Ya se habían ido casi todos de la oficina. Una planta entera dividida en módulos, separando decenas de escritorios y oficinas con puertas. Apenas quedaba una luz tenue, blanca y fría, en los pasillos. Ya no se oía el ruido de pisadas, ni el bullicio de los trabajadores, y sus ordenadores e impresoras funcionando.

Solo quedaba el sonido de las teclas y la luz amarilla de una lámpara en una oficina.

— ¿Hoy también te quedas, Sofía? – dijo Ágata, desde la puerta del despacho, despacio, masticando cada palabra.

— Sí, solo quiero terminar esto… – contestó Sofía, esquiva, sin apenas levantar la mirada de la pantalla de su ordenador.

Ágata la miró un momento. La recién nombrada directora del periódico era reconocida por todos en cuanto a elegancia y buen vestir. Tener el pelo tan desarreglado era algo inusual en ella. Llevaba días quedándose hasta tarde.

«Quizás los rumores sean ciertos…»


Ágata pensó en decirle algo, pero decidió callar, y se dirigió dubitativa hacia el ascensor.

Sofía, una vez escuchó el sonido del ascensor abriendo las puertas, suspiró y se levantó de su silla. Las tareas de la redacción le daban cierta tregua a su mente, hasta que un pequeño detalle volvía a desencadenar los mismos pensamientos, una y otra vez, bailando en su cabeza.

Había pasado casi una semana desde la noticia. Y desde entonces había tratado de rellenar espacios de su mente con imágenes, analizando, tratando de recordar cada detalle, cada cara, sus viajes, las personas que había conocido. Trazando mentalmente una línea vital de recuerdos, la película de su vida, fotograma a fotograma. Un intento por hallar los cabos sueltos…

Marcharse a su casa era una vía de escape cada vez más estrecha. La soledad y el silencio de la casa provocaba un eco amplificado de sus pensamientos. Era como si al cruzar la puerta, se desencadenara una orquesta imparable en su cabeza.

Cerró el archivo que tenía abierto. Uno de los artículos que saldría al día siguiente en el periódico. Su historia no sería publicada. Ni siquiera suya. Sería como vanagloriarse de un trágico minuto de gloria ajeno. Pero la conexión ahí estaba, y de publicarla, ella sería quien se situaría en el punto de mira. Si existía alguna posibilidad de acrecentar su angustia y su insomnio, era, sin duda, haciendo público ese estigma que, irremediablemente, le acompañaría ya de por vida.

La policía no le había dado muchos detalles. Al menos, no suficientes.

Cómo era posible. Todavía le costaba creerlo. Le era imposible encajar las piezas.

soga colgada

Aquel hombre, de rostro y nombre desconocidos, se había ahorcado días atrás en un hostal de la ciudad. Una escena funesta, que habría pasado tristemente desapercibida, y se habría sumado a un nombre en una lista, de no ser por un detalle. En el dorso de su mano izquierda estaba algo escrito en mayúsculas, una nota de último momento, o algo más. Era el nombre y apellidos de una conocida periodista.

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