Mientras las cosas no están ordenadas del todo, se hallan inquietas. Se ordenan y descansan.
La definición de Borges para la filosofía era la organización de las perplejidades esenciales del hombre. Los dos términos juntos, relato y filosófico, tienen aspecto de oxímoron: de un lado las condiciones de la narración, con la representación de una acción; del otro, las de la filosofía, en un ejercicio de meditación que deja poco margen fuera. Pero detrás de esa contradicción o incompatibilidad se desenvuelve bien un género híbrido de límites imprecisos pero con una larga tradición de tanteos, de narraciones tremendamente sugerentes, porque sacan de las vidas de unos pocos personajes una reflexión de verdad ambiciosa, buscándole un nuevo equilibrio al pulso entre la acción y la digresión, con un narrador, por lo general, muy encima del texto.
¿Qué género es el de la filosofía? No tiene uno específico. Lo habitual ha sido el tratado, achicado ahora hasta el paper de los académicos, o, cuando se ha buscado un tono más relajado, el ensayo o incluso la columna. ¿Pero qué hay del relato? ¿Cómo avalar el relato como género filosófico? La digresión, que en otros tipos de narración funciona solo como interrupción de la acción, con apariciones tímidas, dosificadas, para que el lector no pierda de vista a los personajes, se sabe aquí titular, y responsable última de la atmósfera que debe envolver al texto. Pero sin renunciar a lo que consigue solo la narración: la posibilidad de ver la realidad (un simulacro de la realidad) en su dinamismo, a partir del mismo proceso de crearse, mostrándose directamente al lector. Es decir: Aprovechar ese pacto de credulidad que reclamaba Coleridge para la ficción para volcar un material propiamente filosófico, aunque la filosofía exija incredulidad, discusión, la visibilidad del andamiaje de su construcción teórica, que en la ficción queda oculto. Como en el cine de Bergman, Kurosawa o Tarkovski, más conocidos, pero también en el de Zanussi, con Iluminación, por ejemplo, o en el de Angelopoulos, con su revisión de la teoría del alma de Platón en La mirada de Ulises, o en el de Dreyer, que merodea las inseguridades de la fe y la razón en La palabra.
¿Qué determina entonces que sea filosófico o no? Probablemente su ambición, o su objetivo, con una mayor atención al armazón teórico de las cuestiones planteadas, o sus referencias a autores y teorías. No es fácil escribir un buen relato filosófico. Aunque el riesgo no viene tanto de quedarse corto en la hondura o espesura filosófica del texto como de resultar pretencioso, ampuloso o autocomplaciente, y olvidar su condición de narración, y de olvidar darle al lector una buena historia.
De hecho, parte del recorrido lo tiene ya hecho cualquier narración. Por esa ambición suya de buscar en la realidad, de construir una explicación. Lo que confesó Juan Marsé: “Escribo buscando siempre algo que, cada vez más, sospecho no se trata de un placer estético, es decir, ando buscando la conciencia de que hay algo en alguna parte que es o podría ser más coherente, más hermoso y hasta más real que ese conglomerado de ficciones y convenciones humanas que llamamos realidad y que componen la sociedad en que vivimos”. O, con otra perspectiva, Bioy Casares: “Escribir es hacer un borrador y luego corregirlo hasta desentrañar lo que uno realmente piensa”. Platón expulsó a los poetas de su República ideal, pero ese rechazo suyo puede entenderse también, más allá de esa jerarquía de realidades y sombras, como un reconocimiento a las capacidades de la lírica: de la metáfora, por ejemplo, con su potencia creativa para presentar nuevos enfoques de la realidad. La alegoría. Los mundos posibles que presenta cada ficción. Pero también de los personajes (decía Kundera que la novela es una meditación sobre la existencia vista a través de personajes imaginarios) o de los diálogos, que él mismo usó para presentar su filosofía (tan literaria). Cualquiera de Shakespeare, obviamente, pero también los que son menos elevados, más humildes: basta con que sean almas interesantes, como los llamaba Ortega, y actúen ante el lector, para sacar de ellos una lección filosófica que no viene tanto de su descripción como de su actividad, aunque esta sea una cadena de diálogos, o un monólogo que recoge el fluir de su conciencia.
No es fácil tampoco discriminar lo que queda dentro y lo que queda fuera del relato filosófico. Pero son muchos los puntos en que convergen la filosofía y la literatura. De una y otra dirección, sobre todo a partir del XIX. Por ejemplo: Nietzsche y Dostoievski. O Hölderlin y Heidegger. O Heidegger y Sartre (o Camus, o incluso Sabato). O Schopenhauer y Baroja o Azorín. O Mann, Musil, Broch, Gombrowicz, Kundera… Por haber abordado temas comunes desde ambas disciplinas, y haber sido capaces de dar con la conciencia de su tiempo. Por haber buscado en los versos de un poeta las claves de acceso de su filosofía. Por haber hecho de un planteamiento filosófico el sustrato de sus novelas. O por haber hecho de su narrativa ante todo un ejercicio de reflexión, de búsqueda de preguntas y respuestas. Es casi doloroso tener que dejarse fuera tantos nombres. Incluso en la literatura infantil tenemos obras fundamentales como El principito o Alicia en el País de las Maravillas. Pero como referencia nos basta con un solo novelista contemporáneo, decididamente filosófico, o desacomplejadamente filosófico: Lars Iyer, profesor de filosofía en la Universidad de Newcastle y autor de la trilogía que componen las novelas Magma, Dogma y Éxodo, publicadas en castellano por Pálido fuego. Nos basta, de hecho, con uno de los capítulos de Éxodo: su clasificación para los pensadores, que funciona en la novela (apocalíptica, terminal) como su centro de gravedad. El texto es largo (de la página 194 a la 197), pero es un cierre impecable para la introducción.
En el salón de W. a altas horas de la noche. Una botella vacía de Plymouth Gin ante nosotros.
W. recuerda a los oradores invitados de la Universidad de Essex. Enviados de la Vieja Europa. Pensadores que habían aprendido con los dioses de la Vieja Europa —con Heidegger y Merleau-Ponty— y que hablaban de los dioses de la Vieja Europa. Pensadores amigos y contemporáneos de Deleuze, de Foucault, y que hablaban del mundo de Deleuze y de Foucault. Pensadores expertos, que se habían pasado la vida en los archivos, o estudiando recluidos las obras de un Maestro. Pensadores militantes, que se habían relacionado con Debord y Vaneigem, y que podían contar historias sobre Debord y Vaneigem.
Eruditos literarios, capaces de leer en veintisiete idiomas. Filósofos científicos con estudios de posgrado en astrofísica y biología molecular. Pensadores matemáticos, fascinados con estructuras disipativas y sistemas complejos. Pensadores de irreversibilidad e indeterminismo, de bucles extraños y paralógica…
Pensadores neurofenomenológicos, dice W. Pensadores neo-spinozistas. Neo-leibnizianos. Nominalistas y antinominalistas. Pensadores matemáticos y pensadores poéticos.
Pensadores que habían tenido distintas fases de pensamiento. («En mis primeros escritos, estaba convencido de…»; «Más tarde, concluí…»; «Durante años, tuve la impresión de que…») Pensadores cuya obra era tema de conferencias y mesas redondas.
Pensadores que odiaban a otros pensadores («¡No lemientes a Deleuze!»). Pensadores que habían roto con antiguos amigos por cuestiones intelectuales. Por cuestiones políticas. Pensadores en guerra, para quienes la enemistad filosófica había devenido enemistad personal, había devenido en insultos y tirones de pelo.
Pensadores que, angustiados, se habían volado media cara de un tiro, dice W. Pensadores con profundas cicatrices en las muñecas. Pensadores que lloraban al hablar. Pensadores cuyas pausas eran más largas que sus frases. Pensadores con crisis nerviosas, de vidas encalladas. Pensadores que hablaban con franqueza de la desgracia de sus existencias. Pensadores que contaban por qué eran incapaces de pensar, por qué el pensamiento era imposible, por qué había llegado el fin: el fin de ellos y el fin del mundo.
Pensadores salvajes. Pensadores borrachos. Pensadores colocados, de fosas nasales dilatadas, que se pasaban semanas seguidas en vela. Pensadores con dientes de menos. Con ojos de menos. Pensadores con dedos de menos, y con grandes calvas de pelo arrancado. Pensadores con espantosas erupciones alrededor de la boca.
Pensadores enfermos, que caminaban con dos bastones, dice W. Pensadores con tos, que apenas podían pronunciar palabra. Pensadores que hablaban demasiado bajo para ser oídos. Pensadores que hablaban demasiado alto, dejando medio sordos a los de la primera fila. Pensadores declamadores, pensadores profetas que bien podrían haberse prendido fuego en la sala del seminario.
Pensadores exiliados, forzados a salir de sus países de residencia por crímenes del pensamiento. Pensadores perdidos, abandonados por movimientos intelectuales desaparecidos.
Pensadores desconsolados, apenados por parejas en pensamiento muertas. Pensadores traicionados, que hablaban de puñaladas por la espalda y de purgas, de autos de fe críticos y de castigo revolucionario.
Pensadores con pañuelos al cuello, dice W. Pensadores con corbata. Pensadores con camisas hawaianas (Jean-Luc Nancy, tras un viaje a los EEUU). Pensadores con bombachos de golf (Jean-Luc Marion, camino de Cambridge para intentar impresionar a los catedráticos). Pensadores delgados, con jerséis de cuello alto, pómulos prominentes y cabezas rasuradas. Pensadores barrigones, epicúreos rebosantes de alegría, de grandes rostros felices y gruesos pliegues de grasa en el cogote. Pensadores trabajadores, de dedos gruesos y planos y manos como palas, que habían trabajado junto a los demás en el campo y en la mina. Pensadores serenos, medio divinos, con la mirada de ojos muy separados puesta en la eternidad.
Pensadores risueños, que reían porque podían pensar, porque eran libres de pensar. Pensadores que habían escapado de la prisión y la guerra. Pensadores santos, de una integridad inimaginable, de una pureza absoluta. Pensadores nómadas, que, al igual que los vencejos, jamás se posaban, sólo iban de conferencia en conferencia como oradores invitados. Pensadores viajeros, que habían abandonado el circuito de congresos en favor de viajes privados por junglas y desiertos. Pensadores ascéticos, que hablaban de grandes aislamientos, de grandes retiros. Pensadores que habían visto cosas, vivido cosas que les superaban.
Pensadores que sabían lo que significaba vivir. Pensadores que servían a la vida. Pensadores que pensaban a fin de vivir, y de estar vivos. Pensadores que hablaban del éxtasis de pensar tras sus charlas, en el bar estudiantil. Pensadores que hablaban de la beatitud del pensamiento, con lágrimas brillándoles en los ojos. Pensadores que decían, lo único que importaba era pensar.
Pensadores barbudos, de grandes barbas frondosas como la de Marx, o de barbas arregladas, recortadas como la de Lenin, o de perillas como la de Trotsky, o —en raras ocasiones— de barbas en el cuello como la de William Empson.
Pensadores nonagenarios. ¡Pensadores centenarios! Y jovenzuelos pensadores, de no más de veinte años, meros cachorros, con mentes como cepos de acero.
Pensadores que habían sido encarcelados por pensar, dice W. Pensadores que habían sido medio crucificados por blasfemias de pensamiento. Pensadores a los que les habían arrancado la lengua. Pensadores mudos, a los que había que leerles los trabajos. Pensadores de voces roncas por gritar. Pensadores que se negaban a pensar, por vergüenza, y se negaban a leer su trabajo, por modestia.
Pensadores humanistas, chorreantes de pathos, dice W. Pensadores anti-humanistas, infestados de virus, infestados de plagas, que aguardaban la desaparición del «hombre». Pensadores fanáticos, llenos de odios y éxtasis. «Los tuyos», dice W.
Los estudiantes de posgrado de Essex los conocieron a todos, dice W. A todos los pensadores de la Vieja Europa.
OPINIONES Y COMENTARIOS