El sueño estaba ahí, pero nunca nos habíamos atrevido a soñar, hasta que un día quisimos soñarlo. Propusimos viajar a algún rinconcito, de los muchos que tiene el mundo.
Hablamos de lugares favoritos, ella eligió Montevideo, por aquello de Benedetti y Galeano; yo elegí su ombligo, por la loca combinación de su piel junto a mi mano.
Ella buscaba andares, avión, café y alguna que otra copa; yo pensaba en esos mágicos lugares de su cuerpo, cuyos recorridos no había recorrido aún mi boca.
Y así nos la pasamos, ella buscaba rutas peligrosas para poder disfrutar de la aventura; yo sólo le seguía, para mirar como caminaba y bailaba su cintura.
Como es de sangre caliente me propuso la Sabana y yo le dije que no importa, con la única condición de que las noches sean largas y las mañanas no sean cortas.
Se me ocurrió la idea de girar el globo y elegir al azar el lugar adecuado, nunca he sido un experto en geografía, pero no sabía que el lugar perfecto se llamaba así: «A su lado».
¿Qué tal París? Preguntó con su sonrisa, que tenía un no se qué de tristeza, había olvidado que con ella en París la Torre Eiffel perdía toda su belleza.
Se le ocurrió acampar en una montaña para poder ver las estrellas, no se daba cuenta que sus ojos provocaría ese desagradable efecto que los entendidos conocen como «contaminación lumínica».
Al final nos decantamos por desvestirnos, deshicimos las maletas a toda prisa, pues ya no teníamos prisa para irnos, y fue poquito, pero tan poquito el tiempo que necesitamos para darnos cuenta de que el globo no se había equivocado, el lugar perfecto estaba en ella: a su lado.
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