Hubo un suceso en mi vida que me aterrorizó inmensamente. Recuerdo que varias semanas de paredes grises y ruidos desconocidos me habían arrojado a una cama vieja y polvorienta a punto de colapsar. La humedad agria de ese cubículo-dormitorio me torturaba la garganta y la nariz. En el techo, una luz blanca y triste me había estado acompañando desde el día que llegué aquí casi inconsciente. Ya me había acostumbrado al olor nauseabundo de mi mismo y del aire cautivo y viciado del cubículo, y aunque sabía que al alcance de mi mano estaba la pequeña puerta para salir de ahí, durante varias semanas no fui capaz de tocarla.
El vómito es lo único que recuerdo de aquella lucha de dos días donde se decidía si salía al pasillo, o si permanecía en el cubículo hasta que me extinguiera o el mundo conmigo. Finalmente, derrotado por aquel instinto oculto y terco de seguir viviendo, la decisión de salir de ahí, ganó la guerra. Todo fue muy lento; primero, me senté en el borde de la cama unas cuantas horas para reponerme de la intensidad de la lucha e intentar soportar la idea de la huída, de dejarlo todo y volver de donde venía, de correr sin parar y salir de aquel sitio. Creo que en ese momento sonreía, volvía a ver los campos, los sembrados, las vacas, el olor del cilantro acariciado por el rocío de la mañana y a la señora de las flores. Confieso que yo quería que la decisión de salir fuera asesinada por la decisión de quedarme ahí, pero cuando estaba en el borde de esa cama destruida, me alegró la victoria de la huída.
Me paré de la cama con tal fuerza que me dolieron los tobillos, pero no me importó. Corrí hacía la puerta, la abrí y vi el pasillo de luz tenue que me invitaba al escape. Antes de correr, me detuve a sentir un aire más limpio y más fresco que me impulsó a salir de ahí cuanto antes. Caminaba rápido, intenté correr, pero mis piernas, victimas del encierro y la quietud, no obedecían a mis deseos. Llegando a lo que creí el final del corredor, vi una sombra. Me detuve agitado y cansado, la sombra seguía ahí. Me fui acercando más despacio y lo vi. Era el hombre más horrible que había visto en mi vida, su rostro era repugnante y arrugado, estaba poblado de manchas oscuras y de verrugas grotescas, tenía la mirada más horrenda y roja del mundo, miraba con odio y rencor. Me dio mucho asco verlo atravesándose en mi huída, por más que le gritara que se quitara de ahí no le importaba; ahí seguía con su cuerpo calavérico y torcido.
Me ardía la garganta de tanto gritarle a ese ser tan despreciable que no me oía y no se quitaba. De las últimas fuerzas que me quedaban, y de las ansias cada vez más grandes de salir, me quité los zapatos y con violencia, decidí atacar al hombre. Cerré mis ojos, y gritando, me abalancé sobre su cuerpo y lo golpeé muchas veces con mis zapatos, y con mis puños, y con mis uñas. Abrí mis ojos; vi mis manos llenas de sangre, mis nudillos destruidos, mis pies descalzos cortados por miles de vidrios en el piso y frente a mí, una pared vieja.
Corrí en la dirección contraria, más rápido que cuando quería escapar, tronaron los tobillos pero, por fin, había llegado. Era libre de nuevo. Me quedé en el piso por mucho tiempo, descansando; disfrutando de la tranquilidad de lo cotidiano. El dolor de mis piernas fue bajando, mis tobillos se relajaron y la sonrisa volvió a mi rostro al ver de nuevo la luz blanca en el techo, las paredes grises y la cama vieja y polvorienta del cubículo.
JOSE LUIS LINERO CORREA, 2001
Bogotá, Colombia
OPINIONES Y COMENTARIOS