El tacuche y los juguetes

El tacuche y los juguetes

El músico

03/03/2019

Él es un hombre como cualquier otro. Tiene un trabajo en donde gana muy bien, y hace buen uso de su alto sentido del cuestionamiento. No obstante, parece que extraña su niñez. Sí, yo también me lo pregunto; ¿Cómo puede un hombre, con tan buen estatus social, grandioso sueldo, y un futuro por delante, pensar en su niñez, y extrañarla como si la hubiese perdido? Lo creería de quienes trabajan por necesidad, y no por pasión, de aquellos que el trabajo se ha convertido en su razón por vivir. Que, día a día, recuerdan cuanto detestan su vida. La mayor desgracia de éste siglo no es pensar en sus problemas, sino vivir por sus leyes.

Se levantó muchos minutos antes de la hora que había programado en su alarma, supo aprovecharlos. Se vistió con el traje que lo acompaña todos los días en la rutina diaria, ordenó su cuarto, pensó en que aún le quedaba tiempo libre antes de ir a trabajar. ¡Tranquilo, Jorge, aun faltan algo!

-¿Qué es lo que me falta?-pensó. Divagaba en los recuerdos de su memoria, añoraba encender el fuego de esa tremenda época. Recordaba su niñez como si hubiese sido ayer, y lo demostraba con un sonrisa. Coky, apodado así por sus amigos, siempre sonríe. Pero es muy olvidadizo.

Cansado de buscar, se tumbó al sillón frío que estaba junto a la repisa al lado de la puerta de su cuarto. Tan frío como las calles de Nueva Esperanza, cuando los primeros rayos del sol caminan sobre los árboles más altos, y visitan a los edificios tan grandes como montañas. Los calcetines café se le hicieron notar mientras su pantalón se estiró por las rodillas cuando se echó hacia atrás, le combinaban muy bien con el tacuche. Tras un pequeño esfuerzo, y, con ayuda de la presión de la rutina en su mirada, cerró sus ojos para dar descanso por un momento a su afligido subconsciente. Seguía analizando lo mismo. Pasó así por mucho tiempo, la curiosidad de la pregunta no lo dejó tranquilo. Entonces decidió levantarse y continuar buscando. Pensó que así lograría recordar qué era. Ya habían transcurrido unos minutos, y, en cada uno que pasaba, la desesperación se aprovechaba más de él, de manera que se vio pobre en querer hallar aquella cosa y se rindió.

Frustrado, tomó lo que tenía con él y comenzó a dirigirse a la puerta principal. Sus mocasines color borgoña rechinaban cuando los apoyaba en el piso cerámico.

Tan recóndito era el ambiente, que algo muy misterioso comenzó a suceder; con cada paso que daba, un escalofrío de repente lo invadía. Un temor de él se aprovechaba, cual político valiéndose de los pobres. Un sutil viento llegó de visita por la ventana, y lo detuvo de pies a cabeza. Constelaciones oscuras que cubrían sus ojos. Tal era su similitud a la de un fantasma, a uno de ópera. En su boca no hubo movimiento alguno. A un costado de él había una mesa, y ,sobre ella, un libro abierto; «Phaedrus». Una obra bastante interesante, pero el personaje detesta la retórica y los diálogos sobre la metempsicosis. Se escuchó un estruendo cuando, cerrándose de golpe aquel libro, el hombre que parecía fantasma, había quedado totalmente paralizado…

Jorge despertó en un sueño. Era un campo. ¡Sí, un campo de flores! Era muy bello, de día lo era. Muy lleno de dientes de león, y girasoles muy grandes. De a ratos, el trabajador pensaba que estaba en el paraíso. Todo era tan increíble y fantasioso. Era tonto pensar que algo tan mágico como ése lugar podría existir en la vida real. El hombre de gran estatus social sabía que era un sueño, uno muy raro, tal vez, ilógico. ¡Qué sueño ilógico más bello!

De repente, una pared de fuego se hizo frente a él, y en medio tenía una forma como de espejo, ¡Era él! ¡No, no puede ser, se ve muy inocente para serlo! El trabajador nunca desvió su mirada cuando su otro yo apareció. Se dio cuenta que, a la persona que tenía enfrente, le faltaba estatura. El muchacho del espejo sonrió y lo saludó levantando la mano y diciendo «Hola». Jorge se dio cuenta que la voz de él era muy aguda, y no tenía los lentes que usaba actualmente, aquellos que adquirió después de un examen de la vista. El pequeño Jorge no tenía ojeras tan definidas, ni cicatrices en su tez. Pero en él resaltaba un cabello tan puro, que no parecía haber sido tocado ni por el rocío de la madrugada, y, en su rostro, se exaltaba la virginidad. ¿Quien era ése Jorge de tanta juventud superficial?

-Regresaría por un momento, a aquella época de fascinante ilusión y deliciosa ignorancia.- pensó. Unos pocos segundos le bastarían, un delicado aroma le sería suficiente.

No se dio cuenta que, mientras todo el sueño ocurría, su cuerpo estaba buscando el objeto del que se había olvidado, pero su mente permanecía hipnotizada. Dio un pequeño brinco cuando escuchó el sonido de la alarma que venía desde su cuarto. De golpe volvió a la realidad, pero la visión se había perdido por completo. Fue a apagar el despertador y, cuando regresaba, vio aquello que estaba buscando, detrás de «Le Marin», de Picasso. Hizo un gesto de decepción cuando pensó que había perdido mucho tiempo. Pero, en sus ojos se apreciaba la paz. Luego los cerró cuando levantó su rostro al cielo, sentía templanza. Tal acción no le duró mucho, no había tiempo para perder. Entonces, relajándose, dio un suspiro, se puso erguido, sonrió una vez más, y dijo:

-¡Pero vaya que me ha costado un ojo de la cara encontrar mi portafolios! Madre, no me esperes para la cena, hoy trabajaré doble turno.

De brinco en brinco, Jorge se marchó muy feliz. Pensó en que, hoy, el sueño le duró menos de lo habitual. Pero le hizo creer que algún día se cumpliría…

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