Aunque sea una vez, por favor, déjame sentir
Cuando tenía cinco años, me gustaba ir al parque a jugar con los otros niños. Jugábamos al escondite a menudo pero, siendo sincera, nunca me ha gustado mucho ese juego, me ponía muy nerviosa.
Una de esas veces, mientras estaba escondida, comencé a sentirme extraña pero, como era solo una niña, no le di importancia. Era el miedo a que me encontrasen, pensé. Y no dije nada, para así poder seguir jugando con los demás niños. Eran muy pocas las ocasiones en las que me dejaban salir a jugar.
Desde mi escondite miré que no estuviera cerca Álex, que era a quien le tocaba buscarnos. Viendo que no estaba, salí de mi escondite. Salí corriendo con todas mis fuerzas, estaba muy emocionada, era mi oportunidad de poder ayudar a todos los que estaban pillados. Generalmente no les era útil porque siempre me pillaban la primera. No pude evitar sonreír mientras corría, me sentía asfixiada, pero aun así quería más… más de ese viento en mi cara. Era la mejor sensación que había sentido en mi vida.
Casi había llegado cuando vi a Álex corriendo hacia mí, pero no me importo. Él no podría alcanzarme, yo iba a salvarme, iba a salvarlos a todos. Estaba llegando, apenas me faltaba un solo paso más cuando todo se volvió oscuro y frío. Fue entonces cuando mi vida cambió.
– Hola, soy Celeste y pronto cumpliré 14 años. Es algo por lo que estoy agradecida, ya que tengo un problema de corazón.
Al descubrir esta enfermedad, mis padres se volvieron más protectores aún. Ya no puedo volver al parque como hacía antes. Mis limitaciones fueron creciendo: no puedo correr ni hacer actividades que aceleren mi corazón, mi alimentación está muy controlada (solo alimentos naturales y saludables). Ni en mis cumpleaños puedo tomar tarta, pero eso sí, medicamentos los que quiera. Me crie prácticamente en el hospital, mi colonia es «Eau de hospital». Tengo prohibido sentir cualquier gran emoción que pueda acelerar mi corazón: estar nerviosa reír mucho… las emociones son un lujo que no puedo permitirme. Esto quiere decir que no puedo enamorarme, o si no… Moriré.
No todo es malo en mi vida. Están mis padres, a quienes quiero mucho, y ellos a mí. Soy su hija favorita aunque sea la única. Ellos, aun estando tan ocupados con el trabajo -mamá con temas del Estado en su puesto de senadora y papá con la presidencia de su empresa- se toman el tiempo necesario para cuidarme y controlar que cumpla con mis limitaciones. Pobres… ¿Qué pueden hacer si les ha tocado una hija defectuosa?
Por eso no puedo quejarme ni ser egoísta con mis restricciones. Se impusieron para que pudiera vivir, lo sé muy bien, y por eso sigo mi rutina diaria tranquila, sin esfuerzos.
Los lunes después de clase tengo revisión con el doctor. Martes y jueves de 17 a 20, clases de apoyo porque tengo muchas faltas y debo compensarlas con clases extras en casa. Mi profesora, Margarita, es una señora muy amable y conoce mi estado de salud. Tiene paciencia y siempre evita ponerme nerviosa y exigirme esfuerzo. Los viernes es el mejor día de la semana, ya que durante unas dos horas me dejan ir a clases de piano. Peleé duramente por esas clases, y más para que no fueran en mi casa. Mi profesor de piano también conoce mi estado y tampoco me exige esfuerzo y me trata con calma. Lo que más me gusta de las clases son los descansos, en los que me dedico a mirar por la ventana. Hay un parque precioso enfrente, así que veo muchos niños jugando y corriendo en él.
Los fines de semana estoy en casa, desayuno con mis padres y luego me quedo sola. No tengo amigos por mi gran número de faltas de asistencia. Con que solo haya un compañero resfriado, mis padres ya no me dejan ir a clase, y así, sin estar apenas en clase, es difícil conocer a alguien. He aprendido a entretenerme por mí misma sin hacer ningún esfuerzo físico. Si no estoy tocando el piano, veo alguna película o leo una gran historia. Son las únicas formas que tengo de sentir algo emocionante que mi corazón pueda soportar.
Aparte de mis padres, con quien más interactúo es con mi chófer, Alfred. Es un señor muy inteligente y amable, es con quien más me rio y aprendo. Me recomienda buenos libros, me cuenta muchas cosas entretenidas. Lleva más de 30 años casado con su mujer y ambos son muy felices. Algún día me gustaría conocerla. Él me ha contado muchas cosas interesantes de ella.
No interactúo con el personal de casa. Siempre trabajan cuando no estoy en ella. Así lo dispuso mi madre para que el polvo y esas cosas no me afecten.
Se lo que estáis pensando. Mi vida es un poco aburrida y nada emocionante, lo sé muy bien. Pero hoy es mi cumpleaños y me dijeron que iba a ser diferente, que este año tendría algo especial, que no sería la típica cena en el restaurante de siempre sin postre. Me lo prometieron y en nuestra familia las promesas son sagradas. Romper una promesa es romper un corazón, es lo que siempre me dicen mis padres. Por eso estoy segura de que este cumpleaños será diferente, de que las cosas cambiarán. Tendrán una gran sorpresa preparada.
Me voy a levantar, que ya está bien de sueño por hoy, que cualquier otro día puedo seguir soñando. Hoy me levantaré pronto porque, aunque sea sábado, quiero disfrutar de mi cumpleaños, ver a mis padres y que me den la gran sorpresa -pensaba Celeste mientras bajaba feliz todavía en pijama.
Miró en la cocina, el comedor, el salón y subió a la habitación de sus padres, pero tampoco los encontró allí. Volvió a la cocina y allí, encima de la mesa, había una nota:
Querida Celeste, tu padre ya se fue a trabajar y yo también me voy al trabajo, que tengo mucho pendientes Tienes la comida preparada y el vestido listo en tu armario. Alfred pasará a por ti a las 19.
Nos vemos en la cena.
Tu madre, que te quiere.
Ella estaba emocionada, su corazón se aceleró, pero controló su respiración y se calmó. No podía esperar hasta las 19, sería mucho para ella. Llevaba años esperando algo así, algo que estuviera fuera de sus límites.
Los segundos del reloj se volvieron minutos. Los minutos, horas. Sola en aquella casa tan grande, con aquella gran emoción en el pecho.
Cuando eran apenas las 18 llamó al señor Alfred para que viniera a por ella más temprano. Ella ya no podía esperar más.
– Reluces, muy bella, señorita.
– Gracias, Alfred. La verdad es que estoy muy feliz, con muchas ganas de ver mi sorpresa.
– Me alegra verla así. Aquí tiene usted, de parte de mi esposa y mía.
Le entregó una pequeña caja envuelta con papel de regalo blanco y un lazo amarillo. Ella lo desenvolvió con cuidado y vio que era un pañuelo con sus iniciales bordadas («C. R.», de Celeste Roldán) y un dibujo de un piano en el otro extremo.
– Oh, Alfred, es precioso. ¡Me encanta!
De camino, en el coche, miraba su regalo. Realmente le había encantado. Lo dobló con cuidado y lo guardó en el bolsillo de su abrigo.
El trayecto se le hizo larguísimo. Estaba muy emocionada por llegar, por tener su sorpresa.
Cuando el coche por fin se detuvo, miró por la ventanilla y vio que era el restaurante Alabastia.
Alfred le abrió la puerta y vio en su rostro un gesto confuso.
– ¿Se encuentra bien, señorita?
– Alfred, ¿estás seguro de que es aquí?
– Sí, señorita. Alabastia es el restaurante que me indicó su padre. Aquí es donde cenarán por su cumpleaños. ¿Seguro que se encuentra bien, señorita?
– Sí, Alfred, gracias. Volveré con papá y mamá, así que pude irse a casa.
– Gracias, señorita, que tenga un feliz cumpleaños.
Nerviosa, entró al restaurante. Allí, a la entrada, le recibió el maître.
– Buenas noches, señorita Roldán. Sus padres han llamado y han dicho que llegarán un poco tarde, pero ya tienen su mesa preparada. Si gusta acompañarme…
Celeste enmudeció, observo el restaurante, estaba todo como siempre. No había fiesta sorpresa, no había nada especial, sus padres se habían olvidado. Llegarían tarde, como siempre. Le habían prometido que este año sería diferente, que tendría un cumpleaños diferente.
– Me alegra que vengan a celebrar las grandes ocasiones en nuestro restaurante, señorita Roldán -comentó el maître.
Cuando el maître se dio la vuelta, la chica ya no estaba. Caminaba sin rumbo por la calle cuando sus zapatos nuevos comenzaron a hacerle daño, así que se sentó en un banco. No sabía adónde ir, no tenía amigos ni dinero. ¿Llamar a Alfred? No, que estará con su familia y no quiero molestarlo -pensó ella.
Delante de ella paró el autobús. El conductor la miró preguntando si iba a subir. Ella hizo un amago de querer subirse, pero recordó que no llevaba dinero encima.
– Ella lo miró y le dijo: «no tengo dinero».
– Lo siento, muchachita, pero sin pagar no puedes subir.
– Yo le pagaré el billete -se oyó una voz afogada detrás de ella-. Ah, pensé que no iba a llegar, casi pierdo el bus.
Celeste la miró. Era una joven de unos 18 años muy guapa y cargada de bolsas.
Las dos se subieron al autobús. Se sentaron una al lado de la otra.
– Te lo devolveré, lo prometo.
La chica le sonrió.
– Me llamo Carina. ¿Y tú?
– Celeste.
– No te preocupes por el dinero, Celeste. Si no ayudáramos a quien lo necesita, ¿en qué clase de mundo viviríamos?
– Vaya… ¡me están llamando! -sonrió la chica al ver quien era.
– ¿Quién es el novio mas maravilloso del mundo y no se va a enfadar porque llego tarde?
– Lo siento, cariño, se me hizo tarde.
– Sí, lo sé, te lo compensaré.
– Sí, estoy llegando. El autobús está solo a 4 paradas ¡Espérame!
– Yo también T.L.
Guardó el teléfono.
– Era mi novio. El pobre lleva esperándome una hora.
Celeste pensaba cuan diferentes eran las vidas de ambas.
¿Algún día tendrá alguien que espere por ella, alguien con quien tener códigos secretos?
– Ojalá fuera tú -susurró Celeste.
– ¿Qué dijiste?
– Oh, Dios, ¡tienes sangre! -le dijo Celeste preocupada.
– Ah ¿esto? No es nada, solo es un roce que me di, soy muy torpe.
– ¡Ten! -Celeste sacó su pañuelo del bolsillo.
– No hace falta. Es un pañuelo muy bonito, no quiero estropearlo.
– Por favor, ¡acéptalo!
– Gracias, dijo mientras cogía el pañuelo.
– ¿Cuál es tu destino, Celeste?
La joven se quedó pensativa.
– ¿Mi destino?
– Sí, ¿Adónde quieres ir?
– Mmm, hay un sitio adonde siempre he querido ir.
– ¿Y por qué no has ido?
– No lo sé.
Carina miraba a la chica y la veía muy confusa.
– No sé qué sitio es ese, pero si es algo que quieres, deberías ir. No vivas tu vida con arrepentimiento, eso no es vivir.
Celeste la miro como si estuviera a punto de llorar.
– Lo siento, tengo una hermana pequeña más o menos de tu edad y últimamente está muy rara. Ya no me cuenta las cosas como antes. Te dije lo que quiero decirle a ella.
La joven se quedó aun más pensativa.
– Si hacer lo que quieres significa morir. ¿Lo harías igualmente?
Carina la miro extrañada. ¿Morir?… Miro a Celeste y supo que no estaba bromeando, que su pregunta iba en serio.
Se tomó un momento para responder y le dijo con tranquilidad y sin remordimientos: lo quiero es estar con quien me está esperando a dos paradas de aquí. Morir no es nada si no puedo estar con él. Aun muriendo volvería a él, mi corazón siempre será suyo.
Su respuesta intensa y sincera llego al corazón de Celeste.
– Gracias, Carina.
Celeste se apuró para bajarse del autobús.
– ¡Espera, Celeste!
Ya no la oyó. Iba en busca de algo para poder sentir en su pecho.
– Perdone, señor, ¿sabe dónde se encuentra el faro de los suspiros? -preguntó ella tras parar a un hombre en la calle.
– Sí, está a 5 kilómetros en esa dirección.
– Muy amable.
Su respiración cada vez era más agitada, era de noche y no conocía las calles, pero no pensaba rendirse.
Se apuró más. Cuando su vista comenzó a nublase, empezó a perder el conocimiento.
– ¡Uuuuh, uuuuh!
Se asustó.
– ¡Uuuuh, uuuuh!
– No, no volveré al hospital, ahora no. Vivo encerrada, sin amigos, sin emociones.
– Aunque sea una vez, por favor, déjame sentir.
La ambulancia pasó por su lado.
Estaba prohibido, pero ella había llegado tan lejos que no podía parar ahora.
Ella solo corrió con todas sus fuerzas. Y allí, al final de la calle, lo estaba viendo.
El faro de los suspiros, un lugar mágico donde sus emociones se desbordaban desde que su amigo Alfred le había hablado de él. Ella se había quedado con las ganas de ir.
Por fin había llegado, sin aliento, pero allí estaba ella contemplando la hermosa vista. Extendió los brazos, cerró los ojos y sintió el viento.
Y pidió un deseo de todo corazón antes desplomarse en el frío suelo.
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