Virginia preparaba las viandas mientras el guisado de tocineta hervía en la paila sobre el fogón en la parte atrás del rancho. Marcos Crimino; su esposo, estaba sentado en la mecedora a la sombra de su cobertizo cuando vio la nube de polvo a lo lejos. Se levantó lentamente, entrecerrando los ojos ante el espejismo que se reflejaba en la superficie de las colinas bañadas por el sol. Por un momento permaneció allí en su pórtico, mirando más allá de las dunas, la columna de polvo llegaba cada vez más cerca de su casa. Cuando las siluetas de cuatro jinetes encabezaron la colina más cercana a su rancho, se volvió y entró.

Virginia levantó la vista de los víveres que estaba pelando cuando entró dejando la puerta abierta. Él la miró, pero no dijo nada. Ella captó la ojeada, y mientras se movía hacia la pared opuesta, miró a través de la entrada a los jinetes que bajaban de la altura hacia su morada.

—¡Marcos! —La escuchó decir bruscamente desde algún lugar detrás de él mientras tomaba la carabina apoyada contra la pared.

—Lo sé… —dijo en voz baja, respirando profundo con resignación; amartillando la carabina. Él se volvió y comenzó a pasarla—. Son los hombres de Don Gregorio.

Ella lo agarró por el brazo al pasar. Se aferro a él con desesperación. —¿Qué vas a hacer? —Preguntó, no con miedo por él, sino, por lo que pueda hacer.

—No nos van a sacar de nuestra tierra, Virginia… —Antes de que ella pudiera protestar, Marcos desapareció por la puerta y se paró en su porche justo cuando los jinetes tiraban de las riendas fuera de su morada. Sostuvo la carabina con ambas manos, el cañón apuntando de forma no amenazadora en dirección al este, mientras lo mantenía listo para disparar, de modo que todo lo que tenía que hacer era girar y tirar.

Eran cuatro hombres grandes con rostros fríos y duros; miradas rígidas que atravesaban a Marcos mientras se paraba frente a ellos. Sabía para qué estaban allí, pero no había forma de que lo convenzan. No mientras mantenga la voluntad de luchar.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —Preguntó en voz baja, mirando hacia ellos, pero a ninguno en particular.

—Sabes para qué estamos aquí, Crimino, —dijo el hombre a su extrema derecha.

—Peralta, —dijo Marcos, llamando al hombre que había hablado por su apellido—, será mejor que voltees… regreses al pueblo y le digas a Don Gregorio que no puede tener mi tierra.

—Don Gregorio dice que el ferrocarril llegará pronto, tienes que mirar al futuro y apoyar el progreso. Mira… Puerto Plata y Santiago ya están conectado, ahora van a extender la línea hasta Moca y tiene que pasar por aquí… —dijo el hombre montado en un gran semental manchado al lado de peralta.

Marcos conocía al hombre del semental, al igual que a Elido peralta. Él los conocía a todos.

El hombre del ruano era Alberto Panino, y el más grande de todos era Paulino Roble, la mano derecha de Don Gregorio y su baqueta. Marcos sabía que Roble era el líder del grupo que acababa de subir, y que había luchado en la Guerra junto a los caudillos del Sur. Roble era hombre de disciplina militar y pudor, es la única razón del porque los otros están hablando; no disparando. Su familia era de poderío político por generaciones, descendiente directo de familias españolas que llegaron a la isla durante la gobernación de Diego Colon. Su padre Don Isidoro Roble, quedo arruinado durante el último desfalco de Pedro Santana antes de huir del país.

El cuarto hombre era Lamberto Santos. Apareció en el Cibao huyéndole a las autoridades después de haber saqueado un pueblecito en la frontera cuando andaba con la cuadrilla de Pirulito; cruzo hacia Haití y dicen que lucho contra los españoles en Cuba. Regreso entrando por Dajabón y se unió a Don Gregorio. Marcos nunca lo ha visto en acción, pero en su último viaje a comprar provisiones, escucho que enterraban al hombre que lo ataco en las afueras del pueblo. Hubo rumores de que Santos era incluso más rápido con el hierro que el propio Roble, una teoría que Marcos no creía ni quería comprobar de primera mano.

—Mira, Marcos, —dijo Roble—, Don Gregorio entiende el acuerdo que tienen, pero las cosas han cambiado después de la oferta que Ferrocarril Central Dominicano le han planteado. Eres el único que sigue resistiendo, todos los rancheros del área vendieron sus tierras.

—Pero no la mía… —contesto Marcos, calmado, pero decidido.

—No hagas esto más difícil de lo que ya es, date la vuelta adentro y recoge tus pertenencias antes de que las cosas sean más complicadas.

—Las cosas ya están desordenadas, Roble. Ahora regresa al pueblo y dile a Don Gregorio que no puede tener mi tierra ni mi rancho. No me importa si el ferrocarril viene por aquí. Es mi tierra y no puede tenerla.

—Ya no eres dueño de esta tierra, Crimino… eres el ultimo de tu familia, tus padres perdieron estas tierras décadas atrás. Siguen aquí porque nadie las sabe trabajar mejor que ustedes… las cosas cambiaron y tienen que desalojar —gritó peralta.

—Ustedes reprimieron mi arroyo hace cuatro meses, privándome de agua para las siembras.

—Y vamos a seguir viniendo si no te largas, —comentó Panino, escupiendo tabaco.

El agarre de Marcos se tensó sobre la escopeta, permaneció firmemente sembrado allí en el escalón superior de su porche delantero. —Le dices a Don Gregorio que hablare con él cara a cara.

Hubo un silencio entre ellos por un tiempo, durante el cual Peralta se preparó un cigarrillo, aparentemente desinteresado por lo que estaba sucediendo a su alrededor. Mientras encendía y el humo cubría su rostro, Roble giró su caballo y los otros lo siguieron.

—Estás jugando una mano dura, Crimino, —dijo Santos por encima de su hombro—. Tarde o temprano vas a perder.

Tocó el caballo con su espolón y partieron como uno, de vuelta sobre la duna de la que provenían, dejando una nube de polvo ondeando a su paso.

Marcos los observó irse hasta que desaparecieron por encima de la colina, luego dio media vuelta y volvió a entrar, dejando que el martillo cayera lentamente para que no haga ninguna descarga.

—Volverán, —dijo Virginia, apartándose de su posición en la puerta para dejar entrar a su marido.

—Lo sé, —dijo Marcos, cruzando la habitación y colocando la carabina contra la pared.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé todavía. Pero no se van a quedar con nuestra tierra, Virginia. Trabajamos duro y llegamos demasiado lejos para que alguien como Don Gregorio nos saque solo para que pueda obtener concesiones en el ferrocarril.

Virginia lo miró por un dilatado momento, luego se acercó y cayó en sus brazos. Marcos la apretó y mantuvo allí por un largo tiempo.

***

Era casi medio día y Marcos arreaba el poco ganado que poseía desde la madrugada, el olor de humo le llenaba la nariz, lo obligó a volverse y mirar hacia lo lejos. Fue solo entonces que se dio cuenta de la gran nube negra que se levantaba hacia el cielo desde donde estaba ubicado su rancho. Dejando el ganado para valerse por sí mismo, giró su caballo y clavó sus espuelas en los costados de la criatura; casi se salió de debajo de él y corrió por los acantilados hacia el valle antes de emerger minutos más tarde en la cima que domina su casa.

El humo era denso y ondulaba hacia arriba. El fuego que una vez había estado rugiendo incontrolablemente, ahora se reducía a unas pocas brasas ardientes, donde su hogar había estado unas horas antes, ahora solo quedaba una pila carbonizada de escombros. Y de repente lo golpeó, mientras estaba sentado allí en su montura, tratando de asimilarlo todo, como si acabara de despertar de un sueño profundo, aturdido y confundido.

—¡Virginia…! —Gritó mientras espoleaba su caballo cuesta abajo por el lado de la colina.

Antes de que el caballo tuviera siquiera la oportunidad de detenerse, ya había descendido y corría hacia lo que había sido su hogar, gritando el nombre de su amada en una ola de terror tan desconcertante para él que sus propios movimientos parecían hacerle sentir enfermo por dentro, el solo hecho de pensar lo peor hizo que quisiera vomitar.

Todo lo que podía ver eran las brasas moribundas y nada más. Tropezó sobre los escombros, volteó tablas y paredes de arcilla que de alguna manera habían logrado resistir el calor abrasador del infierno. Levantando una sección, la arrojó a un lado, y fue entonces cuando la vio.

Ella yacía debajo de los escombros, su sencilla vestimenta rosa chamuscada y quemada por las llamaradas que habían engullido la casa. Sus piernas estaban completamente carbonizadas, pero su rostro no había sido tocado por las llamas. Su cabello dorado acariciaba suavemente su hermoso rostro, y parecía como si estuviera en un sueño profundo.

“Oh Señor,” pensó Marcos, si solo estuviera dormida. Se desplomó sobre sus rodillas junto a ella y la levantó en sus brazos, enterrando su rostro en su pecho mientras lloraba sin control.

¡Ella estaba muerta!

Pero mientras acariciaba su cuerpo, descubrió que no había sido el fuego que la mato, ni el peso de la pared que cayó sobre ella. Al acariciar su pelo sintió la herida detrás de la cabeza, fue golpeada con una pistola. Observando su ropa detenidamente, comprobó que estaban desgarrada; defendió su honra hasta el final. La herida de cuchillo que penetraba en la parte delantera de su prenda era claramente visible, Marcos le pasó el dedo por encima y le tocó la cara. Luego la besó una vez más antes de pararse y sacarla de entre los escombros. La acostó en la grama cubierta de sol a unos quince metros de los remanentes que había dejado el infierno.

Quito de su cuello el collar y medallón de plata que llevaba, ya que había sido lo único valioso que le había comprado desde que se casaron. Metiéndose el collar en los bolsillos, regresó a los escombros y pacientemente rebusco hasta encontrar su cinturón y pistola. La había guardado hace años cuando le prometió a Virginia que nunca más volvería a combatir.

¡Entre quejas y blasfemas, Marcos enterró su amada!

Una sola lágrima cayó de su mejilla mientras subía a la silla y giraba su caballo hacia el pueblo. El rifle era la única cosa con la que Marcos nunca salía de casa sin él. Lo llevaba en una vaina casera unida al costado de su silla de montar. Pero sabía que el rifle no era suficiente para enfrentar sus verdugos.

***

Mientras desmontaba de su caballo en el pueblo, saco el mismo rifle de la misma vaina antes de girar y comenzar a caminar por la calle. Los cuatro caballos cabalgados por los hombres que lo habían hostigado en su granja estaban todos en piquete fuera de la fonda de Doña Inés, y ese fue el primer lugar que Marcos se dirigió.

Revisó el rifle y reajusto su pistola mientras comenzaba a subir los escalones al paseo fluvial, luego se abrió paso a través de las puertas batientes de la cantina.

—¡Don Gregorio…!

El balbuceo cesó de inmediato y sus fríos ojos recorrieron la habitación. Recibió miradas perdidas de varios hombres comiendo y otros sentados jugando cartas en una mesa a su derecha. Cinco hombres estaban de pie en la barra en la parte trasera del salón, de espaldas a él.

Después de un momento, todos se volvieron lentamente como un solo cuerpo. Marcos fulminó con la mirada a los hombres en el lugar. —¡Salí…!

Todos se apresuraron a salir. Un momento después, el cocinero, doña Inés y la haitianita que limpia pasaron corriendo junto a él también. Marcos oyó que las puertas se cerraban y se acercó dos pasos más a los hombres del bar.

—No es cosa de hombres hacer lo que hicieron, —dijo con frialdad, manteniendo la boca del rifle entrenada en el pecho de Don Gregorio.

Don Gregorio era un hombre alto, con ojos marrones llenos de codicia y una mandíbula cuadrada que lucía una barba limpia.

—Me debes dinero, Crimino, es tiempo de que pagues con tus tierras, —dijo Don Gregorio, su voz tranquila y estable. Pero sus ojos estaban pegados a la boca del rifle, y Marcos vio que el hombre estaba asustado.

—Eso no vale una vida, —dijo Marcos.

—¿Una vida? —Interrumpió Roble de repente, mirando a Don Gregorio, inclinando la cabeza. ¿De qué está hablando?

Sosteniendo el rifle en una mano, Marcos recuperó el medallón de plata de su bolsillo con la otra. Le arrojó el relicario a Roble, quien lo atrapó y sostuvo en alto. Lo miró pensativamente, y luego una expresión de disgusto pasó por su rostro. Miró a Santos, que estaba en el otro lado.

—Tenía varios días haciendo diligencias, de regreso al pueblo me informaron que vieron una columna de humo, pero no me imagine que era su rancho… —comento Santo titubeando sin mirar a nadie en particular.

—¡Acuchillaron mi mujer! —dijo Marcos enojado, levantando la voz.

Santos lo miró y no dijo nada.

Roble buscó en su bolsillo y sacó un fajo de billetes de dólar. Los arrojó en la cara de Don Gregorio, sacudió la cabeza y dijo: —No estoy en esto de matar a ningún civil desarmado, mucho menos mujeres.

Roble se acercó a donde estaba Marcos, le dio el relicario y se volvió para mirar a los otros cuatro. Alberto Panino echó un vistazo a Roble se agacho sin dignidad y recogió el dinero que había caído al suelo; se los embolsillo.

Don Gregorio no se movió. Mantuvo sus ojos fijos en la boca del rifle. Sin volver la cabeza, dijo con voz tranquila: —¿Y tú, peralta?

—No vi nada, estaba en mi rancho durmiendo. Aún estoy con usted, —respondió Elido peralta, aunque mientras permanecía allí mirando a los dos hombres que estaban frente a ellos, no parecía muy seguro de sus propias palabras.

—¿Santos?

—Estoy con usted. —Contesto Santos, encuadrándose; listo para lo que sea.

Hubo un momento de silencio. Los ojos de Don Gregorio se levantaron de la boca del rifle para encontrarse con los de Marcos.

—Vas por el hierro, —dijo Marcos entre dientes—, y eres hombre muerto.

***

Tan pronto como pronunció las palabras, notó un parpadeo de vacilación en los ojos de Don Gregorio, pero la mano de Santos cayó primero. El hierro se disolvió en un borrón de movimiento mientras Marcos giraba el cañón y disparaba.

El plomo que Santos lanzo impacto la escopeta, pero antes de que se la derribara de las manos; Marcos apretó el gatillo y el fogonazo que escupió, le reventó el pecho a Peralta. Empujándolo sobre el mostrador, su cuerpo cayo aparatosamente al otro lado, derribando todo en su caída.

Roble desenfundo como un relámpago, privando de vida a Panino con un tiro certero entre ceja y ceja.

Santos se recuperó de la impresión cuando Peralta cayó y volvió a disparar, alcanzando a Roble en el cuello.

Roble caía herido de muerte, pero no antes de golpear a Santos con dos rondas en el pecho.

Marcos había perdido el balance y retrocedió varios pasos atrás hasta chocar con una columna, sacó su pistola y también descargo dos rondas en el pecho de Santos.

¡Segundos después de que el tiroteo había comenzado… había terminado!

Pero antes de que los ruidos cesaran, los cuerpos cayeran y la nube de humo mortal disipara; Don Gregorio dio largas zancadas y se arrojó por la ventana más cercana.

***

Marcos echó un vistazo alrededor del salón brumoso por las numerosas pistolas humeantes. Alberto Panino yacía a su lado, con un agujero de bala en la frente. Elido peralta yacía desplomado detrás de la barra, con la pechera de la camisa cubierta de sangre. Lamberto Santos yacía con su arma aún en su mano, con cuatros orificios en el pecho.

Paulino Roble estaba balanceándose junto a Marcos. Marcos lo miró y vio que habían disparado al hombre dos veces, una en el estómago y otra en el cuello. Estaba tambaleándose sobre una pierna, pero aun así logró ponerse de pie.

—¿Vas a estar bien? —Marcos preguntó rápidamente.

Roble asintió e hizo una mueca. —Estaré bien. Solo atrapa a Don Gregorio antes que pueda salir del pueblo.

Marcos giró de inmediato y se dirigió hacia la puerta. Al primer paso que dio, sintió un dolor agudo y cayó al suelo. De repente, se dio cuenta de que lo habían golpeado en la pierna. Amarro un torniquete, cojeando salió por las puertas y se tambaleó en la galería alta.

En ese instante, un caballo negro se precipitó por el callejón del salón en dirección a las afueras del pueblo. El hombre que montaba el caballo miró hacia atrás y vio a Marcos, y Marcos vio que era Don Gregorio. Levantó el rifle y retiró el martillo.

—¡Espera, Crimino! —Oyó una voz detrás de él. Un momento después, el alguacil apareció a su lado—. Es suficiente por un día.

—Alguacil, —dijo Marcos, mirando a la cara al anciano—, Don Gregorio mandó matar a mi esposa.

El alguacil abrió la boca para responder, y luego… —Está diciendo la verdad, alguacil, llegó la voz dolorida de Paulino Roble desde el salón—. Puedo respaldarlo con eso.

El alguacil miró luego a Marcos, retrocedió un paso y miró hacia la distancia. Marcos se cuadro en medio de la calle y levantó el rifle. Sería un tiro difícil ahora, ya que el caballo y el jinete estaban a más de ochenta yardas de distancia y aún seguían avanzando. Aparecían y desaparecían entre las dunas mientras se alejaban.

Pero durante su tiempo como fusilero en el ejército, Marcos Crimino había sido el mejor tirador en su regimiento. La escopeta rugió, y un momento después la figura del hombre se separó de la del caballo… Don Gregorio se desplomó de su montura y yació tendido en la yerba mala del valle. Marcos miró hacia donde había caído, y vio como el hombre se tambaleaba sobre sus pies. Levantó y la vara metálica rugió una vez más. Esta vez Don Gregorio cayó definitivamente.

Un viento húmedo soplaba por las calles polvorientas. Doña Inés entro a inspeccionar su local, para luego salir gritando despavorida: —¡Peralta murió!

Marcos y el alguacil a su lado miraban hacia donde había caído Don Gregorio. Se viraron al escuchar las quejas de doña Inés y se miraron uno al otro desconcertados. —Tienes que marcharte lejos… bien lejos. —Dijo el alguacil con pena y dolor en su voz—. Serás un hombre buscado.

Marcos giró y comenzó a cojear por la polvorienta calle, con la escopeta colgando a su lado. Se ajustó el sombrero de ala ancha en la cabeza y siguió caminando sin mirar atrás.

En un futuro cuando se referían a él, sus perseguidores le llamaban ‘El Mocano’


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