Todo transcurría en noviembre del 2014, en la ciudad de Apóstoles, Provincia de Misiones, Argentina. También conocida como Ciudad de las flores; Capital Provincial de la Semana Santa y el Pesanke.
Al final tenían razón los más experimentados. El paso por el quinto año era muy rápido, y se acercaba la hora de emprender nuevos rumbos que poco a poco irían forjando los caminos de la vida. Las decisiones al respecto debían ser muy acertadas- . Reflexionaba Agustín ante la atenta mirada de Cristina, su madre, mientras estaba cómodamente acostado en su habitación, la cual compartía con su hermanita Rebeca de 8 añitos de edad.
– Y Agustín? ¿Ya te decidiste?
– No lo sé vieja. Realmente es una decisión muy difícil, me gusta la política, la filosofía y también las Artes Visuales.
– Vos pensa en lo que te gusta realmente, en lo que te hace feliz.- Contesto Cristina. Quién hizo notar su emoción a través de una fugaz lágrima. Pues su pequeño hijo hoy ya era todo un hombrecito. Estaba terminado el secundario y pronto partiría rumbo a la gran ciudad y el nido vacío dejaría. Ya que aquellas carreras quedaban en la ciudad de Posadas, a unos 60 kilómetros aproximadamente.
– Mamá, mamá. ¿Por que le servís la comida a el primero?- Exclamo Rebeca.
– A partir de ahora te voy a llamar Celoslandia y te voy a proponer que guardes silencio, porque a vos te serví primera en el almuerzo.- contesto Cristina en un tono molesto.
– ¿Y Agustín? ¿Para donde vamos a ir el año que viene? ¿Curitiba, Brasil como anhelaba el abuelo?
– No papá, jamás de los jamases sería cura. Demasiado soporte las sotanas en el Colegio. Eso no es para mí.- Contesto Agustín, negándose a aceptar ese mandato con resignación. Aunque en parte comprendía al difunto abuelo Federico.
En aquella familia existía la tradición que quién heredase el nombre del abuelo sería sacerdote. Pero esta sería una excepción, ya que el sacerdocio estaba muy lejos del Proyecto de Vida que Agustín Federico planificaba en su mente adolescente. Aunque era consciente de que el no ser cura quizás, muy probablemente, lo convertiría en la típica oveja negra.
La familia de Agustín, era descendiente directa de inmigrantes ucranianos y aquello lo hacían notar con mucho orgullo en su cotidianidad. Embanderándose de la cultura milenaria, practicando ritos, ceremonias y cocinando platos típicos.
En la cena de aquel reflexivo día, los protagonistas fueron los peroges de ricota. Pero esta no era cualquier ricota, sino que era una preparación casera de la chakra de los abuelos maternos. Tenía el sabor particular del esfuerzo y del amor, ingredientes esenciales a la hora de realizar la cocción. Una rica salsa blanca siempre acompañaba, aunque en esta oportunidad le faltaba cebollita de verdeo y Cristina lo hizo notar.
Por su parte el padre de la familia, jefe del hogar, era Ernesto. Quién comía sus clásicas chuletas sin importar el que dirán. Pues no estaba muy acostumbrado a usar los cubiertos de modo coherente y fehaciente. Pero bueno, condecoraba de algún modo con sus manos sucias aquellas comidas familiares.
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