquina y vio la puerta entreabierta del almacén de un vecino cualquiera. Cuando fue a entrar, la puerta se cerró: dos de los chicos, mayores que él, habían sido más rápidos, y en lugar de dejarlo entrar decidieron que sería más divertido dejarlo fuera, a merced de un diluvio que aumentaba a cada segundo.
—Me vio desde la ventana.
Eric, creyendo que un rayo le caería encima en cualquier momento, se apresuró a correr en dirección a su casa, todavía lejana de donde se encontraba, pero antes de dirigirse hacia allí se abrió una puerta en la acera de enfrente. Y de allí salió una muchacha. También ella era mayor que él y, aunque nunca saliera a jugar con el resto debido a esta diferencia de edad, se conocían al igual que se conocían todos los demás.
—¡Entra! —le gritó ella, cuya voz fue solapada por el largo rugido de un relámpago—. ¡Venga, date prisa!
Corrió hacia allí tan rápido como le fue posible, resbalando varias veces pero sin llegar a caerse, y ella lo esperó fuera hasta que consiguió entrar. La chica cerró la puerta enseguida y se aseguró de que ambos estuvieran bien, salvándolo de lo que él creía entonces una muerte segura.
Eric nunca quiso aburrir a André con una historia que ya le había contado demasiadas veces, pero tenía que compartir con alguien lo que todavía sentía por esa chica. Sin duda, la fotografía de su memoria ganaba color cada vez que la recordaba.
—Es un poco cursi decirlo, pero cuando me acogió se portó muy bien conmigo —le dijo a André—. Me sentí protegido y todo eso, me trajo una manta y me calentó una sopa. No sé si la sopa la había hecho ella o qué, pero…
—Ya.
—Me acuerdo de sus ojos: eran enormes y preciosos, y su piel era blanquísima. Y el pelo le llegaba hasta el culo, y siempre llevaba hecha una trenza enorme.
—Ya lo sé —le recordó él—, me la has descrito mil veces. Pero vuelve al mundo real y dime una cosa: si en aquel verano tenía dieciséis años, ¿qué edad tiene ahora?
—¿Ahora? Pues si nosotros tenemos quince…
Eric retuvo la respuesta a conciencia, intentando negarse el resultado por haber una diferencia de edad considerable.
—Ella debe tener…
—Veinticuatro, ¿verdad? —atajó André.
—Sí, puede ser. Por ahí irá la cosa.
—Por ahí irá la cosa… —le repitió—. ¿Te crees que no me acuerdo de que os lleváis nueve años? Si me acuerdo yo, ¿cómo no te vas a acordar tú?
—Bueno, ¿y qué? A ti te gusta Amelia.
—No me cambies de tema. Además, a mí me gusta Lara.
—A ti te gustan todas.
André decidió abrir un paréntesis en la conversación. Cada vez que se trataba el asunto de Lydia, era como si todo empezara a acelerarse para Eric, y cuando Eric se aceleraba nadie era capaz de responder a su fulminante batería de objeciones.
—En primer lugar, lo de Amelia es platónico —le explicó a Eric—. Eso no puede funcionar, porque es mayor que nosotros. Y Lydia también lo es.
—¿Y qué pasa con que sean mayores que nosotros? —preguntó él—. ¿No debería ser eso mejor?
—¡Claro que no! Mira, te lo explicaré de una puñetera vez, a ver si así lo entiendes.
André carraspeó, abrió la lata de refresco y vació la mitad de un trago, preparándose para dar un discurso que, en su opinión, iba a sentar cátedra entre aquellas cuatro paredes:
—Hasta que no cumplamos los veintipico —comenzó—, la diferencia de edad solo funciona en una dirección. Solo ellas pueden salir con chicos más mayores, y no al revés.
—¿Y eso por qué?
—Pues porque a nuestra edad, y esto vas a tener que reconocerlo, los chicos somos mucho más inmaduros que las chicas en estos temas. No estamos pendientes de ellas, mucho menos lo estamos de cuidarlas. En cambio, en la figura del chico mayor ellas encuentran experiencia, madurez y protección, y ahí empieza la cadena.
—La cadena… —repitió Eric—. ¿Te has inventado nombres para tus propias explicaciones? Luego dices de mí, pero tú…
—Calla —ordenó André. Ahora le tocaba a él recrearse en su fuerte—. La cadena empieza cuando ella elige, y aquí se abren dos opciones: puede elegir al chico mayor o al chico malo.
—Sí —Eric asintió repetidas veces—. Es verdad, siempre se van con el malo.
—¿Y sabes por qué lo hacen? Porque el malo no sigue las reglas. El malo es un chico interesante y divertido, y encima está bueno. Es alguien que va a hacer que los dos se lo pasen de puta madre: cada noche es una aventura nueva, y encima ella se siente a salvo porque parece que él sabe lo que hace, desafiando a los demás como si fuera el rey del mundo.
—Qué cabrón, el malo.
—Sí.
—¿Entonces ella se vuelve mala por culpa de los malos?
—No. Ella, con el tiempo, querrá saber qué le ha hecho el mundo al malo para que haya terminado siendo así. Siempre tiene que haber una explicación para eso, y ella cree que con el tiempo podrá hacerlo cambiar, hasta volverlo una persona decente que tenga lo mejor de los dos lados: el desparpajo del malo y la fidelidad del bueno.
—Pero no podrá.
—No podrá. Así que la pareja se romperá, porque ella se dará cuenta de que el malo es un cabrón que no la hace feliz. De que al malo no le importa una mierda nada de lo que a ella le preocupe, y gracias a eso las mujeres acaban creyendo que todos los tíos somos iguales.
—Oye, pero no lo somos.
—Ni nosotros, ni ellas. Por supuesto que no.
André se detuvo, enumerando lo que venía a continuación, pero Eric tenía más preguntas al respecto:
—¿Y qué pasa con los buenos?
—Pues a ti, como chico joven que eres, también se te abren dos opciones: o te conviertes en el malo y disfrutas aprovechándote de relaciones cortas que no deberían importarte, o eres el bueno que se acaba casando con nuestra chica imaginaria.
—¿Casarme? Pero si no he tenido novia en mi vida, ¿cómo voy a querer casarme?
André negó con la cabeza, despacio.
—Es que no te vas a casar todavía —le dijo a Eric—. Lo que pasará al final es que ella, harta de encontrarse a chicos malos que no la quieren, recordará al chico bueno que siempre ha estado ahí. El que siempre la ha apoyado y respetado como haría un verdadero amante, cuando no debería haberlo hecho porque él no ha recibido de vuelta ni ese apoyo ni ese respeto.
—No, hombre, no. Esto no puede ser así.
—Sí. El bueno acaba con ella, después de que los dos hayan fracasado una y otra vez en el amor: ella por cagarla con los tíos que ha elegido, el otro por lo poco interesante que es de cara a las tías al ser tan calzonazos. Ella sabe que no le va a poner los cuernos, porque ella es el premio y él es el afortunado que lleva toda la vida esperando su momento, y ahí acaba la cadena. Vivan los novios.
—Que no.
—¿Que no? —André rio de forma pretendida—. Pues ya me lo dirás con el tiempo. Incluso ellas me lo han confesado alguna vez: «No sé qué tienen los chicos malos, pero es que están muy buenos». Y también he oído cosas como: «Estoy aprovechando ahora que soy joven para hacer todas las locuras que pueda, y luego sentaré la cabeza con el chico bueno».
—No lo entiendo.
—Ni yo, pero es como si todo tuviera que ver con la dependencia: si ignoras a alguien, esa persona te buscará, pero si empiezas a preocuparte por esa persona, te ignorará. Tienes que hacerle creer que tu vida es tan impresionante que no la necesitas, para que ella quiera formar parte de lo que haces tú.
—¿Pero cómo voy a ignorar a alguien que quiero tener cerca? No tiene sentido.
—No lo tiene, y por eso lo de ligar es una mierda: es una batalla de egos tremenda, donde gana el que demuestra que no tiene nada que demostrar. Nadie puede parecer necesitado de nadie porque eso te hace débil; tienes que ser tú el que pasa de ellas, haciendo como que las escuchas pero sin demostrar más interés de la cuenta, y a la vez parecer lo suficientemente interesante cada vez que seas tú el que habla.
—Estoy jodido.
—Estás jodido —le confirmó André—. Pero bueno, todo esto son solo teorías que tengo, ¿eh? No todas las chicas tienen por qué funcionar así, ni todos los chicos menores que ellas tienen que quedarse sin posibilidades de salir con una. Mira yo con lo de Lara.
Eric, abatido y abrumado por caerle de pronto algo parecido a una nueva responsabilidad, no quiso decir nada más. Los argumentos de André lo habían hundido por completo.
—Oye, ¡pero dime algo! —le insistió André, dando un par de palmadas—. Como te explicaba al principio, a partir de los veinte ya puedes optar a ser el chico mayor, y con un poco de picardía puedes ser el malo también, ¿entiendes? No te me vengas abajo ahora.
—¿Y tú cómo lo haces? ¿Cómo te las llevas?
—Supongo que intento ser un poco capullo, pero no demasiado. Con la suficiente confianza en ti mismo, puedes conseguir cualquier cosa.
—Eso no me va. No quiero tener que ir detrás de nadie; prefiero que todo surja sin tener que forzarlo, y que a la chica le guste por cómo soy de verdad sin tener que aparentar nada.
—Depende de tus necesidades. Yo apuesto a que eso también te acabará pasando, pero necesitarás paciencia porque estoy seguro de que tardará.
André dejó la guitarra y se levantó de la cama. Se dirigió a su escritorio, abrió un cajón y cogió un estuche, tirando de la cremallera. Rebuscó un poco por el interior, y de allí sacó algo que brillaba a contraluz.
—Toma —le dijo a Eric, arrojándoselo, y este lo atrapó en el aire—. Sabes lo que es y cómo funciona, ¿verdad?
—¿Qué quieres que haga con esto?
—Quiero que lo uses antes de que acabe el curso. Quiero que…
André no terminó la frase. Creyó que con darle la herramienta y hacer un gesto acorde a la situación sería suficiente.
—Quieres que folle —terminó Eric, incrédulo.
—Sí, eso es lo que quiero, pero quiero que lo hagas con alguien que te merezca la pena, porque sé que eso es lo que buscas.
Eric se quedó mirando el plástico que envolvía el preservativo, rojo y destellante como la carrocería de un deportivo nuevo. Sabía cómo funcionaba porque en las campañas de prevención del colegio los habían repartido, pero nunca pudo usarlo con nadie. Ni ese, ni ningún otro.
—Y a eso que estás buscando se le llama hacer el amor, no follar —le recordó André—. Hay una diferencia muy grande.
Ninguno de los dos se había dado cuenta, pero las luces de la calle ya estaban encendidas y la noche había llegado. Irene volvió a entrar en la habitación para decirles que la cena estaba lista, y aprovechó para preguntarle a Eric si quería quedarse, a lo que él le respondió una negativa de lo más cortés.
Se levantaron, y Eric se llevó la mochila a los hombros, preparándose para irse.
—Ahora sí que se acabó el primer día —le dijo a André—. Ya nos queda menos.
—Sí, ¿y sabes qué? Dentro de unos años, creo que este será el curso que más recordaremos. Va a ser el último para muchos, y empezamos a hacernos mayores.
—Todavía no tenemos ni dieciocho, aunque dicen que a medida que creces el tiempo cambia, y que cada vez va más rápido. Que es como si de repente nos volviéramos más conscientes del reloj, de los días del año y de cómo nos repartimos las horas, y que al fijarte en estas cosas todo se pasa volando.
—Da miedo, ¿no?
—La verdad es que sí —admitió Eric—. Intentemos no pensar en ello, ahora que todavía podemos.
Se despidieron con un buen apretón de manos y Eric echó a andar, cruzando la calle sin ninguna prisa, pensando en el paso del tiempo y en cómo les afectaría a él y a André. Así como nadie lo hace cuando todavía no le ha llegado el turno, ninguno de los dos fue consciente de lo certeras que se volverían sus últimas palabras en el futuro.
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