No era mía, no era de nadie, pero era para todos. Cada fría noche subía hasta la cima de la montaña más alta, la nieve cubría mis frágiles espinillas, y su gélido aliento azotaba mi cara sólo para verla una fracción de tiempo, ese breve momento en el espacio era para nosotros dos, mientras ella iluminaba todo a su paso con exquisitos colores que dejaban a la imaginación de un lado, yo me quedaba a sus pies, observándola, inalcanzable.
Nuestro tiempo juntos, pasaba como un chasquido ecléctico, sabía que nadie más podría apreciarla como yo, sabía que su belleza, apasionante pero fugaz, no debía estar a la mira de alguien más, yo era el guardián de tan frágil belleza.
Tras una noche de vela agitada por la violencia de mis pensamientos, me decidí, estaríamos juntos. Como cada noche, subí a la cima que más me acercaba a ella, perpetué en la montaña unas horas antes de que se posara en el manto del cielo nocturno. Hablé con la luna, la única que había presenciado nuestro surgimiento, el único testigo de la pasión nocturna.
Para mi sorpresa, mi fiel compañera, dio una negativa ante mi idea, la decepción invadió mis ojos y surgió de ellos en forma de cristalinas lágrimas, pero no me detendría.
Al llegar la hora de su llegada, la llamé con las melodías que noche tras noche, el viento me recitaba al oído sobre aquella fría cima, llegó hacia mí, la recibí con los brazos abiertos, listos para tomarla.
La noche siguiente, nos sentamos sobre la misma cima en la que yo acostumbraba admirarla, pero ya no había nada que ver, ningún color sobre el cielo, ninguna vibrante belleza inundado la atmósfera, nada que minimizara los rezagos del mundo. Ella me miraba triste, prisionera, desde de su jaula, únicamente, me quedaba esa cima nevada, y una extraña mezcla heterogénea de colores.
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