ABRACADABRA
La gente ya no estaba tan interesada en voltear latas, con las pelotas de peluche. Ni siquiera en ensartar coloridas botellas con aros de plástico. La mujer barbuda no atraía a nadie. El hombre forzudo sólo era un gordo que podía mover, algunos centímetros, una llanta de camión. Los enanos, con la edad, habían dejado de ser ágiles y divertidos. Sin embargo, desde muy temprano, la gente hacía largas colas bajo las luces de colores. Todos esperando para sacar su entrada y poder verlo.
Él era la Gran Atracción de la feria. Yama, el Magnífico, el Señor de los Espíritus. Así constaba en los carteles, así se lo presentaba. Y él aparecía en medio del humo de una máquina vetusta, pero efectiva. Que más de una vez lo hacía toser. Con su impecable vestimenta hindú. Más de uno pensaba que se trataba de un jujeño o un boliviano, en lugar de un hindú. Pero bastaba que comenzara la función para que los dejara con las bocas abiertas.
Nada de conejos en una galera. Aparecían animalitos en los bolsillos de los espectadores como por arte de magia. De la misma forma, desaparecían objetos y pertenencias que volvían a aparecer en las manos del mago. O en los bolsillos de otro espectador. El humo de la máquina lo ocultaba, por unos instantes y, de pronto, aparecía caminando entre el público para subir nuevamente al escenario. Adivinaba secretos, no demasiado indiscretos, del público despertando aplausos de real admiración. Y nadie podía entender el truco de la levitación. Lo hacía con varias personas en el escenario, para constatar que no hubiera trampa.
Cuando las luces de la feria se iban apagando, él regresaba a su carromato. Visiblemente agotado. Encendía la luz, iba directo al pequeño refrigerador y se preparaba un gran vaso de vodka con naranja. Aflojándose la ropa se sentaba en el sillón y bebía en silencio. El dolor de cabeza comenzaba a aflojar. Siempre sucedía igual. Comenzaba en el ojo izquierdo y se le iba instalando en la sien del mismo lado. La gente no sabía, jamás sabría lo que le costaba ESO que ellos llamaban TRUCOS. Eran su don y su maldición.
Cuando era sólo un bebé, sus padres lo trajeron a la Argentina. Huyeron de Norteamérica. Sabían que era especial. Temían que en el país del norte le harían experimentos, lo considerarían un espécimen raro. Aquí lo ocultaron todo lo que pudieron, pero cuando ellos fallecieron Yama decidió aprovechar sus cualidades. Al principio se hizo de dinero, pero después comprendió que llamaba mucho la atención. Entonces descubrió la feria. El mejor lugar para ocultarse.
Además tenía ese otro problemita.
No podía gozar con una mujer sino era violándola, escuchándola gritar y sufrir. Sus poderes lo ayudaban a salir indemne, desde hacía ya más de quince años. ¿Cuántas fueron? ¿Treinta? Más o menos. Teniendo en cuenta que la feria estaba en cuatro pueblos distintos durante el verano, dos durante el invierno, sus escapadas fuera de ella. Muchos años de impunidad.
Habían pasado siete meses desde la última. Comenzaba a sentir ese escozor. Esa necesidad casi animal. Hoy había hermosos ejemplares entre el público, sonrió. Se levantó para llenar de nuevo el vaso, el dolor casi había desaparecido.
Alguien golpeó la puerta del carromato.
— ¿Quién es?
—Señor, mi nombre es Gabriel. Estoy con mi novia Rafaela. Somos del diario local y queremos hacerle una nota, si es usted tan amable…
Dejó el vaso en la piletita. Dudó un momento. ¿Por qué no? Después de todo, un poco de publicidad siempre sirve en estos pueblos.Abrió la puerta.
—Adelante.
Pasaron. La chica primero y los ojos de Yama se perdieron en las curvas de ella. Era más alta que él, con unas curvas asombrosas, justas y necesarias. Llevaba una remera sin corpiño en forma evidente y un short que ponía al descubierto unas piernas muy bien formadas. Mientras entraba no pudo dejar de notar unas nalgas redondeadas y tuvo que hacer un esfuerzo para mirar al novio. También era alto, musculoso, el pelo cortadoal ras, casi al estilo militar. Este le estiraba la mano con una amplia sonrisa.
—Gabriel, mucho gusto.
—Encantado.
El apretón de Yama fue difuso, estaba obnubilado con la chica.
—Bien, tomen asiento.
—Muchas gracias. Señor Yama.
—En primer lugar: ¿es ese su verdadero nombre?
Se sentó en una silla frente al sillón donde estaban ellos, la vista se le iba a las piernas de la joven.
—Sí, ese es mi nombre de nacimiento. Yama Kumar es mi nombre completo.
—Nació en la India entonces.
—Así es. Pero de bebé me llevaron a Estados Unidos y después vinimos con mis padres a la Argentina, donde nos instalamos.
— ¿Siempre trabajó en la feria?
—No, no siempre. Mis padres tenían un almacén en Río Cuarto, Córdoba. Cuando fallecieron no pude seguir con el negocio y me dediqué a esto. Descubrí que tenía aptitudes y me fui con la feria.
— ¿Recuerda hace cuántos años?
—Por supuesto, unos quince años.
La sonrisa de Gabriel desapareció de su rostro, se le endurecieron las facciones. Una señal de alerta se encendió en Yama, sintió un pinchazo dentro del ojo izquierdo. Intento leer la cabeza del muchacho, pero no había manera. Se le agudizaba el dolor y no conseguía leerlo.
—Señor Yama, ¿Nunca escuchó acerca de las chicas muertas en los lugares cercanos por donde anduvo la feria?
Yama miró a la chica que sonreía como una estúpida, se le notaban los pezones bajo la remera. Pero tampoco podía leerla como hacía con el público de la feria. Ahora el dolor del ojo era punzante y feroz. Se pasó la mano.
— ¿Se siente bien, quiere un vaso de agua?, le dijo la chica.
—No, no. Estoy bien. No sé de qué me habla.
El muchacho se inclinó en el sillón, acercando su rostro a Yama.
—No me diga que no escuchó hablar o vio en los noticieros de las chicas muertas y violadas. Veo que tiene una televisión, acá en el carromato. Algo debe haber escuchado o visto.
Yama intentó concentrarse para hacer su acto de desaparición. Le sangró la nariz, el dolor de cabeza se hizo insoportable, pero continuaba ahí. La chica le estaba alcanzando un pañuelo de papel.
—Oh, gracias.
—Cálmese, tome un poco de agua.
Le dieron un vaso, lo tomó. Los miró a través de una neblina rojiza. Su cabeza le pasaba una mala jugada, le parecía que los dos tenían alas. Alas. Qué ridiculez.
— ¿Qué quieren de mí?
Estaban los dos de pie, frente a él. Lo miraban serios y ya no parecían los mismos que habían entrado al carromato.
—Vamos, Yama. Ya lo sabe. La verdad…Y justicia.
Lo último que vio Yama fue algo que brillaba en las manos de los dos muchachos, eran unas espadas.
En la feria a oscuras, en el carromato del mago las luces se encendieron y apagaron varias veces, hasta que al final se extinguieron definitivamente.
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