La historia del cine la inaugura una película de unos pocos segundos que recoge la salida de los obreros de una fábrica de material fotográfico. Los hermanos Lumière, para representar el movimiento, filman en un solo plano a los trabajadores de su fábrica tras acabar la jornada laboral. En 1995, cien años después de esa primera película, Harun Farocki recupera la idea con el documental Trabajadores saliendo de la fábrica, que es la suma de imágenes rastreadas en películas de empleados abandonando su lugar de trabajo. Una salida que, con su tesis, sería un indicio de dónde busca el cine sus argumentos: fuera del trabajo, una vez que salen sus personajes de la fábrica, como si la vida dentro no permitiera buenas historias, por las rutinas hechas de repeticiones y una organización sin margen para decisiones personales. Pero ese encorsetamiento es solo superficial. Una persona le dedica al trabajo muchas horas cada día, la mitad al menos de las que pasa despierto. Es un espacio también para las relaciones personales, para concretar cada uno el proyecto que quiere para su vida, para satisfacciones e insatisfacciones tangenciales, para medir expectativas, etc. Como en El apartamento, de Billy Wilder. Han cambiado las condiciones laborales desde que los Lumière grabaron a sus empleados. El sector terciario es mucho mayor ahora. Y la informática ha generado nuevos empleos y ha transformado muchos de los anteriores: es todo ahora más global, aunque se trabaje desde casa, siempre o casi siempre con un ordenador. Pero el trabajo sigue ocupando nuestras vidas: lejos de cumplirse los presagios de un incremento enorme de horas de ocio cuando las máquinas multiplicaron la productividad de las fábricas en el XIX, las jornadas siguen siendo muy largas. Como en la escena de Charlot en la cadena de montaje en Tiempos modernos. Pero también, o sobre todo, en las oficinas, con nuevos mecanismos de poder atomizados y escalafonados: de lo que se queja Benedetti en sus Poemas de la oficina, y que trasmite bien Playtime, de Jacques Tati, con la escena en la que Monsieur Hulot no es capaz de llegar a una reunión importante, desorientado entre tantos cubículos para los empleados.
La diversidad de trabajos y condiciones laborales es enorme. Cada uno de ellos como un hábitat que le sirve al trabajador también de escenario de otras vivencias: no es verdad que la rutina y la mecanización de las tareas impida otras historias más sugerentes, que no quepan otras relaciones que las meramente profesionales o que el trabajador no pueda encontrar otras fórmulas más creativas para desarrollar su actividad. No buscamos para Historias del trabajo argumentos de utopías o distopías: queremos, más acá de eso, como hace Agnès Varda con los comercios en Daguerréotypes o Van der Keuken con su repartidor en Amsterdam Global Village, las historias personales que se localizan en ese eje de coordenadas que es el campo, la fábrica, la oficina, la calle o la carretera (u otras posibilidades más extrañas); en los que incluimos también el recuerdo de trabajos que ya han desaparecido o han cambiado del todo su fisonomía (muchos que desempeñaron nuestros padres o abuelos), o el tanteo ante nuevas formas de trabajar todavía no asentadas, que prueban con otros modos y medios de producción.
Sobre la escritura como trabajo
No es fácil vivir de la literatura (o solo de la literatura). Los escritores, por lo general, han tenido antes otros oficios o han compatibilizado la escritura con un trabajo que, además de un sueldo, les ha permitido una experiencia que luego han trasladado a sus libros. Baroja, por ejemplo, fue médico, como su Andrés Hurtado. O Jack London marinero y buscador de oro. Aunque a menudo los protagonistas de novelas y relatos son también escritores, aunque a nadie se le escape lo que advierte Auster sobre el tedio de espiar a un escritor. O, de no ser escritores, con profesiones afines, o que el escritor considera o quiere considerar afines (por la trasmisión y creación de conocimiento que les supone a sus libros): de más acá, profesores (sobre todo universitarios); de más allá, detectives o policías. Escribe Marías en Todas las almas, con su narrador en Oxford, en un ejercicio que es también de memoria para el autor:
Bastaba que yo estuviera nerviosamente encaramado a una tarima durante las pocas horas en que establecía contacto visual con ellos para que el distanciamiento entre los alumnos y yo fuera casi monárquico. Yo estaba arriba y ellos abajo, yo tenía un bonito atril delante y ellos vulgares pupitres con incisiones, yo vestía mi larga toga negra (con las cintas de Cambridge y no de Oxford, por cierto, para mayor reserva) y ellos no la vestían, y eso era ya motivo suficiente para que no solo no discutieran mis tendenciosas afirmaciones, sino ni siquiera me hicieran preguntas cuando peroraba sobre la sombría literatura española de la posguerra durante una hora que se me hacía tan interminable como la propia posguerra a sus literatos (a los antirrégimen, muy pocos).
Y Ricardo Piglia, sobre las posibilidades de la investigación en Blanco nocturno: lo que le dice el policía Croce al periodista Renzi:
Vos leés demasiadas novelas policiales, pibe, si supieras cómo son verdaderamente las cosas… No es cierto que se pueda restablecer el orden, no es cierto que el crimen siempre se resuelve… No hay ninguna lógica. Luchamos para restablecer las causas y deducir los efectos, pero nunca podemos conocer la red completa de las intrigas… Aislamos datos, nos detenemos en algunas escenas, interrogamos a varios testigos y avanzamos a ciegas. Cuanto más cerca estás del centro, más te enredas en una telaraña que no tiene fin. Las novelas policiales resuelven con elegancia o con brutalidad los crímenes para que los lectores se queden tranquilos.
Pero algunos escritores han sabido dar con profesiones más distantes y, por ello, también más jugosas para la literatura. En una entrevista a Playboy le decía Roberto Bolaño a Mónica Maristain: “El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un cámping cerca de Barcelona. Nunca nadie robó mientras yo estuve allí. Impedí algunas peleas que hubieran podido terminar mal. Evité un linchamiento (aunque de buena gana después hubiera linchado o estrangulado yo mismo al tipo en cuestión)”. Lo que recuerda luego de Arturo Belano Mary Watson en Los detectives salvajes:
Recuerdo, casi al final de la noche, haber visto a Hans discutiendo con el vigilante nocturno. Hans hablaba en español y parecía cada vez más excitado. Durante un rato los estuve mirando. En determinado momento me pareció que Hans se podía a llorar. El vigilante, por el contrario, parecía sereno, al menos no movía los brazos ni hacía gestos desmesurados.
Al día siguiente, aún no repuesta de la borrachera de la noche anterior, mientras me bañaba vi al vigilante nocturno. En la playa no había nadie, solo él. Estaba sentado en la arena, completamente vestido, leyendo el periódico. Al salir del agua lo saludé. Él levantó la cabeza y me devolvió el saludo. Estaba muy pálido y con el pelo revuelto, como si se acabara de despertar.
Y un poco más adelante:
La garita en donde el vigilante pasaba las noches era tan pequeña que una persona que no fuera un niño o un enano no podía permanecer estirada en su interior. Intentamos hacer el amor de rodillas pero era demasiado incómodo. Más tarde lo intentamos sentados en una silla. Al final terminamos riéndonos y sin haber follado. Cuando ya amanecía me acompañó hasta mi tienda y después se marchó. Le pregunté dónde vivía. En Barcelona, dijo. Tenemos que ir juntos a Barcelona, le dije.
Y que recrea también Javier Cercas en Soldados de Salamina, devolviéndole su papel a Roberto Bolaño:
Bolaño conoció a Miralles en el verano de 1978, en el cámping Estrella de Mar, en Castelldefells. El Estrella de Mar era un cámping de rulots al que cada verano acudía una población flotante compuesta básicamente por miembros del proletariado europeo: franceses, ingleses, holandeses, algún español. Bolaño recordaba que, al menos durante el tiempo que pasaba allí, aquella gente era muy feliz, él también se recordaba a sí mismo feliz. Trabajó en el cámping durante cuatro veranos, del año 78 al 81, y a veces también durante los fines de semana de invierno; hizo de basurero, de vigilante nocturno, de todo.
-Fue mi doctorado -me aseguró Bolaño-. Conocí a una fauna humana de lo más variopinta. En realidad, nunca en toda mi vida he aprendido tantas cosas de golpe como allí.
Las posibilidades aquí también son muchas. Pero cabe también la otra dirección, o el otro sentido: la del profesional que decide también escribir, y hacerlo con ambición literaria, haciendo de verdad literatura, pero sin dejar de ser lo que ha sido hasta entonces para volverse escritor, sino sumando a su condición de médico o jurista o informático la de escritor. Quizá más con el ensayo, pero también con la novela. Bastan un par de ejemplos: Oliver Sacks, neurólogo, con sus libros excepcionales sobre casos médicos que él había tratado, o Tony Judt, historiador, con sus ensayos sobre Europa que han llegado a convertirlo para muchos en guardián de su conciencia.
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