LA LEYENDA DEL POZO DE JACINTO

LA LEYENDA DEL POZO DE JACINTO

PRÓLOGO


La leyenda que se presenta a continuación, es una historia que se ha escuchado en mi pueblo por varias generaciones, y supuestamente ocurrió entre finales del siglo diecinueve y comienzos del siglo veinte. A mis oídos llegó a través de la boca de un abuelo, y a él por las voces fantasmales de muchos abuelos más. Este cuento de pueblo, ahora es una leyenda, nacida en mi barrio Jobos, en el poblado costero de Isabela, y precisamente, en la bella Playa de Jobos. Aunque la historia de Jacinto el arriero, es apenas un soplido en el tiempo, nos cautiva el corazón, con un manojo de genuinos sentimientos de amor y extraordinarias demostraciones de sacrificio, perseverancia, tragedias y pasión por la vida. Espero que la disfruten, y que puedan descubrir conmigo, como han de llamar, la vaca de Jacinto, cuando se acerquen a su Pozo, en la Playa de Jobos, de manera, que no pongan en riesgo el valor tan grande de vuestras preciosas vidas…


LA LEYENDA DEL POZO DE JACINTO
Por: Renato Fámulo

En el tiempo, que Jacinto vivió, un pelo de un bigote era un asunto de extremada seriedad, a tal punto qué… Una tarde, cuando regresaba de hacer sus faenas de “arrimao”, en las tierras del hacendado; se encontró con una trifulca, frente al colmado de Don Vigíe. Como no le gustaban las peleas, se orilló a un lado del camino, lo más que pudo, para dejar el bullicio atrás y pasar desapercibido, como una sombra. Sin embargo, esta vez, esto no le iba a salvaguardar de lo acaecido allí; muy pronto, los gritos desgarradores de una mujer, a sus espaldas, lo sorprendieron y capturaron toda su atención, y de inmediato se encontró empujando a toda la muchedumbre presente, para abrirse paso entre ella, hasta llegar a la atormentada mujer, que se encontraba arrodillada sobre el cobrizo barro, con sus manos, cara y torso ensangrentados; al lado de un cuerpo inerte, de cuyo pecho emanaban borbotones de sangre, desde un sinnúmero de profundas heridas. En seguida, Jacinto comenzó a llorar sin ningún consuelo, y entre sollozo y sollozo, le preguntó a la mujer:

─ ¿Qué ha pasado mamá?
─ ¡Rogelio vino a cobrar, por tercera vez, la deuda de los ocho reales,
firmada con el pelo de bigote de Don Moncho, y él se negó a pagarle
nuevamente, de forma vociferante, frente a todos los paisanos! ¡Tu
padre se enfureció, retándolo a un duelo de machetazos, y este ha sido
el resultado final… tu padre muerto y un hombre manco casi
moribundo! ¡Así son los hombres de hoy, no viven por la palabra de
Dios, solo viven por su obstinado orgullo de macho y su sanguinario
machete!
─ Madre e hijo se abrazaron, mientras Jacinto, en medio de lágrimas y
gemidos, le susurraba al oído: ─
─ ¡No te preocupes mamá, saldremos adelante…!

Dos años más tarde, por fin, Jacinto cumplía sus dieciocho años y su ansiada mayoría de edad; algo que estaba esperando desde hacía bastante tiempo; para poder tener el derecho legal de echar a un lado el oficio de la siembra e hilado de tabaco, y así, buscar un nuevo porvenir, en el arreo de ganado. De tal forma, que algún día, pudiera cambiar su futuro y el de su madre, obteniendo mejores oportunidades de trabajo, donde los reales llegaran con mayor abundancia, para ver si el Señor le ayudaba a salir de aquella extrema pobreza en la que vivían. Con esto en mente y sabiendo que, de esta manera, podría ayudar aún más a su madre, procedió a tomar el próximo paso. Y, le pidió a Don Arturo, el dueño y hacendado de la finca donde había vivido con su madre por toda su vida, un par de días libres, para ausentarse de sus faenas, confesándole también cuales eran sus verdaderas intenciones. El hacendado, que le tenía un gran afecto, le agradeció su franqueza y se los concedió; al mismo tiempo que le firmó su cédula de traslado, al área de trabajo del “Barrio Jobos Abajo” o “La Bajura”, como la llamaban los arrieros, de La Playa de Jobos.

Antes de que salieran los primeros rayos de la alborada y después de saborear su pocillo de café “puya” o sin azúcar, comenzó a envolver los pocos trapos con que contaba y empacó con ellos, la despedida más triste y emotiva de su vida, al dejar atrás a su amada madre, por primera vez, entre las penumbras de un farol opacado por la niebla. Con su machete a la cintura y sus escasas pertenencias, comenzó a confundirse con la obscuridad del camino, que lo llevaría al centro del poblado de Isabela, donde le esperaba un futuro todavía incierto por descubrir. Ya se podían escuchar, de los gallos, sus primeros cantares, mientras Jacinto observaba el estrellado cielo y soñaba con su nuevo trabajo, camino a las preciosas Bajuras del Barrio Jobos. Sin duda alguna, aquel humilde jíbaro, de figura alta y corpulenta, de tez blanca, pelo marrón y expresión amable, procedente de las montañas colindantes con el poblado de San Sebastián; era todo un jíbaro valiente y de gran optimismo. Con sus bolsillos llenos de sueños, fe y esperanza, se atrevió a luchar por un nuevo destino, rompiendo de esta manera, la cadena ancestral de servilismo, de muchas generaciones que lo arrastraban. Que, aunque no eran esclavas civilmente, se comportaban como tales, con ambiciones muertas, ausentes de arrojo y deambulando como espectros desolados, en los campos de tabaco, dando pasos a ciegas, sobre algo que les parecía vivir…

Habían pasado varias horas de camino, y finalmente se escuchaban los alborotosos y habituales ruidos, de una mañana de pueblo, conjuntamente con el silbido portentoso del tren, que se aproximaba velozmente a la estación principal de Isabela; esta era la segunda vez en su vida, que escuchaba ese maravilloso silbido. La primera vez, apenas contaba con doce años y fue durante su confirmación bautismal en la Catedral del Poblado, cuando lo escuchó. Y, aunque se sentía totalmente exhausto, y desesperadamente sediento, sus pies no le obedecían, ni su cansancio corporal. Pues todo su afán, era guiado por el impetuoso deseo, de ver aquella impresionante imagen del tren, remontándose en las vías y corriendo frente a él, al mismo tiempo que devoraba la interminable escalera de rieles y serpentinas. Al fin, arribó el tren a la estación, y olvidando toda la fatiga que lo indisponía para estar allí, se sumió dentro de su perplejidad, extasiado y enmudecido, se quedó paralizado, parpando aquella hermosa locomotora negra que rugía como un tigre y emanaba oscuras nubes de vapor con olor a carbón. Al cabo de quince minutos de espera, se oyó la voz exasperada, de la última llamada de abordaje al tren:
─ ¡Todos a Bordo…! ¡Todos a Bordo…! ¡El tren se va de inmediato para
Aguadilla…! ¡“Todos a Bordo…”! ─

A Jacinto le pareció todo el evento, un espectáculo tan fascinante e increíble, que muy pronto se encontró soñando con sus futuros viajes en tren por toda la isla y sus plantaciones; no obstante, le parecía algo inconcebible, que aquel, diminuto y enjuto hombrecillo, vestido de militar, con ropa azul obscura y zapatos resplandecientes, con tan solo dar una orden seca, toda aquella multitud, se movía velozmente, hacia afuera o hacia dentro del tren, con el sonar de su voz de trueno, que pareciere haber tomado prestada del tiempo de los faroleros del pueblo. De inmediato, y llevando consigo su sonido feroz y tempestuoso movimiento, el tren se fue perdiendo entre los rieles y los montes, y solo la columna de humo que lo perseguía, daba testimonio de su existencia. Mientras tanto, Jacinto, como una estatua desconcertada y aislada del mundo, quedó clavado sobre los rieles, hasta que ya no pudo ver el tren en la lejanía, y una voz, con un fuerte acento peninsular, lo sacó de su burbuja:
─ ¡Oye Jacinto, hombre, despierta que ya se ha marchado el dichoso
tren! ¿Cómo está tu madre y qué andas haciendo en el pueblo? ─

Era el Párroco Francisco, que lo llamaba desde el andén de la estación y el que lo había bautizado y confirmado, durante sus primeros años de cristiano. Tan pronto, Jacinto lo vio, corrió hasta donde estaba él, y con mucha reverencia le saludó. Y el párroco, volvió a insistir:
─ ¿Hijo mío, como sigue tu madre y qué estás haciendo en el pueblo?
─ Ella está muy bien, y yo me dirijo a buscar trabajo de arriero en la
Bajura de Jobos.
─ Veo que estas decidido a dejar la siembra de tabaco en el pasado.
─ Así es padre, tengo que mejorar mi salario y me gusta bregar con los
animales.
─ Mi estimado Jacinto, parece que Dios tiene planes para ti; de hecho,
hace un par de días me visitó “Mr. Krause” y necesita un arrimado de
confianza, para trabajar como arriero de ganado en la bajura, puedo
ayudarte con eso.
─ ¡Oh… por fin, Dios ha escuchado mis oraciones, Padre!
─ Claro que sí, hijo, los caminos del Señor son a veces muy misteriosos,
pero siempre favorecen a los justos. Vayamos a la parroquia a comer
algo, supongo que estarás muerto del hambre, y luego te daré una nota
para “Mr. Krause”.
─ ¡Claro Padre… me encanta su idea!

Nuevamente, después del almuerzo, se volvieron a escuchar los silbidos de un tren, pero esta vez, era La Estrella del Sur, proveniente de La Ciudad Señorial de Ponce; avisando a todos los pasajeros, operadores; quincallería de artesanías, quesos de hojas y dulces, que deberían estar listos para su arribo. Obviamente, esta nueva oportunidad de contemplar otra locomotora, tuvo su efecto en Jacinto, y el Párroco Francisco, conociendo la debilidad del muchacho por los trenes, avanzó a despedirse de él; pero no sin antes, hacerle las debidas advertencias de rigor, al igual que los consejos cristianos pertinentes, para un joven ingenuo y aventurero como Jacinto. También le advirtió a Jacinto, de no tomar el camino del muelle, donde estaba el cementerio de los coléricos, pues se habían enterrado unos cuantos cadáveres de la última galera española que había arribado al muelle de Villa Pesquera, contagiada con el Cólera. Y le aseguró, que debía tomar la Ruta del Algodón, a través de Jobos Arriba, hasta llegar al cruce de Cuatro Calles y una vez allí, doblar a la derecha y hacia el norte, siguiendo cuesta abajo, hasta la llanura de La Playa de Jobos, donde se encontraría con la hacienda de los Krause…

Una vez hubo terminado la revisión de la locomotora del Sur y después de calmar su descarrilado corazón, Jacinto continuó su camino hacia “La Hacienda Krause”, en medio de una lluvia esporádica. Movía y deslizaba su cuerpo con mucha agilidad, entre charco y charco, tratando de evitar el pegajoso lodo, que intentaba atrasar su paso, con muy poco éxito. Finalmente, estaba de frente a la nueva vertiente que lo llevaría a una nueva vida. Y justo, cuando se disponía a bajar por la pendiente del increíble Farallón de Jobos, se topó con un carruaje muy elegante, tirado por dos hermosos percherones y atascado en el lodo del camino. Ya la lluvia había menguado en su totalidad y el sol intentaba levantarse sobre las nubes que huían con el viento del sur; sin perder tiempo, Jacinto le ofreció su ayuda, a la distinguida pareja que se encontraba en el carruaje, y ellos con mucho entusiasmo la recibieron, al discernir la nobleza y la ingenuidad del muchacho. A solicitud de Jacinto, la pareja, bajó del carruaje y el subió a este, para azuzar los caballos violentamente, hasta que pudo rebasar el charco de lodo y desatascar el coche. La pareja estaba tan contenta y agradecida, que se presentaron a Jacinto, como los Krause y quisieron pagarle el favor, pero este no aceptó tal retribución. No obstante, descubriendo su ingenio y sagacidad, aprovechó la oportunidad para presentarse y explicarles, cuál era el propósito de encontrarse por aquellas tierras. Luego de terminar su exposición, procedió a entregarle la nota del Padre Francisco para “Mr. Krause”. Y de inmediato, los Krause, al ver la excelente recomendación que Jacinto traía consigo y su amable comportamiento, le dieron la bienvenida y le pidieron que se acomodara en la parte trasera del coche, para continuar rumbo a la hacienda, donde podría comenzar en su nuevo trabajo. El muchacho continuaba mirando hacia el cielo y dando gracias a Dios, por escuchar sus fervientes plegarias con tanta prontitud, y durante el resto del viaje, hasta llegar a la hacienda, su sonrisa parecía deslumbrar al sol, que trataba de sobrevivir entre las grisáceas nubes del ocaso y la efusiva alegría, plasmada sobre la faz de Jacinto…

Se levantó el día muy temprano, pero ya Jacinto se le había adelantado, y se encontraba de pie, frente al granero principal de la vaquería, esperando por el capataz. Y este no le hizo esperar, una figura tostada por el sol, delgada, pelo canoso y de recio semblante, se aproximó a él y le comentó:
─ ¿Eres Jacinto, el nuevo “arrimao”? ─ ¡Sí, soy Jacinto!
─ Muy bien, mi nombre es Emilio, soy el capataz, y esta semana estarás
conmigo, probándote en el trabajo y enseñándote las tareas básicas; si
das el grado, te contrataremos, y te unirás a todos los demás “arrieros
de la vaquería”.
─ ¿Preguntas o algún problema con tu choza?
─ ¡No!
─ Mañana conocerás al resto de los compañeros, hoy te levantaste un
poco tarde, la reunión de la madrugada es a las cuatro en punto, y en
esta, asignamos las tareas del día o cambios de última hora, nunca
puedes llegar tarde, a menos que estés muerto…
─ ¿Entendido?
─ ¡Sí Señor!
─ Ahora te mostraré la finca y los deberes que estarán a tu cargo, como
te dije.

Los dos hombres, sin perder tiempo, se encontraron camino a la bajura del este, cada uno en su respectiva cabalgadura. Entretanto, el capataz le aclaraba, que después de terminar la semana de prueba, se desplazaría a pie con su grupo de arreo. La semana pasó muy rápida y al terminar esta, el capataz estaba muy complacido con el aprendiz, y oficialmente le otorgó el puesto de “Arriero Arrimao” de “La Hacienda Krause”; era el puesto más humilde de la hacienda, pero Jacinto se sentía como un rey. Tan pronto le anunciaron su primer domingo libre, recogió algunos de sus motetes y el sábado en la noche, el capataz le hizo el favor de llevarlo hasta el pueblo, y en muy poco tiempo llegó hasta la casa de su madre, con lo que, para él era un botín de cincuenta y ocho reales, pues nunca había tenido tal cantidad de reales en sus pobres manos. Desde el momento que su madre pudo escuchar su voz, llamándole desde el balcón, sus lágrimas no se pudieron contener y corrió hasta la puerta, dejándole entrar y abrazándole sin mediar palabra, hasta que ambos lograron calmarse, y madre e hijo, comenzaron una charla muy sensible y cariñosa:
─ Hay mijo, tanto tiempo, ya creía que me habías “olvidao”.
─ ¿Cómo va a ser? Si usted es la madre más buena del mundo, pero es
que, como le dije en el mensaje que le envié, ahora trabajo de arriero con los “Krause” y solo tenemos dos domingos al mes libres…
─ Jacinto continuó conversando con su madre, hasta muy tarde en la noche, y después de haberle contado toda su aventura, se sintió desfallecer sobre su cama… ─

Las visitas de los sábados para domingo se siguieron repitiendo; y los reales siguieron llegando, hasta que Jacinto, transformó la choza de paja de su madre, con piso de barro y tablas de palma; en una casita con paredes y piso de madera, techo de zinc, con un fregadero que daba hacia fuera de una ventana en la cocina, estufa de gas queroseno, muebles de cuarto, muebles de sala y hasta una radiola RCA de cuerda para escuchar música. Para entonces, se había convertido, en uno de los hombres de confianza de los Krause. Pero, la suerte, no le duró tanto tiempo como él hubiese querido; siete años más tarde comenzaron los primeros rumores de la “Primera Guerra Mundial” y los hijos de los Krause fueron llamados a Alemania, y toda la familia decidió volver a la patria. Como la hacienda era muy grande, y para facilitar la venta, la dividieron en dos partes, una de ganadería, la otra de cultivos y venta quesos de hoja. Por supuesto, nuestro protagonista le pidió a “Mr. Krause”, que de ser posible, lo acomodaran en la hacienda de ganadería, y él le prometió, hacer todo lo que estuviera a su alcance.

Al mismo tiempo que todo esto ocurría, una de las vacas lecheras de alto rendimiento, quedó preñada y estaba lista para parir, pero su aspecto era muy enfermizo, así, que Jacinto, conjuntamente con el capataz trataron de salvar a la becerrita y a su madre, pero no les fue posible salvar la vaca, porque durante el parto, esta sufrió una hemorragia masiva que la llevó a la muerte. La becerrita, aunque sobrevivió, vino al mundo muy débil, y el capataz le advirtió a Jacinto, que hiciera lo que estuviera en sus manos, para pararla sobre sus patas, porque de lo contrario, no la veía con muchas posibilidades de vida. Jacinto, jíbaro y testarudo al fin, no era muy fácil de convencer y se mantuvo atendiendo la becerrita toda la noche, hasta que logró estabilizarla, y para la mañana del próximo día, consiguió que se levantara, diera sus primeros pasos y se amamantara de una de las vacas lecheras, arrancándola, así, de los brazos de la muerte y convirtiéndose este evento, en el gran milagro veterinario de “La hacienda Krause” hasta el final de su existencia. Asimismo, esta sería una relación muy profunda, que quedaría guardada en el corazón de Jacinto para toda su vida; y de este punto en adelante, Jacinto, llamó a la becerrita “Matilda”. Como le llamaban a su querida, quebrantada y debilucha tía, cuando rezongaba durante los frecuentes ataques de fatiga en los tabacales. Lo que no alcanzaba a adivinar Jacinto, era, que esta sería su compañera de viaje, durante mucho tiempo…

No tardaron mucho en consumarse, las transacciones de venta de “La Hacienda Krause”, pues, un pariente lejano de los Krause, les hizo una oferta razonable por la vaquería y sus terrenos. Ahora la hacienda se llamaría, “La Hacienda Jobos”, con un sabor un poco más jíbaro, pues estos descendientes llevaban muchas generaciones en la isla, y nunca hablaban alemán entre los arrieros. Para Jacinto fue un cambio bastante transparente, el seguía en su pequeña choza cerca de La Playa de Jobos, y continuaba con básicamente sus mismos deberes, a excepción de que le habían permitido conservar la novilla que le habían regalado los Krause y llevarla a los mismos pastos donde llevaba su vacada. Además, podía utilizar uno de los caballos del establo, para ir al pueblo o cuando salía a visitar a su madre los sábados en la noche, como resultado de un pedido que le hizo Emilio a los nuevos dueños; por esto y por muchos otros favores, Jacinto, siempre quedó agradecido y obligado con el mayoral.

Ya habían pasado tres años desde el nacimiento de Matilda, y todos los arrieros de la bajura se acostumbraron a ver la pareja de amigos, desplazarse por los diferentes pastizales del este de la bajura y hasta las tierras del norte, frente a las orillas de “El Pozo de La Playa de Jobos. ¿Quién lo iba a creer? Que aquella becerra tan frágil y enfermiza al nacer, pudiera convertirse en la robusta y fuerte Matilda, un envidiable ejemplar y vaca Jersey de seiscientos kilos de peso. Quien le proveía, un negocio próspero para él, dado que, si la vaca paría un becerro, la hacienda se lo compraba en cinco reales y en cincuenta reales si era becerra. En adición, Matilda comenzó a abastecerle de leche, después de haber quedado preñada; la cual utilizaba para su uso diario y fabricación de quesos de hoja, con la receta que había heredado de su madre. Debido a todos estos emburujos de negociante, su amigo y capataz, Emilio, le decía: ─ ¡Un día de estos, trabajaré para ti! ─ Pero Jacinto solo sonreía, cuando le llevaba del sabroso queso de hoja que preparaba, para compartirlo con sus compañeros y amigos.

Nuevamente llegaba la temporada de tormentas y por alguna razón misteriosa, aquella noche fría y tenebrosa de agosto, llena de lluvia, vientos y relámpagos encendidos, tenía muy inquietos a todos los hombres y a todas las bestias, en “La Bajura”; hasta el punto, que Jacinto tuvo que salir de la choza a media noche, para calmar a Matilda, tarareando aguinaldos de tierra adentro, como lo acostumbraba hacer, cuando la sentía muy intranquila. Después de un rato de terapia musical, el animal pudo aquietarse y Jacinto aprovechó para descansar un par de horas más, antes de la junta de madrugada con el capataz. La reunión fue muy breve y directa al punto, todos debían esperar los primeros claros matutinos, antes de llevar las manadas a pastar, y asegurarse que no hubiese una tormenta eléctrica en progreso, en “La Bajura”. Algo muy común en esta temporada, y cuyos testigos fehacientes, eran la gran cantidad de palmeras sin cabeza, víctimas de las descargas eléctricas, causadas por los fulminantes rayos, que detonaban sobre ellas, dejando muchos troncos clavados en las dunas de arena, con sus cogotes quemados, y las copas de las palmeras vaporizadas. Fue en este momento, que Jacinto comenzó a realizar, que esta era una tierra muy hermosa y fructífera, que nos podía agraciar con todo lo más importante que necesitábamos durante cierto tiempo, pero, también nos podía arrebatar todo lo más preciado en un abrir y cerrar de ojos…

Ya se encontraba el sol, rayando el alba y Jacinto se disponía a cantar sus primeras coplas de arriero, para guiar el ganado hasta los pastos del norte, frente al “Pozo de la Playa de Jobos”. Apenas se podían divisar los asomos del cielo azul o del sol, para poder validar los senderos de arreo. Todos los tonos de grises cubrían el cielo, y en especial, un gris muy obscuro, moribundo, que pretendía acabar con la existencia del día, prematuramente. Según, Jacinto, proseguía avanzando en el sendero de “Las Uvas de Playa”, un viento recio y helado, se dejó sentir sobre la faz del arriero, y una lluvia muy fina fue humedeciendo sus pómulos, dejando ver por primera vez, ciertos amagues de frigidez en su semblante. Sin alguna razón explicable, Matilda, adelanto su paso y se acercó a Jacinto, como si presintiera el calor que necesitaba el muchacho, pero este se sonrió y le dijo ─ ¡Matilda, estoy bien! ─ Como si la vaca pudiese entenderlo. ¿O tal vez sí…?

En la medida que hombre y bestia, se aproximaban a las orillas del “Pozo de Jobos”, la bravosidad del mar se acrecentaba furiosamente y arremetía con todas sus fuerzas, contra las fuertes paredes de piedra, que conformaban el pozo y todo el rocoso litoral. Las dudas no tardaron en surgir en el interior de Jacinto, sobre seguir exponiendo el ganado al mal tiempo que se aproximaba o regresar a los establos. Desgraciadamente se veía obligado a llegar hasta el final del estrecho laberinto amurallado, entre vallas de árboles de “Uvas de Playas” muy tupidos; para entonces, poder cambiar a la dirección de retorno de toda la vacada, al llegar a la entrada del valle norte…

Era un excelente plan, y justo lo que debía ejecutarse. Conforme él adelantaba su plan, la naturaleza decidió formar su propio enredo, y poco a poco se fue percibiendo en el ambiente, un centellear de rayos de luz, que encendían el cielo y morían en un grisáceo horizonte; a la vez que sutilmente aumentaba el ruidoso sonido de los truenos, que acompañaban la impresionante danza de los relámpagos. El retumbar de los truenos, el rugir de las olas azotando las paredes rocosas, el frío que cargaba un viento saturado de lluvia, transformó todo el entorno en uno de aprensión y grandes tensiones, entre los animales y el arriero. Puesto que la voz del pastor, se fue ahogando paulatinamente dentro de las voces estruendosas de la naturaleza, hasta que ya los animales no lo escuchaban y no podían ver hacia el frente, por la fuerte lluvia desprendiéndose del cielo, solo trataban de distinguir entre el paso de la vereda y el reflejo de otras bestias que salían de los espejos que se formaban en los charcos del camino, según los aguaceros se hacían más intensos y copiosos, sobre la angosta vereda…

Jacinto, aunque nervioso, mantuvo su compostura y continuó tratando de controlar el paso de Matilda, que era la res guía, al tiempo que levantaba su cabeza para asegurarse que viera su persona, de forma que pudo calmarla razonablemente y achicar su paso con la soga, hasta que la res detrás de ella la pudiera distinguir, y así, sucesivamente, hasta que las demás bestias no se desorientaran y pudieran desplazarse como los carros de un tren; donde él fungía como la locomotora, atándose a la cintura el extremo opuesto de la cuerda con que amarraba a Matilda, ahora hombre y bestia dependían de un solo hilo.

Todo parecía estar cayendo en su sitio, y tan pronto Jacinto divisó la entrada hacia el valle norte, avanzó a tomar el camino a su derecha, para así rodear un cúmulo de palmeras, posicionado frente al valle, con un movimiento circular, que le permitiera volver a entrar de inmediato al sendero de las “Uvas de Playa”, frente al “Pozo de Jobos”, y tratar de regresar a los establos sin ninguna perdida. Pero, esto estaba por verse; al mismo tiempo que él se introducía al valle, los truenos se hicieron más recurrentes y mucho más poderosos. Tal parecía que el cielo se desplomaba; y el peligro mayor no tardó en surgir, los reflejos de los relámpagos y sus descargas eléctricas empezaron a estremecer cada poro de Jacinto y toda la piel erizada de las bestias, según se acercaban más y más a la salida. Y, justo, cuando gran parte de la vacada había rodeado el grupo, de la pequeña isla de palmeras, y Jacinto estuvo presto a entrar al sendero de retorno, un estallido de luz descomunal, acompañado de una explosión ensordecedora, expulsó a Jacinto varios metros fuera del camino y toda la vacada corría despavorida y alocada, en todas las direcciones. No tardó mucho tiempo, antes de que Jacinto recobrara parte de sus sentidos, y de inmediato pudo advertir que estaba siendo arrastrado velozmente por una fuerza monumental, que lo llevaba de forma enloquecida a los acantilados donde se ubicaba “El Pozo de La Playa De Jobos”. Era Matilda, que al igual que el resto de la vacada, había enloquecido, y corría aterrorizada, alejándose, de las devastadas palmeras, que continuaban humeando después de haber sido impactadas por la enorme descarga de energía. Al parecer, Jacinto se había olvidado de las ataduras que tenía asidas al cuerpo de Matilda, y con premura pudo deducir lo que le esperaba a él y a su vaca en los próximos instantes, si no hacía algo crucial. Pero, los rayos continuaban cayendo y los truenos estremecían los tímpanos de todo animal. Jacinto se apresuró a gritarle al animal y a llamarla por su nombre, pero ella solo escuchaba los ensordecedores truenos. Muy pronto el realizó, que no la podría detener antes de llegar al área rocosa, alrededor del pozo, donde se vería obligada a reducir su velocidad, debido al suelo rocoso y cortante. Cuando la vaca alcanzó el terreno rocoso, Jacinto se pudo levantar del suelo, y con rapidez, sacó su cuchillo para cortar la soga que los unía, al mismo tiempo que Matilda se precipitaba dentro de “El Pozo De Jobos”, y cuando este la vio arrojarse al pozo, echó el cuchillo a un lado, e instintivamente trató de retener la soga que sostenía a Matilda. Muy pronto, se encontró luchando, infructuosamente, con aquel peso monumental, hasta quedar totalmente vencido por la fenomenal tarea… y como un reflejo espantoso en el horizonte, hombre y bestia, se confundieron en un abrazo, y se precipitaron a las profundidades de “El Pozo de La Playa de Jobos” …

Cuenta la leyenda, que tanto Emilio como todos los arrieros de “La Bajura en La Playa De Jobos”, estuvieron buscando a Jacinto y a Matilda por muchos meses; pero el único rastro que pudieron encontrar, fue un viejo cuchillo cerca de las orillas de “El Pozo de La Playa de Jobos”, el cual se sospecha, perteneció a Jacinto el arriero. Sin embargo, el arriero que lo encontró, uno de los mejores amigos de Jacinto, les comentó a sus compañeros; que un tiempo más tarde, le asignaron el pastoreo del lado norte, el mismo que tenía Jacinto, y una tarde, cerca del ocaso, se sentó en la orilla del pozo de Jobos, recordando por varios segundos a su amigo Jacinto y cuando le gritaba en las mañanas, ─ “¡Jacinto, dame la vaca!” ─ Solo por verlo celoso y sobrio. Verdaderamente nunca le agradó la broma, así, que procedió a molestar a Jacinto desde este lado del cosmos, para validar si todavía existía alguna presencia de él en los alrededores. No hizo mas, que pronunciar la frase: ─ ¡Jacinto, dame la vaca! ─ Y de inmediato, una potente e iracunda ola, se levantó frente al farallón de rocas del “Pozo de La Playa De Jobos”, invadiendo toda la parte subterránea del pozo, y expulsando un tremendo chorro de agua salada, que lo impacto de frente, y lo hizo caer de espaldas sobre las escabrosas rocas. El arriero, enchumbado y aterrado, avanzó a levantarse del piso, y corrió despavorido, como alma que ha visto el diablo. Desde este incidente, y en adelante, “El Pozo de La Playa de Jobos”, jamás volvió a llamarse así, y desde los tiempos de nuestros abuelos y hasta el día de hoy, se le ha conocido, como: “El Pozo De Jacinto” ─ El pozo sigue estando en la hermosa “Playa de Jobos” y todavía continúa empapando a mucha gente, tanto arrieros, como a locales o visitantes. ─ ¡Pero, si te arriesgas a visitarlo y a sobrellevar tal aventura, asegúrate de llamar a Jacinto correctamente! Acuérdate, que hombre y bestia descansan juntos, tendidos en un mismo hilo; y si ofendes a uno, también ofendes al otro, por tanto, no te acerques demasiado a las orillas del pozo, cuando hagas tal reclamo, podrías arrepentirte…



FIN

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS