Meadas a veinticinco pesetas

Meadas a veinticinco pesetas

Serafín Cruz

16/04/2019


*Meadas a veinticinco pesetas


—¡Tenorio, pero qué alegría encontraros por el barrio, hombre!

El caballero que había saludado se apartó la capa con un elegante y preciso movimiento enviándola a su espalda.

—¡Bernardo! —se sumó a la alegría el otro e, inmediatamente, los dos se abrazaron dándose sonoros golpes con las palmas abiertas. Tras el efusivo abrazo y el ulterior y pertinente interés mostrado por las respectivas familias, decidieron seguir un rato juntos tomando unos vinos en el bar que más cerca les cogiera, decisión que acabó dándoles la hora del cierre a ambos con los codos clavados en el mostrador y con el efecto del alcohol manifestado en un notorio estado.

—No os preocupéis, buen tabernero —serenó Bernardo al adusto dueño del local cuando, tras varios avisos, acertó a entender que era hora de salir de la taberna—, mi amigo y yo nos vamos ya. Tomad… cobraos —ordenó, con voz trémula y un vocabulario atropellado, dejando unas monedas entre los vasos que descansaban sobre el mostrador.

Calle abajo, y con las tenues luces que les ofrecían las escasas farolas que colgaban de alguna que otra fachada, los dos amigos caminaban con andar zigzagueante, pues ambos habían superado la ingesta de vino que sus facultades sensoriales podían tolerar.

—Quiero echar una meada —anunció Tenorio dispuesto a sacar su verga en mitad de la calle y desahogar su continencia.

—Deberíais controlar vuestra necesidad fisiológica, buen amigo —aconsejó el otro—, pues no siempre está uno en el lugar apropiado para hacer ese tipo de cosas.

—¡Y un cuerno! —replicó Tenorio, más obedeciendo a su estado beodo que a su propia voluntad—, necesito mear y voy a mear.

En unos segundos, el caliente chorro de la orina se precipitaba violentamente contra el suelo llegando incluso a mojarle los zapatos. Su amigo, que no opuso más resistencia que la verbal, dejó, aunque no aprobaba la decisión de Tenorio, que el que meaba diera por concluida su tarea, aunque ésta tardó más de lo de costumbre por lo llena que tenía la vejiga.

Bernardo, mientras esperaba que su amigo llevara su verga hacia dentro de sus pantalones, intentó, en la oscuridad de la calle, distinguir las figuras que se acercaban. Dio por hecho que no se trataban de mujeres, por lo que dejó a su amigo en su quehacer. «¿Dos caballeros?», pensó. Cuando sus ojos consiguieron distinguir algo era demasiado tarde para reaccionar.

—Buenas noches, caballeros —saludó un rechoncho policía de frondoso mostacho y voz estentórea que venía acompañado por otro agente que no destacaba precisamente por su porte hercúleo—. He de recordaros que no está permitido defecar ni orinar en la vía pública —avisó dirigiéndose al que no se había enterado de la presencia de la autoridad—, y no tengo más remedio que multaros, señor… ¡Y acabad, por Dios!

Tenorio dio por acabada su meada y, tras abotonar torpemente los botones de su bragueta, se giró y, dirigiéndose al policía que le había hablado, dijo:

—No podía aguantar más, señor agente. No querréis que me mee los pantalones, ¿verdad?

—Eso no es asunto mío, señor —asestó con severidad el policía—. Son veinticinco pesetas, si no queréis que os lleve detenido.

El policía que permanecía mudo se dispuso a acatar inmediatamente si su superior le daba la orden de arrestar al que acababa de vaciar su vejiga.

—¡¿Veinticinco pesetas?! ¡Joder, ni que hubiese matado a alguien!

—Veinticinco pesetas, señor… ¡ahora!

Bernardo, a sabiendas de que él estaba libre de toda culpa y de que saldría impune de la situación, pues ésta no le atañía, sonreía burlando la mala suerte de su amigo.

—Pues lo siento, señor agente, pero gasté con mi amigo Bernardo hasta la última gorda celebrando nuestro fortuito reencuentro. Todo mi dinero se convirtió en vino, el vino llenó mi vejiga, por lo que no pude luchar contra la llamada de la madre naturaleza y, para no mojar de pis mis pantalones, la calle me sirvió de orinal.

—Veinticinco pesetas, o le juro por Dios que dormiréis esta noche en el calabozo —asestó severamente el agente.

—Le repito, señor agente, que no tengo ni una, ni una sola peseta, joder, ni una siquiera.

—¡Ayudante, ayudadme a esposar a este malnacido y a conducirlo directamente al calabozo!

—Un momento, por favor— dijo Bernardo saliendo en defensa de su amigo—. Seguro que podemos solucionar esto sin que haya necesidad de esposar a nadie.

—Os advirtiendo que acompañaréis a vuestro amigo al calabozo si estáis tramando una triquiñuela.

—No, para nada, señor agente —tranquilizó a la vez que sacó de su faltriquera un monedero de tela. Desató el cordón que servía de cierre y consiguió encontrar un billete de cincuenta pesetas. Se lo ofreció al agente y le pidió que se cobrara lo que, según él, costaba la meada de su amigo.

—Pues lo siento, pero no tengo veinticinco pesetas para daros el cambio —dijo el agente.

El otro policía no se pronunció, pero no hizo falta.

—Entonces, y disculpadme, señor agente, el problema es vuestro. Mi amigo está saldando su deuda, no es culpa suya que no podáis cobrarla —avisó, con cierta sorna, Bernardo.

—Lo siento, caballero, pero no voy a quedarme de brazos cruzados ni a pasar por alto un acto delictivo. Vuestro amigo tendrá que dormir en el calabozo. ¡Ayudante…

—¡Parad, parad! —ordenó Tenorio—. Amigo, permitidme que gustosamente os deba cincuenta pesetas.

Bernardo, que no entendía la reacción de su amigo, pronunció un sorpresivo «¡¿eh?!».

Tenorio llevó sus manos hasta la bragueta del pantalón de su amigo y, antes de que el sorprendido Bernardo se percatara, su verga asomaba cuan larga y flácida era.

—¡Vamos —animó Tenorio—, dadle las cincuenta pesetas al señor agente y mead vos también, amigo mío, mead, que esta noche las meadas se pagan a veinticinco pesetas y este policía quiere cobrarse dos en vez de una!


FIN


*A la memoria de don José Ruiz, más conocido como «Ofito Ruiz», natural de Lepe, Huelva, y tal vez la representación más genuina de los chistes de su pueblo. «Ofito» tenía la idiosincrasia natural de saber llevar a lo histriónico hechos acaecidos en su propia persona. Este relato está basado en uno de ellos, referido infinidad de veces por sus paisanos, los leperos.

Serafín Cruz´19


Derechos de autor reservados.

Lepe, 16 Abril´19

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