Sísifo y la roca

Sísifo y la roca

Dosilazo

11/02/2019

Cuentan las musas a los poetas, y nadie descree de ellas, que a Sísifo, el más ingenioso de los mortales jamás existidos, lo castigaron severamente los dioses por haber burlado, con sus ardides, el orden establecido del universo. Cuando murió, Hades, por decreto de Zeus, lo condenó a tener que empujar una inmensa roca hasta la cima de un monte subterráneo, allá en los infiernos. Cada vez que llegaba a lo alto, la roca, por su propio peso, caía de nuevo a la base, y el infeliz debía bajar para volver a empujarla a lo alto, sólo para que la secuencia volviese a repetirse. Así, tendría que subir la roca una y otra vez, sin descanso, por toda la eternidad. Esta es la historia que los mortales conocen, pues las musas sólo tienen autorización para revelar esta versión, ya que con ella esperan los dioses amedrentar a los mortales, y que nunca más uno de ellos se atreva a subvertir el orden de las cosas. Pero lo cierto es que, respecto a Sísifo, esa no es toda la historia.

Luego de varias repeticiones de subir y bajar por el monte, siendo que la roca no paraba de caerse cada vez que llegaba a lo alto, Sísifo decidió que aquello lo había aburrido, y optó por entretenerse con algunos juegos. Ahora, cada vez que lograba llegar con la roca a la cima del monte, la sostenía allí, y no la soltaba hasta contar hasta tres. Luego, al liberarla, y comenzar a rodar ésta hacia abajo, él mismo se echaba a correr por la pendiente, tratando de superar a la roca en velocidad y llegar primero a la base. A veces esta competencia la ganaba él, a veces la ganaba la roca. Entonces el hombre marcaba en un saliente los puntos que cada uno acumulaba en cada caso. Otras veces, para variar este juego, hacía de cuenta que la situación de los dos era inversa. Llevaba la roca a lo alto y le decía: “Ahora tú tienes que llevarme abajo”. Entonces el pedrusco, con su peso, empujaba al mortal hacia abajo, pero éste oponía resistencia, del mismo modo en que la roca hacía cuando era lo inverso. Una vez llegados a la base, le exclamaba con tono burlón: “¡Ja!, ahora deberás empezar de nuevo”, y ascendía a los saltos hasta la cima, sólo para que la roca contemplara con frustración el hecho de que debía volver a empezar.

Una vez, recorriendo sus dominios, Hades observó a Sísifo, sentado en un rincón, conversando con la roca, como si de otro hombre se tratase. Le estaba relatando historias que él mismo inventaba sobre aventuras que jamás había tenido. ¿Es que acaso se había vuelto loco? Quizás, pero no podía permitirle estar así, pues el sentido del castigo implicaba que sufriera, no que se entretuviese con tonterías. De tal suerte, reprendió al hombre y le impuso, como castigo, una segunda roca para llevar a lo alto, de modo que fuesen dos y no una las que debiera empujar. Será justo que admitamos que Plutón no tenía mucha imaginación para reprender. Pero, al cabo de un tiempo, cuando volvía a pasearse por allí, vio que Sísifo, luego de llevar pesadamente ambas rocas a lo alto, gritaba efusivamente para llamar la atención de las almas que cerca de allí vagaban. Entonces las instaba a hacer sus apuestas respecto de qué roca llegaría rodando abajo primero, y, no sólo él, sino también los demás muertos, se divertían con este juego.

El dios se frustró y pidió consejo a Hefesto, quien, aprovechando que necesitaba ayuda para sus labores, le sugirió que se lo enviara como su asistente, alegando que el calor abrasador que suponía el arte de los metales lo sofocaría insoportablemente, y que eso sería suficiente castigo. Pero, cuando estuvo en su compañía, Hefesto notó que Sísifo no dejaba de jugar y hacer bromas cada que podía. De hecho, cuando le tocó a este cojo dios el forjar el escudo de Heracles, le encomendó a su nuevo ayudante que participara, pero, para su sorpresa y vergüenza, entregó al héroe el escudo terminado, sólo para que éste luego se quejara de que, en medio de sus grabados, alguien había dibujado al león de Nemea llevando la piel del guerrero, cual si hubiese sido el animal quien ganase la batalla. Ciertamente Hefesto fue reprendido por Zeus por este escándalo, pero, por mucho que él, a su vez, reprendiera a Sísifo, éste no cedió en sus bromas. Una vez, mientras el dios forjaba una armadura magnífica para que el poderoso Aquiles combatiera en Troya, a pedido de su madre Tetis, al mortal ayudante se le encargó ocuparse de la espada de broncíneo filo, y así hizo. Pero, cuando Aquiles tuvo en sus manos todos estos elementos y se hizo al combate, no pasó mucho rato hasta que la hoja de la espada se desencajara de la empuñadura, según había tramado intencionalmente el esclavo, y, desesperado, debió el Pélida huir hasta de los enemigos más mediocres hasta que uno de los mirmidones pudiera llegar a alcanzarle otra arma menos excelsa. Esto enfureció a Tetis, quien se ensañó contra Hefesto, y éste, por su parte, ya cansado de lidiar con el incorregible Sísifo, le dijo a Hades y a Zeus que se lo quitasen de encima, que sus especulaciones se habían equivocado, pues el duro trabajo en las artes del herrero no lograba doblegar su espíritu.

Zeus entonces dispuso para el mortal muchos nuevos castigos que, de una manera u otra, el hombre convertía en juegos y burlas. Los dioses comenzaron a reunirse en asamblea para ver de qué modo aleccionar al mortal, pues parecía que nada, por terrible que fuese, doblegaba su imaginación y su impulso de juego.

En una ocasión, por consejo de Apolo, dispusieron que sostuviera, junto con Atlas, el pesado cielo azul, pero él, con su constante deseo de bromear, mientras sostenía con una mano la parte que le tocaba, hacía con la otra cosquillas al costado del torso del titán, generando que éste se estremeciera de risa, y que el cielo, en consecuencia, temblara vertiginosamente, a punto casi de precipitarse y aplastar a todos los seres, y los astros lumínicos, que no pudieron evitar ser sacudidos por este estremecimiento, casi se caen de su lugar, de modo que, mientras se aferraban como podían a su parte del cielo, se quejaban con enérgicos improperios contra los dioses, y maldecían al escandaloso que movía la quietud del firmamento. Por todo esto, los dioses tampoco ahí pudieron dejar al revoltoso Sísifo.

Hera, harta de tantos traspiés, ordenó que el arrogante mortal fuese enviado ante Cerbero para que el perro tricéfalo lo devorara. Así se hizo, pero, cuando una de las cabezas engulló y tragó al pobre Sísifo, éste, que, por estar ya muerto, no podía morir, empezó a nadar dentro de las entrañas del perro infernal, provocándole malestares y dolor en el vientre, y, luego de hacer esto, trepaba por una de sus tráqueas y asomaba por la boca correspondiente a ésta. El perro, con el hombre atravesado en la garganta, agitaba la cabeza en cuestión y hacía cuanto podía para volver a tragarlo, y entonces él se dejaba caer de nuevo al estómago, sólo para luego volver a trepar por otra de las tráqueas y aparecer por otra boca. Al final el perro terminó revolviéndose en el suelo, loco de hartazgo por la molestia que le generaba lo que se había comido, y los dioses entendieron que, nuevamente, habían fracasado.

Otro de los sempiternos, Poseidón, propuso encerrarlo junto con los titanes en lo profundo del Tártaro, pero Zeus llegó a temer esto, pues, con un ingenio semejante, ¿quién aseguraba que no podría llegar a liberarlos y producir un desastre, desencadenando nuevamente la gran guerra de los dioses? No, definitivamente eso no era una opción.

Los pobres dioses se iban quedando sin ideas, y cada vez les resultaba más tedioso e insoportable el tener que congregarse a ingeniar nuevos castigos, pues tan ocurrentes, en el fondo, no eran… Y lo peor era que matarlo no podían, pues ya estaba muerto, de modo que tendrían que lidiar con este problema por siempre, a menos que encontraran la manera de finalmente lograr que sufriera por toda la eternidad. Mas cada nuevo intento suponía un nuevo fracaso. Los inmortales ya estaban hartos e histéricos por todo esto, pero no podían no seguir buscando el modo de castigar eficazmente al mortal, pues esto hubiera significado algo inadmisible: que un hombre habría vencido la determinación de los dioses.

Es hasta el día de hoy que los sempiternos buscan la manera de generar suplicio en el corazón del mortal, sin éxito. Esto mismo es lo que las musas no cuentan: que, allá abajo en los infiernos, Sísifo es la roca, y los dioses son Sísifo.

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