Ya jadeábamos cuando paramos a descansar. Debíamos haber corrido durante más de media hora seguida y se me salía el estómago por la boca. Miré a mi alrededor. Nunca había estado en ese barrio, y diría que Alima tampoco, pero no era momento de preguntar. Las casas se levantaban dispersas, rodeadas de jardines enormes repletos de palmeras y otras plantas exóticas. Algunas tenían toda la pared acristalada y permitían ver por dentro sofás de cuero y cuadros con pinturas indefinibles, probablemente muy caras. No tenía nada que ver con Los Molinos, y eso daba esperanzas. Entonces Alima comenzó a dar vueltas a un jardín. Saltaba e intentaba encaramarse a la verja para mirar por encima, pero las ramitas pequeñas que la cubrían hacían que resbalara constantemente. ‘Hay que descubrir si tienen perro’, dijo. Los muros de la mayoría de las casas eran demasiado altos para nosotros, que a duras penas llegábamos al metro sesenta de altura. Al principio nos subíamos a las vallas por turnos, pero Alima decidió que era mejor que fuera ella la que siempre echara un vistazo. ‘Tengo más experiencia’, dijo. Y no pude contradecirla. Recorrimos la manzana intentando mirar por las rendijas abiertas que encontrábamos: yo le aguantaba para que no cayera y ella se encaramaba. Hasta que llegamos. Ante nosotros se alzaba un muro de piedras vistas que continuaba con una puerta enorme de hierro de apertura automática. La casa no se veía desde aquella puerta, así que era seguro que el jardín sería grande. El muro de al lado de la puerta era más bajo que los demás porque tenían un algarrobo que había crecido tanto que no permitía cerrarlo hasta arriba. Alima miró la casa contenta, con esa sonrisa suya que dejaba ver unos dientes grandes y blanquísimos que parecían pintados en contraste con su piel oscura.

– ¡Ésta nos valdrá! Podemos saltar por este lado- dijo señalando la parte baja del muro, donde estaba el algarrobo-. Si tuvieran perro se escaparía por aquí, así que creo que es segura, podemos entrar.

– ¿Y si nos pillan?

– Nadie nos buscará dentro de un jardín privado. Aquí podemos esperar a que pase la noche.

– ¿Y los dueños?

– Ese tipo de gente nunca sale al jardín. Sólo quieren aparentar -respondió sin mirarme mientras ya comenzaba a subir por el muro de piedra.

Hasta ese momento yo no había entendido completamente las intenciones de Alima. Quizás por eso había conseguido mantener una calma relativa al llegar a ese barrio. Pero cuando la vi encaramarse al algarrobo mis piernas volvieron a flaquear y mi vista volvió a nublarse. Y en mi cabeza se volvieron a repetir las imágenes de lo que había pasado, y volví a oír el ruido del cuerpo de Luis golpeándose contra el suelo.

– Tienen alarma…- dije nervioso señalando una placa que había colgada al lado de la puerta, aunque sabía que ella no me miraba.

– Sólo el veintidós por ciento de los que tienen alarma, la encienden. Y nos mantendremos alejados de la casa, tranquilo. El jardín parece grande -respondió con tranquilidad mientras seguía subiendo.

– ¿Cómo sabes eso del veintidós por ciento?

– Creo que lo leí en algún sitio

Le dije desde abajo que no pensaba entrar con ella. Lo repetí varias veces, pero ni siquiera se molestó en mirarme. Se lo dije entonces con más fuerza, casi gritando. Esta vez volvió la cara y me miró, con esa mirada tierna pero decidida que siempre conseguía hacerme sentir pequeño. No hizo falta que dijera nada más, sólo hizo un gesto con la cabeza indicándome que subiera. Nunca saldré de la cárcel, pensé. Pero subí. No me podía quedar solo. Mientras trepaba, sentía la mirada penetrante de los dueños a través de las cámaras de seguridad que seguramente tendrían conectadas. Las lágrimas no me ayudaban a enfocar lo que estaba haciendo. Como nunca fui un gran escalador, los pies me resbalaban constantemente y me imaginaba mi cuerpo golpeando contra el suelo abajo del muro, como había pasado con el de Luis hacía apenas unas horas. Cuando ya casi estaba, una de las piedras se soltó y me quedé agarrado con una mano, pero conseguí trepar hasta arriba y alcanzar a Alima. Me senté en el muro y salté hacia abajo detrás de ella. Era solo media tarde, pero ya había oscurecido. Por eso no vi la enorme piedra sobre la que caí de boca y que me reventó la nariz. Genial, más rastros, pensé, ahora ya sí que no saldré de la cárcel. Alcé la vista y vi la casa al fondo, a unos cien metros, al final de una rampa larga que parecía entrar en un garaje. La casa era amarilla y tenía unas bonitas vigas de madera oscura en el porche. En la fachada había una puerta acristalada enorme que seguramente dejaría ver el interior si estuviera iluminada. Pero parecía que no había nadie. Habíamos tenido suerte. Si la suerte seguía acompañándonos quizás estuviera deshabitada.

Decidimos no alejarnos mucho de la zona del muro bajo, por si acaso venía alguien y nos veíamos obligados a salir corriendo. Hacía frío y el suelo empezaba a estar húmedo. Como habíamos tenido que salir tan rápido después de lo que había pasado, no nos había dado tiempo a coger las chaquetas y ahora ya empezábamos a tiritar.

– ¿Crees que lo he matado? -pregunté.

– En todo caso lo hicimos los dos –hizo una pausa de unos segundos y añadió: – Pero no te flipes, no eres tan fuerte.

Entonces me cogió de la mano y me dio las gracias flojito. Nos quedamos así quietos un rato. Me pareció raro porque Alima nunca me había cogido la mano antes, y yo no sabía qué hacer, si tenía que moverme o no. Pero la situación duró poco. No tardamos en oír el motor de un coche y vimos cómo la puerta automática de hierro se empezaba a abrir. Entró al jardín un todoterreno blanco que subió rápido por la rampa que llevaba al garaje. Alima y yo nos quedamos petrificados. ‘No te muevas’, dijo. Aunque no hacía falta decir algo así. Cuando abrieron la puerta, encendieron las luces del jardín y vimos aparecer un enorme espacio lleno de plantas que nunca antes habíamos visto. Y muros de piedra seca, bajitos, que adornaban el jardín aquí y allá y lo convertían en pequeñas terrazas dispersas que hacían las veces de huertos de distintos tipos de flores. Estuvimos viendo cómo una mujer y un señor de la edad de Luis, pero mucho más alto, descargaban el coche antes de entrar en la casa. Una decena de bolsas de tiendas de ropa y alguna del supermercado. Entonces la mujer volvió al coche, abrió el maletero, y salió algo grande. Parecía un animal, al principio no se veía bien. Luego vimos que era un perro, como un Golden Retriever o algo así. Alima entonces me apretó fuerte el brazo y me arrastró hacia el lado, seguimos moviéndonos despacio sentados, pegados al muro. ‘Tenemos que meternos debajo de ese arbusto’, dijo susurrando.

Mientras nos movíamos lentamente, el perro comenzó a ladrar en nuestra dirección. Los ladridos eran cada vez más fuertes y seguidos, y a la mujer le costaba controlarlo agarrándolo por el collar. Cuando alcanzamos el arbusto, los ladridos se escuchaban tan cerca que parecía que en cualquier momento saltaría encima de nosotros. Entonces se escuchó: ‘Son solo perdices, Niebla, tranquila. Vamos a casa’. Y los ladridos empezaron a escucharse cada vez más lejos. Aterrados, no nos atrevimos a movernos en varias horas. En cualquier momento podría salir el perro y descubrirnos. También si intentábamos salir del jardín.

– Creo que el perro duerme dentro de casa -dijo finalmente Alima. – Si no, es seguro que ya habría salido.

– A mí me parecía muerto cuando cayó al suelo.

– Sólo en las películas se muere la gente por un golpe en la cabeza.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cállate, que nos van a pillar.

Nuestra primera idea era pasar toda la noche allí, porque había resultado ser un sitio seguro. Pero hacía demasiado frío y no llevábamos chaqueta, así que empezamos a pensar que no sobreviviríamos por la hipotermia. Alima decía que era la primera causa de muerte de la gente que dormía al aire libre, y yo no tenía motivo para no creerla. Salimos del arbusto despacio, ya con la noche avanzada, con el objetivo de resguardarnos en un sitio más caliente. Al principio nos movíamos despacio, pero conforme fuimos viendo que el jardín estaba despejado, empezamos a coger confianza. Aunque ya habían apagado las luces del jardín, la luna llena iluminaba lo suficiente como para que unos ojos ya acostumbrados a la falta de luz se movieran con soltura. Decidimos empezar a explorarlo por la parte de la izquierda, que parecía más alejada de las habitaciones. Cuidadosos atravesamos bancales con diferentes tipos de cactus y pasamos por al lado de palmeras, plataneros y otros árboles que no conocíamos. Por fin llegamos a la parte de atrás de la casa. El jardín era más grande de lo que imaginábamos, y se extendía a lo lejos por unas escaleras con cientos de peldaños que se nos antojaron entonces infinitos. A los lados aparecían muchos tipos de árboles frutales, aunque solo pudimos distinguir el aguacate y los cítricos, que aún tenían frutas. Demasiado arriesgado intentar subir la escalera, ¿y si arriba no había sitio donde escondernos? Decidimos rodear la casa por detrás y volver a cruzar al jardín delantero por la parte de la derecha. Entonces Alima tropezó al bajar una escalera y cayó escandalosamente sobre un baúl de jardín, de esos de guardar trastos. Por un segundo el mundo se paró para mí. El ruido tenía que haber despertado a los dueños sin duda. Sin embargo, nadie salió de la casa, ni dio el menor indicio de haberse enterado. Así que corrimos por la parte derecha de la casa, para alejarnos cuanto antes de allí. Debajo de unas enredaderas, encontramos una caseta. Estaba cerrada pero no tenía cerrojo. Dentro se amontonaban todo tipo de herramientas para el jardín. Algunas sierras, rastrillos, un cortador de césped y otras cosas que no sabíamos lo que eran. Los dueños no debían pasar mucho por allí porque todo estaba desordenado. Entramos satisfechos y nos sentamos en un rincón con la sensación triunfal de poder descansar por fin. Entonces lo oímos, primero unos ladridos, luego a ellos que habían salido. Puede que Alima les hubiera despertado al tropezar. Ella cogió un rastrillo de madera y a mí me dio otro de metal.

– Si se acerca, le atizas -dijo entre susurros.

– No pienso matar a nadie más.

– Todavía no has matado a nadie.

Escuchamos como se acercaban pasos a la caseta. Hablaban entre ellos, pero no lográbamos entender lo que decían. De pronto los oímos justo a nuestro lado. Sacudieron la puerta, como si fueran a abrirla, pero no pudieran. Cogí aliento y levanté decidido el rastrillo para poder atizar el golpe con rapidez. ‘¿Ves?, está cerrada’, se oyó decir a la mujer al otro lado, ‘imposible que la rata haya entrado aquí’. Y quieto, con el rastrillo en alto, escuché como se alejaban. Volví a escurrirme en el rincón de la caseta, agarrado a Alima para mantener el calor y la poca humanidad que me quedaba. Ya no me importaba si nos cogían, estaba agotado.

– No es cierto. Eso de las pelis que has dicho. Mucha gente muere por golpes en la cabeza -dije.

– No creas. He leído que el cráneo humano es diez veces más resistente que un ladrillo. Y tú sólo le diste con un palo. Un palo no le hace nada a un cráneo humano.

Preferí no seguir con la conversación. Ese dato me había gustado. Me bastaba, por el momento. No sé cuándo me quedé dormido, pero hacia las seis ella me despertó para que nos fuéramos antes de que se hiciera de día. Nos levantamos intentando no hacer ruido y, sin decir nada, abrimos con cuidado la puerta de la caseta. Alima salió corriendo rapidísimo, y yo la seguí como pude intentando no chocarme con ningún árbol por el camino. Cuando ya estaba a unos veinte metros del muro, se encendió de repente la luz de la casa. Eso me hizo perder la concentración y tropezar con las raíces de un ficus que no había visto la noche anterior. Salí rodando y me caí por uno de esos muros pequeñitos que adornaban el jardín. Debió hacer ruido la caída porque la puerta de la casa se abrió en ese momento, y el señor alto salió con un café en la mano. Yo me mantuve quieto, sin moverme, pegado al murito del que me había caído y mirando de reojo hacia la puerta. No sabía dónde estaba Alima, pero esperaba que hubiera conseguido salir ya. El señor alto estuvo un rato en la puerta, si salía un poco más del porche me vería. Crucé los dedos en mi espalda y pensé en mi madre. Eso siempre me daba suerte cuando estaba en un aprieto y me encontraba solo. Y esta vez también lo hizo. El señor volvió a entrar en casa y entonces yo corrí hacia la salida todo lo rápido que pude. Al saltar el muro de la casa me encontré con Alima. Me agarró de la mano y corrimos sin mirar atrás. Me dolía el pie de la caída, pero no podía permitir que me cogieran por eso después de todo.

Al cabo de un buen rato, llegamos a un descampado entre edificios, al pie de una montaña. Alima tomó asiento en la hierba aún mojada por el rocío y esperamos en silencio a que amaneciera. Entonces me miró con su sonrisa de grandes dientes blancos y dijo triunfante:

– Javi, lo hemos conseguido. Ya no nos podrá pasar nunca nada.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque el noventa por cien de los que sobreviven a su primera noche en la calle, ya sobreviven para siempre.

Esta vez no le pregunté, simplemente decidí creerla.

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