No se lo dije. La miro, pero no se lo digo. Ella me sonríe, está nerviosa. No tiene marcados los hoyuelos, por eso sé que está nerviosa. Yo también estoy nerviosa, no se lo digo, no quiero que se dé cuenta, estoy segura que no se da cuenta.

La miro, y me mira las manos. Me tiemblan, intento disimular, pongo una arriba de la otra. Ella lo nota y vuelve la mirada hacía mí, y otra vez la sonrisa. La valija sigue en el piso, todavía le faltan cosas. Preferiría que nunca termine de armarla, que se arrepienta mientras guarda la campera rosa. Pero no, no se arrepiente. Quiero decirle que no necesitamos tantas cosas ¿se lo digo? No, no se lo puedo decir. Siento entre mis manos la suavidad del algodón.

-Esta campera es preciosa- Le digo. No me responde, – ¿No te parece mucha ropa?, siento una mirada helada, no la soporto. Tengo que bajar la vista, pero sigo sintiendo la mirada. Sigue sin responderme y el silencio es respuesta suficiente. -No vamos a estar mucho tiempo- murmuro, pero enseguida me arrepiento, siento como si dentro suyo hubiera tirado una chispa y esa chispa es capaz de encender un volcán. Ella quiere escuchar otras palabras, pero no puedo. Sé exactamente las palabras que quiere escuchar, pero no me salen. Lo intento, pero no puedo decirle a mi hija que el papá no la quiere, sigo intentándolo… y nada.

-Se me trabo el cierre, ¿me ayudás?- Su voz corta el silencio y puedo respirar. Apoyo las manos con fuerzas, intentando hundir la ropa, pero el cierre sigue estático, quieto, no pretende moverse. Busco su mirada, pero ella sigue con la vista clavada en el cierre. Firme en sus pensamientos. En su objetivo. Como si canalizara toda aquélla fuerza que la lleva a actuar en un cierre. En un cierre de una valija que yo quisiera que se rompa, se haga pedazos. Y el juego comienza de nuevo. El cierre se burla de mí, deslizándose con suavidad hasta llegar al límite y chocar con la tela.

–Listo. Me dice con una sonrisa excesiva.

Ya parece una burla. Está enojada, cree que no la apoyo ¿cómo hago para decírselo? Puedo ver cómo se le ahogan las palabras en la boca, y no dice nada, no habla. Yo tampoco sé qué decir, a mí tampoco me salen las palabras. La miro y ella mira al piso, busca en cada rincón, sé lo que está buscando y también sé que no la va a encontrar.

– Ahora armamos mi valija juntas- Le digo antes de escuchar un reclamo. -¿No te gustaría que aprovecháramos el viaje para conocer otros lugares?

– No sé, – me dice -tenía pensado otra cosa… otro plan.

¿Otro plan?, mejor no preguntar, no quiero escuchar prefiero no saber.

–Pensé en que quizás… si vos querés… ya que vamos a ir a conocer a papá y mis hermanos, podemos… invitarlos al campo del tío, ellos viven cerquita Neuquén y el tío siempre nos dice que vayamos a verlo y…

Que se calle, por favor, es insoportable, no quiero seguir escuchándola.

–Y además mi tío conocería a mis hermanos.

–Vemos ¿Si?- que me odie, por favor que me odie pero que no siga hablando. Otra vez la misma mirada, no puedo soportarla. Respiro, suave y lento y siento cómo la bronca se calma, poco a poco y la miro y revisa papeles y los lee y puedo ver cómo los ojos cada vez le brillan más. ¡No llores, por favor no llores! No puedo verla llorar, no quiero verla llorar. – ¿Sabés qué?, lo voy a llamar ahora al tío.- y la sonrisa otra vez le ilumina la cara y es tan linda cuando sonríe. Siento sus pasos atrás mío, me persiguen. Cree que le miento, ella sabe cuándo le miento, sabe muy bien cuando estoy mintiendo. Y me sigue persiguiendo. Se convirtió en una sombra oscura, respirándome en la nuca. Sus ojos expectantes miran cómo marco cada uno de los números, controlando que lo estoy llamando, controlando que no me equivoque. Controlándome. –No contesta.- le digo y corto el teléfono antes de que me atiendan. –Raro, no debe estar el tío, sé que se iban.- me mira con desconfianza y todo parece convertirse en un juego macabro. –Seguimos.- le digo, necesito cortar la tensión y a la vez me arrepiento. No quiero alentarla, no quiero que se ilusione, prefiero que me odie, ¿cómo se lo digo? ¿Cómo hago? Dos horas, sólo faltan dos horas, 120 minutos. Se mide mis remeras en el espejo, todas le quedan grande y parece esa nena de ocho años que se vestía con mi ropa. Tan chiquita, tan dulce, dulce cómo ahora, y está feliz, ya no parece nerviosa. Sé que me está eligiendo la ropa más linda y la montaña sigue creciendo en la cama.

-De este lado está lo que te vas a llevar ¿Querés guardarlo? Me dice y Asiento con un solo movimiento. Quizás sea demasiado tarde para decírselo. ¡Qué cagona!, ¡No puedo ser tan cagona!, no quiero ser así, no puedo ser así. – Ya estamos, faltan tus papeles y tenemos todo listo- me dice y un aire fresco entra por la venta, y ella se mueve con suavidad, acomoda las valijas en la puerta. Se mira en el espejo. Se pellizca los cachetes y un tono rosado aparece trayendo una sonrisa, le brilla el pelo. – Ya falta poco- me dice y el timbre la interrumpe antes de terminar la frase. Llegó la hora, pienso y sigo pensando ¿Cómo se le dice a una hija que su papá no quiere verla?

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