Sentada en el banco apartado de la plaza de la iglesia está ungida la princesa del hampa.
Apoyadas sobre sus rodillas unas manos entrelazadas y cubiertas con guirnaldas de rosal.
Las espinas no la hieren, no la estremecen. Con esas mismas manos es capaz de apartar las moscas que revolotean sobre las magulladuras.
A los transeúntes parece estorbarles la presencia de esa joven de cabellos grises. A los feligreses casi les resulta embarazoso su mendigar.
Ella viste, día tras día, la plaza con sus ropajes del hampa y pone a prueba la humanidad al amparo de la sagrera.
Pero en la plaza retumba la indiferencia en el mejor de los casos, en el peor se oye un cuchichear sibilino que resuena con la virulencia de la que únicamente es capaz la vileza:
«Pobre Violeta, perdió…»
Ahí enmudecen, ahí se pierden también ellos, en la determinación de nombrar ni siquiera aquella pérdida. Les falta el valor de decir lo que les hace a ellos también vulnerables.
Para mí sigue siendo una princesa desterrada de su reino: esos dedos, que derraman sangre y esparcen alpiste, dibujan ademanes de realeza.
Llega la noche, y aquellos que se manejaron seguros durante la vigilia diurna, austera y frugal, corren al cobijo de sus escondrijos.
Entonces Violeta amanece refulgente. Se levanta del banco y recorre el rabal a la caza de esas almas sedientas de lupanar que se escaparon a su mirada diurna en la plaza.
Ahora besan sus manos, ahora acarician sus cabellos y se dejan herir por las espinas de su rosal.
Pero Violeta espera, en esas noches de venganza sobre una sociedad de convenciones mojigatas y apocadas, la redención que le otorgaría la caída de Marcial.
Viejo «pescador-poeta» del pueblo, borracho y demente. De él sí sé que perdió a su hijo en el mar y la poca cordura que le quedaba en la soga del bolardo que anudó su mujer alrededor de su cuello.
Él sigue, cada mañana, pasando por la plaza de camino al bar, zarandeándose así mismo con una botella de ron. Pero cuando alcanza el banco de Violeta algo lo detiene, quizá algún resquicio que aún queda en él de lo que un día fue. Entonces limpia sus manos y las desinfecta con el ron. Violeta busca su mirada y le ruega repetidamente:
«Papá… papá, papá… mírame»
Pero el desgraciado Marcial sigue su deambular y Violeta espera su aparición, borracha y demente, en las noches del rabal para poder estrangularle con el rosal.
Hoy no estaba Violeta en el banco de la plaza de la iglesia y tampoco apareció Marcial, pero pude oír a dos viejas cuchichear:
«Pobre Violeta, hace tiempo que perdió la cabeza pero ayer perdió a su padre ahorcado con un rosal»
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