—Buenas tardes. Treinta y cinco, por favor —dije con mi mejor sonrisa—. Esto sorprendió al conductor que me devolvió el cambio de cincuenta y, junto con el boleto, sus buenas tardes. Es raro que uno sea amable con las personas que brindan un servicio, más en estos días, pero mi abuelo me había enseñado a ser educado, y ahora iba camino a verlo. No podía sacar de mi cabeza los momentos que compartimos; me generaban una alegría inmensa y tapaban la ansiedad por saber qué me iba a encontrar.
Me senté del lado de la ventanilla que daba a la calle. Podía ver el interior de los autos que pasaban y los gestos en la cara de sus ocupantes. Otra costumbre que traía de los paseos en el auto del tata. ¿Qué mirás? —me decía, cuestionando mi actitud desvergonzada—, dejá la gente vivir en paz. Y yo le decía lo que me imaginaba del conductor, de la señora que iba a su lado, la relación con el resto de los ocupantes, adónde se dirigían… Ese era mi pasatiempo favorito, y lo era porque lo hacíamos juntos, ya que una vez que la curiosidad sobrepasaba el ataque de moral, mi abuelo rellenaba los huecos de mis historias, y los dos urdíamos los planes más descabellados.
Me aferraba a ese recuerdo, tenía que hacerlo.
La parada estaba a escasos metros del recinto. Me bajé y caminé unos doce pasos. Llegaba a la reja y tenía que anunciarme, eso me dijo mi madre que debía hacer. Me encontré a dos tipos con cara de pocos amigos y esa actitud displicente que caracteriza su clase. Me pidieron el documento y me dieron un distintivo que debería llevar colgado en el cuello mientras estuviera adentro. “No vaya a ser que nos confundamos”, dijo con una sonrisa mientras me miraba de arriba abajo.
Adentro me topé con el escritorio de recepción, pregunté por mi abuelo, y me indicaron que siguiera por el pasillo hasta pasar el segundo patio, allí estaba la sala de visita. Los patios estaban cerrados y se apreciaban las plantas y los árboles a través de un ventanal enorme, delante de los cuales había bancos para sentarse mirando hacia la pared. Cada tanto, a la altura de los ojos, un cartel pegado en el vidrio rezaba: “La naturaleza nos relaja”.
Me crucé con dos simpáticos como los de la puerta y les pregunté por mi abuelo y la sala de visita. Me contestaron que don Wellington estaba en su habitación todavía, la número 206, tres puertas más adelante, última a la derecha. Les agradecí la buena onda y sentí el calor en mis mejillas al agachar la cabeza. Metí la mano en el bolsillo y empecé a jugar con el encendedor, no fumaba hacía horas.
Golpeé tres veces en la puerta entreabierta. Adelante, pase, me contestó mi abuelo. La habitación era blanca, muy blanca. El techo era altísimo y allá arriba, una pequeña ventana dejaba entrar luz. Al verla con detenimiento noté que tenía rejas, ¿quién iba a llegar hasta allá arriba y pasar por ahí? La cama también era blanca, de barrotes, con bordes redondeados, y sobre la manta gris con las letras de la institución, estaba sentado el cuerpo disminuido de mi abuelo.
—¿Qué hacés, viejo? —le dije con tono pícaro
—Sombra —me contestó.
—¿Vamos afuera a fumar un pucho? Te traje una caja para vos.
—¿La compraste con tu plata?
—“Pagate tus vicios”, ¿te acordás? Bueno…
—No cambia más tu madre.
—¿Cómo estás, te tratan bien?
—Como cuatro veces al día…
—¿Nos sentamos en el banco con vista a la pared? —dije, e hice un ademán caballeresco.
—No me vas a decir que no es genial —respondió mi abuelo con solemnidad.
Saqué la caja de cigarros nueva, la abrí, se la ofercí y antes de que tomara uno, apareció un flaco, alto, con el pelo rebelde y los ojos fuera de sus órbitas. Con paso apurado, inclinado hacia adelante y con las manos estiradas como quien encontró la olla al final del arcoíris, se acercó y me dijo:
—Flaco, ¿me das un cigarrillo?
Agarré cuatro o cinco y se los di. Su cara se iluminó de tal manera que parecía otra persona; sus largos dedos tomaron aquellos cilindros como un arqueólogo que halla los clavos del nazareno.
—¡Gracias, flaco, gracias, gracias, gracias! —repetía una y otra vez.
—Por nada —contesté—, que los disfrutes. Y una vez más comenzó su rosario de agradecimiento mientras se perdía pasillo abajo.
—Es inofensivo el flaco —dijo mi abuelo mientras prendía su cigarro.
—Me da un poco de pena —contesté al tiempo que tomaba el encendedor
—¿Por él? —dijo, lanzando esa mirada inquisidora.
Agaché la cabeza y no dije nada. ¿Cómo podía decir algo? Calé en silencio, concentrado en la brasa que quemaba y el humo que picaba sobre la lengua. El abuelo hacía lo mismo, ensimismado en el hilo de humo que subía. Así se quedó un rato largo, hasta que la voz del flaco despeinado nos sacó del trance. Pasó agradeciendo de nuevo al tiempo que hacía reverencias casi orientales. Al seguirlo con la mirada, vi en la entrada de la sala a dos hombres en bata de dormir y pantuflas que discutían airadamente sobre la forma en la que recuperarían Polonia y traerían a sus hermanos.
—Che, abuelo, ¿son judíos?
Allí me di cuenta que no había bajado la cabeza, seguía mirando el techo y la ceniza del pucho estaba llegando casi a sus dedos.
—¿Abuelo? —dije.
—¿Quién es usted? Me contestó mientras se paraba de golpe, con los ojos como el dos de oro.
Era otro, la cara, el gesto, otro.
Lo quedé mirando fijo, buscando en el fondo de sus ojos el alma de mi abuelo, sólo atiné a llamarlo por su nombre y fue entonces cuando pestañó. Al abrir los ojos, las pupilas rodaron desde arriba y se clavaron en mí.
—Martincito… Perdoname. ¿Hace cuánto que llegaste? No te oí entrar. ¿Dónde está la Tota?
—Recién llegué, no te preocupes. No respondí acerca de mi abuela, no pude.
—Tengo que ordenar los papeles de la fábrica —decía mientras caminaba hacia la habitación—, los compradores van a llegar, los títulos del apartamento los tengo en la caja fuerte y la libreta del auto está en el doble fondo del piso del ropero.
—Abuelo, quedate tranquilo, yo te ayudo. Vamos a terminar acá el pucho y te doy una mano, ¿te parece?
—Usted no es Ramirez, ¿qué hace acá? Y con eso se metió al cuarto y cerró la puerta tras de sí.
Me dejé caer en el banco. No dejaba de mirar la puerta.
El flaco volvió y se sentó al lado mío sin dejar de repetir “gracias, gracias, gracias”. Se inclinó hacia mí con los brazos abiertos. Fui retrocediendo en el banco de a poco, con disimulo, hasta que me topé con los agentes secretos del ejército polaco que me increparon por mi nacionalidad, exigiendo mis credenciales. Salí corriendo de allí. En la desesperación me llevé puesto a uno de los “buena onda” de más temprano. ¡Pará, tranquilo, que le cuerdo sos vos!, me gritó de lejos.
Me arranqué el cartelito de “visitante” y se lo tiré al “mala onda” arriba del mostrador y le exigí mi cédula. Su displicencia en los movimientos me exasperó, sí, estoy seguro que fue eso, tomé mi documento y corrí, corrí mucho, hasta el límite de mi resistencia.
La puerta del ómnibus se abrió y el chofer me miró como preguntando “¿mucho rato vas a estar ahí”? Estiré la mano con cincuenta pesos, tomé el boleto y los quince de vuelto. Me senté en la ventanilla, apoyé la cabeza contra el vidrio y los recuerdos se mezclaban en un caos de pasado lejano y reciente, mientras rumiaba: “¿y si más adelante, yo…?”
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