Al principio un hombre de fuego y una mujer de hielo se unieron. El hombre de fuego todo lo consumía con sus llamas; todo debía estar bajo el control de su puño su hierro y si algo o alguien se atrevía a alejarse de su dominio sus llamas rugían con estrepitoso estruendo y más le valía alejarse lo suficiente porque si las llamas del hombre de fuego no le consumían, su calor sofocante le disminuía lentamente hasta convertirle en una cosa rastrera que repta en busca de un poco de aire fresco para respirar.
La mujer de hielo por el contrario parecía indiferente a todo. Nadie podría decir lo que pensaba o sentía o si de hecho algo pensaba o sentía. Su opinión era solo para ella y si no fuera por aquellas ocasiones en las que mostraba una mirada de amor a sus vástagos se hubiera dicho que no tenía corazón. Sí tenía corazón, ahora que si era muy pequeño o muy grande solo ella lo sabía ya que estaba recubierto por una gruesa capa de hielo que una vida de adversidades le había creado. Ella no buscaba ni el dominio ni el control y cuando algo no iba de acuerdo a su restringida aprobación su pasiva agresividad no se veía ni se oía pero sí que se hacía sentir.
El primero de sus descendientes, su amado primogénito, fue un dragón. Pero este dragón no tenía alas paravolar por lo que su ambicioso corazón no podía más que soñar con todas las riquezas a las que aspiraba y su mirada envidiosa seguía a quienes poseían más que él.
El pobrecillo dragón debía consolar los arduos deseos de sus entrañas buscando la compañía de aquellos que mostraban el brillo del oro y era tal su deseo de contemplarlo, aunque fuera a la distancia, que seguía e idolatraba a cualquiera que él creyera que pudiera soltar alguna brillante moneda que él pudiera recoger y atesorar por siempre. Sus pobres ojos no buscaban más que el brillo dorado y no percibían nada más.
Después de un tiempo el hombre de fuego y la dama de hielo concibieron a un ser de tanta belleza interior que se contentaba con tomar la forma de una gallinita. Mientras más pollitos tuviera esta gallinita a su alrededor más feliz se sentía fueran propios o no, disfrutaba de su compañía por igual pues veía la gran belleza de su infantil inocencia. A ella, al contrario de su gigantesco hermano, no le atraía el oro. Era simple, sin grandes aspiraciones; amaba comer y tener un nidito limpio y tibio. Al llegar al mundo había sido tan pequeña y ordinaria que sus padres apenas la habían notado, totalmente opacada por su hermano el dragón. Había crecido en ella un afán de defender a los más débiles y no le gustaban ni el control ni la frialdad de sus primeros años. Había decidido concentrar su amor en los pequeños a su alrededor porque ellos eran honestos y transparentes y necesitaban protección. Mientras más desamparado veía ella a un pequeño más lo amaba.
Tiempo después llegó una tercera criatura, antes de ella la dama de hielo había perdido un bebé al nacer éste demasiado pronto así que esta nueva llegada representó una gran alegría para la pareja, aún para la poco expresiva madre quien la recibió con un gran amor en su corazón.
En sus primeros años esta nueva niña fue la preferida del hombre de fuego. Esta pequeña centaurea era tierna, cariñosa, dulcísima y amaba a su padre con profundidad. No podía estar separada mucho tiempo de él porque lo adoraba y lo consideraba el más perfecto ser que la tierra hubiese visto nacer. Le gustaba dormir en su regazo, no se sentía más segura en ningún otro lugar. Sentía que su padre era fuerte y protector, pensaba que nada ni nadie lo podrían vencer jamás. En su inocente corazón la pequeña creía que todo el fuego que él emanaba era solo para proteger a su familia y que las llamas ardientes de sus ojos y de su lengua jamás lastimarían a nadie de su propia casa. Los hechos mostrarían lo equivocada que ella estaba su mundo de fantasía.
Antes de que se cumpliera el primer año del nacimiento de la centaurea, la familia dio la bienvenida a un nuevo retoño. La dama de hielo dio a luz a una pequeña cambiante. Nació antes de tiempo pero fue lo suficientemente fuerte para sobrevivir con muchos cuidados sin embargo. La dama de hielo pasaba largas horas atendiendola dejando a la centaurea al cuidado de sus hermanos y de su padre. La familia ahora completa se acostumbró a pensar en la cambiante como en alguien frágil que necesitaba ayuda para todo y sin darse cuenta así creció; insegura, dependiente, acostumbrada a que todos le ayudaran e incapaz de valerse por sí misma. Tenía un carácter tan feroz como el del hombre de fuego pero como era mucho más débil tenía una constante necesidad de protección y aprobación. Era muy linda, con los ojos más bonitos de los cuatro hijos, al crecer amaba el hedonismo y odiaba el trabajo. Era encantadora en sociedad, tenía muchos buenos amigos que no la conocían para nada en realidad. La mayor parte del tiempo era buena pero en ocasiones demostraba que albergaba el mismo tipo de fuego que su padre en el corazón. Le gustaba dar órdenes y hacerse oír, su carácter chocaría con el del hombre de fuego y en repetidas ocasiones lucharían fuego contra fuego.
El dragón sin alas siempre tuvo el lugar de honor en las vidas del hombre de fuego y de la dama de hielo porque era muy grande y parecía ser fuerte y feroz, sus consejos siempre eran escuchados y atendidos por sus padres. Lo amaban realmente, en especial la dama de hielo que solo veía en él cosas buenas y era totalmente ciega a sus faltas. El dragón los amaba también y como no tenía alas no intentó nunca alejarse demasiado.
Así la familia fue creciendo en edad siendo el dragón el más valorado de los cuatro hijos. La gallinita era vista como una ayuda práctica en la ocupada vida de los padres que no podían comprender cómo habían tenido una gallina. No se parecía ni por dentro ni por fuera a ninguno de los dos y no le importaban ni le atraían las mismas cosas que a ellos así que nunca esperaron gran cosa de ella ni se preocuparon demasiado. Era solo una gallina y punto.
A la centaurea la amaban ambos y aunque tenían una forma algo extraña de demostrarlo ella lo sabía. Se acostumbró a no recibir mucha atención de la dama de hielo y a los altibajos del hombre de fuego que a veces se mostraba amable y cariñoso y a veces agresivo y terrible. Ellos confiaban en ella y parecían tener grandes expectativas. Siempre temió la pobre criatura que si fallaba el amor de sus padres se iría con sus esperanzas. El hombre de fuego y la dama de hielo jamás regalaban ni su amor ni su orgullo. Si los hijos querían algo de esto había que ganárselo.
La cambiante no definía su verdadera apariencia ni personalidad, a ratos era como una gatita melosa, a ratos una tigresa feroz, luego una osa en hibernación y luego una arpía. Era impredecible por momentos, por días por años. Lo único constante en ella era la inconstancia.
Al pasar el tiempo las llamas del hombre de fuego se hicieron más voraces y despiadadas. Habían crecido más que nunca así que él se sentía todo poderoso. Su arrogancia creció también. No soportaba la idea de que sus vástagos fueran libres y anduvieran por ahí a su voluntad. No soportaba la idea de que se volvieran independientes, de que ya no lo necesitaran porque entonces no podría controlarlos. Mientras más querían ellos crecer e independizarse más fuertemente los sujetaba. No estaba dispuesto a permitir que nadie pensara de manera diferente a la suya, que soñaran algo diferente de lo que él quería y mucho menos que dieran un solo paso sin pedir antes su permiso.
En su gran arrogancia falló al encubrir las huellas de sus infamias quedando al descubierto su falsedad, su hipocresía,su bajeza y deslealtad a los suyos quienes siempre estuvieron después de sus caprichos, sus funestos hábitos y sus depravadas aventuras con la sucia escoria con la que se revolcaba en el fango llenando de oprobio a su familia.
Al enterarse de las correrías de su padre la centaurea no podía, no quería creerlo. Se resistió a la verdad mientras pudo pero cuando ya era imposible negarla sintió que se le hacía un gran hueco en el corazón. Sintió la pobre que le sangraba el alma, que su mundo se derrumbaba bajo sus pies. La idea del mundo que siempre había tenido se hizo trizas. Ese día nuestra joven centaurea perdió la inocencia. Vio la crueldad y la mentira del mundo en la cara de su padre quien aún arrogante se negó a calmar el sufrimiento de su familia. La centaurea pues, dejó de creer en la beatitud que ahora consideraba virtud única de Dios y de sus ángeles pero de ninguna persona. Quiso esparcir su enojo o transmitirlo a las pusilánimes criaturas de porquería con las que se enredaba su padre pero no pudo hacerlo. Simplemente porque aun en su entendimiento no podía culparlas a ellas ya que ¿Quién es más vil, la criatura sucia de la obscuridad del mundo que algo tiene que tragar, que todo ansía porque nada tiene o aquel que chacotea con ella por puro placer?
Todos reaccionaron a la traición de diferente manera. Ya se ha dicho algo sobre la centaurea. El dragón por su parte, si bien decepcionado consideró mejor para sus propios intereses no decir mucho. La Gallinita no tenía una gran capacidad de odio en sus entrañas así que lloró con amargura por un tiempo pero su corazón rápidamente sanó y perdonó. La cambiante al contrario ardió en abrazantes rescoldos. No pareció olvidar nunca y su ira no se desvaneció ni con el paso de largos años.
La dama de hielo, la principal agraviada, hizo gala de toda su templanza. Se sintió profundamente lastimada, traicionada y,peor aún, humillada mas no perdió el control ni por un segundo y haciendo oídos sordos a la histeria de sus jóvenes hijas decidió callar y dejar que las aguas retomaran su curso aunque jamás perdonó la traición y jamás olvidó la humillación.
Con las esperanzas rotas de encontrar un amor limpio e incorrupto la centaurea dejó de buscar lo que su alma anhelaba. Pensó que tal deseo no se vería realizado e hizo algo que no había hecho jamás; bajó la mirada que siempre había mantenido a su propio nivel y comenzó a ver a los que estaban por debajo de ella considerando tomar algunos de estos seres como compañero pero la visión no le complacía, su esencia era difícil de igualar. Pensó entonces que tenía fuertes piernas para correr ella sola. Siempre había sentido el deseo de libertad. Sus padres la habían sabido mantener quieta y bajo sus faldas con mentiras. Le habían llenado la cabeza de ideas e ilusiones que ahora sabía ni ellos mismo creían, que ellos mismos no respetaban ni buscaban.
El deseo de un viaje comenzó a tomar forma en su mente y eran las boscosas regiones del norte las que la llamaban. No tardó en empezar a ver las posibilidades de emprender el viaje y entendió que tenía todo lo que se necesitaba, solo tenía que esperar el momento adecuado y se marcharía. La decisión estaba tomada. Con la visión del viaje siempre en su mente aborrecía cada vez más el sofocante control del hombre de fuego. Ella amaba la libertad, quería correr libre cerca o lejos pero a su propia voluntad. Esto volvía loco al hombre de fuego quien en más de una oportunidad ardiendo en ira había lanzado su látigo incandescente contra la blanda carne de la centaurea, sin embargo, éste no la había lastimado tanto como las mordaces palabras con las que la había condenado cientos de veces.-Eres muy altiva- le decía- pero la vida se va a encargar de ponerte en tu lugar-. Estas palabras la acompañaron por el resto de su vida entre muchas otras que más bien parecían maldiciones gitanas. Cuando estaba frente a una decisión importante retumbaban en su mente como tambores de guerra y se sentía aterrada de equivocarse, no fuera a ser que esta fuera la ocasión para la vida de ponerla de rodillas.
El gran amor que los había unido un día se había transformado en un ansia de control por parte del señor de fuego y un ansia aún más grande de escapar de la centaurea. La dama de hielo la amaba como a todos sus hijos pero no pronunció palabra ni movió dedo alguno en su defensa. La centaurea siempre recordaría una noche cuando acorralada contra la pared el hombre de fuego se había vuelto loco y la había castigado duramente con sus llamas, una vez tras otra. Su madre se quedó ahí mirando sin intervenir, si la visión le había conmovido o no solo ella lo sabía.
La dama de hielo era una madre proveedora. Trabaja desde el alba hasta el anochecer en salones que retumbaban con un ruido sordo. Escapaba en ellos del resto del mundo. Se podría adivinar que no era muy feliz, solo vivía para trabajar o quizá el trabajo arduo era lo que la hacía feliz. Con el fruto de este trabajo el hombre de fuego construyó un palacio con carruajes y a sus vástagos nada les faltó nunca.
Un día la centaurea tuvo la sensación de haber tenido una extraña visión pero no lo era, fue real. Era un joven ciervo, enorme de gran cornamenta. Delgado aún daba la impresión de haber crecido demasiado pronto. Pero era espléndido. Su pelaje relucía hermoso al sol y sus ojos profundos parecían más los de un águila que los de un ciervo.
El ciervo la miró también y se enamoraron con sinceridad desde el principio aunque nada dijeron de inmediato sus corazones lo sabían. Se habían visto antes, se conocían de antes se amaban de antes, se pertenecían de antes.
El gran ciervo y la centaurea pasaban mucho tiempo juntos recorriendo los bosques cercanos y en muy poco tiempo el gran ciervo ofreció a la centaurea su corazón y ella lo acepto llena de alegría. Le hacía falta saberlo ya que sin haberle dicho ella nada ya le había entregado el suyo.
Juntos siguieron creciendo. Juntos se convirtieron en adultos y vivieron al amor que se tenían. Descubrieron juntos la entrega total al ser amado. Su amor y su entrega fueron totalmente limpios y puros; era un remolino en sus almas que no dañaba a nadie. Entregaron su libertad el uno al otro y se amaron en días y noches incontables que no tenían ni comienzo ni final.
Un buen día de primavera la centaurea veía al mundo florecer y supo que ella florecía también. Sintió en su interior la vida crecer. Fuer hermoso porque lo que ahí crecía era amor puro y sin tacha. Del amor solo podía nacer amor y este amor se hizo niña y fue así que nació una hermosa niña de oro con melena castaña quien reflejaba toda la ternura del universo en su mirada. Tan dulce y tan hermosa fue que su llegada pareció iluminar la vida de todo asu alrededor. Un ser de pura bondad.
Los años pasaron y después de tres la centaurea y el gran ciervo tomaron a su pequeña y dejaron las tierras que los habían visto nacer y crecer. Se fueron a buscar su propio territorio, su propia vida. Se marcharon aandar su propio camino.
La separación no fue sencilla. Cuando se ha tenido a un animal enjaulado toda su vida y de pronto este se encuentra en libertad no sabe qué hacer con ella. Así se sentía la centaurea quien siempre había querido zafarse del control de su padre, sin embargo ese control le daba seguridad porque el control y la seguridad vancasi siempre de la mano. El hombre de fuego siempre había tenido el control, eso significaba que la centaurea siempre había estado protegida de los peligros externos. Nunca lo había visto de esta forma, si bien quería la libertad que ahora tenía la responsabilidad era abrumadora y sus decisiones traerían consecuencias de acuerdo a su idoneidad y si se metían en problemas nadie los iba a rescatar. El ciervo era fuerte e inteligente pero joven. Ambos lo eran, el tiempo en este caso sería más piadoso y los probaría capaces de enfrentar y superar los obstáculos que sin duda cada camino depara.
Después de algún tiempo la joven familia maduro, se volvió fuerte, ya no se sentían abrumados por su libertad sino emocionados de todas las cosas por venir. La adversidad unió profundamente a la pareja y la niña de oro crecía hermosa y feliz, era siempre la alegría de sus jóvenes padres y la dulzura de sus vidas.
El resto de la familia maduró también. El dragón sin alas desposo a una buena gigante y de su matrimonio nacieron tres dragones altísimos que a diferencia de su padre si tenían alas y prometían una vida en las alturas.
La gallinita se unió a un pollito que por su edad debía haberse convertido en gallo hacía mucho tiempo pero que por alguna razón no lo hizo. Fue un pollo perpetuo. La gallinita estaba contenta con su pollo y con las hijas que tuvieron. Eran de hermoso interior como su madre. No sabría decir por que pero fueron siempre muy protectoras con ella. La mayor tenía la alegría natural de las criaturas de primavera y una vocación natural hacia el cuidado de los animales mientras que la menor era de gustos místicos, atraída hacía la magia y lo oculto terminó por convertirse en hechicera.
El hombre de fuego y la dama de hielo comenzaron a envejecer. La cambiante se había unido a una alimaña disfrazada y había dado a luz a un niño-hámster de pensamiento lúcido y vivaz. La cambiante resultó ser no muy buena madre dejando la carga del cuidado del niño-hámster a sus padres ya que la maternidad la asfixiaba. Aún estos seres de extremos se paralizaban al ver la frialdad de la cambiante hacia su hijo quien era realmente lindo, tenía unos ojos enormes a veces azules, a veces verdes, a veces grises y una piel blanca como la luz de la luna. El hombre de fuego y la dama de hielo vieron que la cambiante podía ser más sofocante que el hombre de fuego y más helada que la dama de hielo con su pequeño por lo que lo acogieron en su casa y en sus corazones y decidieron protegerlo de todo. Después de una vida siendo lo que habían sido este pequeño niño-hámster logró lo impensable: apaciguar al hombre de fuego y derretir el corazón de la dama de hielo. Con sus grandes ojos logró sacar la dulzura de los corazones de sus abuelos y lo mejor de ellos.
Iban a hacer ocho años de la llegada de la tierna niña de oro cuando la centaurea dio a luz a una segunda hija. La había estado esperando con ansia en su corazón. En tres ocasiones había llorado una pérdida. La primera vez fue por una imprudencia, un acto de estupidez que dejaría una enorme cicatriz en el corazón de la centaurea. Siempre recordaría esa pérdida con mucha más tristeza que las otras, eso llegaría a ser una mancha en una vida por lo demás llena de virtud.
La segunda pérdida fue algo totalmente inesperado. La centaurea retozaba feliz con su ciervo y su niña de oro. Habían salido por el puro gusto de salir cuando una criatura de fealdad tan aguda que lastimaba los ojos los envistió salvajemente. Era uno de esos seres que se arrastran en las cloacas, parecía una rata pero más sucia y pulgosa de lo normal. Era una mujer-rata Su voz era como un chillido repugnante que inspiraba al oyente a retorcerle el pescuezo con tal de hacerla callar. Iba acompañada por otra criatura igual a ella pero callada. El ciervo al ver que estas detestables criaturas se pavoneaban orgullosas como si lo que hicieron no tuviera importancia alguna, olvidando que su simple presencia era un agravio para los seres de luz les habló con gravedad aunque sin injurias, sin embargo ellas lanzaron un chillido de auxilio a su asquerosa calaña y de pronto llegó una pequeña hueste de estas repugnantes alimañas que con movimientos y ruidos grotescos pretendieron acosar al ciervo. La centaurea asqueada ante esta situación intervino atrayendo lo que la gente-rata odia más, los hombres-zorro, de tal modo que se retiraron chillando y arrastrándose de regreso a su putrefacta oscuridad.
Al día siguiente la centaurea supo que su ilusión no se vería realizada porque el fruto de su vientre se había marchitado. Si fue por el mal momento o la embestida de la gente-rata o por alguna otra razón nunca lo sabría. Fueron a ver al mono sabio pero no fue de mucha ayuda; ya nadie la podía ayudar. Solo encontraba consuelo en la risa de la pequeña de oro y en calor de su siempre acompañante lucecilla blanca que se acurruco con ella mientras le duró un dolor que no la dejaba caminar.
El gran ciervo amaba a todos los hijos de la naturaleza por su condición de príncipe de los bosques pero particularmente amaba a las pequeñas criaturas que él sentía que podía proteger. Hacía tiempo que quería adoptar a una de ellas para llevarla a su casa y gozar de su compañía. Cuando la niña de oro tenía casi cuatro años el gran ciervo compartió el deseo de su corazón con la centaurea quien estuvo de acuerdo en que un hijo de la naturaleza sería un buen amigo para la niña. El gran ciervo comenzó a buscar con sus grandes ojos de águila y agudizó sus finos oídos para escuchar lo que en los alrededores se decía. Escuchó así de un hijo de naturaleza que se manifestaba en la forma de una lucecilla blanca como la nieve y que necesitaba un hogar. El gran ciervo fue a verlo y se enamoró de él de la forma más tierna al verle. La niña de oro recibiría con inmensa alegría a su nuevo amigo unos días antes del solsticio de invierno y aunque todos lo amaban y él los amaba a todos es cierto decir que él amaba de una forma especial a la centaurea,aunque no pronunciaba palabra alguna hablaba con la mirada y miraba a la centaura con el amor con que se mira a una madre. La centaurea era un poco dura con él porque era desordenado y ruidoso; cuando ella quería silencio el armaba un alboroto, cuando ella quería orden el sólo quería jugar y sin darse cuenta la lucecilla blanca se había convertido en un hijo más a quien cuidar pero a pesar de todo cuando ella veía esa mirada de amor en sus ojos siempre le respondía con el pensamiento “yo te amo igual”.
La tercera pérdida no llegó de improvisto por que la centaurea ya la temía, no tenía que ser muy perspicaz para temer que lo que ya había pasado podía repetirse. Rezó todas las noches pidiendo por su capullo pero sus ruegos fueron en vano. A las pocas semanas a pesar de haberse mantenido muy quieta pasó lo que el ciervo y centaurea temían y después de unas nuevas noches de dolor la esperanza pareció desaparecer. La centaurea no sabía si sentirse triste o enojada, suplicaba lo mismo que maldecía. En el fondo sentía que todo era un merecido karma.
Pues al fin, sin más ni más después de una plática con Dios la centaurea concibió y dio a luz a una niña. A una niña de fuego. La pequeña criaturita era candela pura. Sumamente intensa era cariñosa y divertida, sin embargo con lamisma intensidad hervía en cólera por cualquier capricho. La característica sobresaliente de la pequeña de fuego era su aguda inteligencia. Sus pequeños ojos llegaban con rapidez al meollo de las cosas, nada se escapaba a sus sentidos, entendía las cosas a impresionante ritmo y tenía una memoria prodigiosa. Era sin duda una niña especial y estaba destinada a la grandeza solo tenía que aprender a domar sus llamas porque sin control no hay disciplina y sin disciplina no hay éxito.
El gran ciervo y la centaurea estaban muy enamorados de su pequeña candela. Es cierto que les preocupaba su volatilidad pero sabían que era de corazón bondadoso así que le enseñaron a usar su gran fuego en bien propio y de los demás.
Los años pasaron una vez más, lentos pero constantes. La niña de oro se convertiría en una hermosa mujer de oro, se parecía a su madre pero con una belleza y sensibilidad muy superiores. La mujercita de oro tenía la belleza, la rareza y la magia de los unicornios de antaño. Su alma era única en este mundo, conocía el corazón de las personas y podía verlas por dentro. Usaría su gran don para el amor. Su misión, su camino y su trabajo sería siempre el amor.
La pequeña candela se convertiría de la misma forma en una hermosa y poderosa dama de fuego. Su poder era incontrolable para todos excepto para ella. A través de la experiencia lograría la maestría del fuego y la usaba conforme a sus convicciones fueran estas apoyadas o no por los demás. Su gran inteligencia se dirigiría a la creación, así que se convirtió en una creadora por excelencia y sus creaciones revolucionarían su tiempo.
El hombre de fuego y la dama de hielo vencidos por los años perdieron su intensidad. Domados por el hámster se volvieron dóciles. El hombre de fuego decidió hacer del hámster su heredero al trono y la dama de hielo festejó con alegría la decisión. El dragón sin alas se retorció de coraje pero nada pudo hacer. Vio con rencor la herencia que tanto codiciaba pasar a las manos del sobrino. A pesar de haber sido abandonado por la alimaña de padre y malcriado por la falta de talento de la cambiante el hámster, criado por sus abuelos, tuvo a los padres más cariñosos y alentadores que cualquier niño pudiera desear, creció y se convirtió en un gran hámster.
Cuando la ancianidad alcanzó a la pareja el hombre de fuego comenzó a sufrir las consecuencias de su vida descarriada. Atormentado por la conciencia sufría según él en silencio aunque sus demonios era tan grandes que todos a su alrededor los podían ver. La dama de hielo no había olvidado las humillaciones que el hombre de fuego le había hecho pasar y si bien estuvo con él hasta el último de sus días jamás volvió a haber amor en su mirada. Le servía cordialmente como siempre lo hizo pero con frialdad y el pobre hombre de fuego al agotarse necesitaba más que nunca el calor del amor, un amor que jamás recibiría de la cambiante por su puesto.
Los hijos se habían dispersado. El dragón vivía cerca y los visitaba con regularidad siempre alerta. La centaurea que había sido la primera en marcharse no volvió nunca y su destino no estaba claro ya que la idea de ese viaje con el que soñaba en su juventud nunca se desvaneció del todo, seguía soñando con bosques muy lejanos. El gran ciervo era muy territorial y se sentía a gusto y a salvo en sus tierras y no daba señales de que fuera a moverse ni un centímetro pero la centaurea de nuevo atada no cadenas sino con las raíces de su propia vida no perdía la esperanza de ver con sus ojos lo que veía en su mente cuando soñando despierta retozaba en la lejanía.
La gallina, la más menospreciada de los cuatro vástagos, resultó ser la que llenaría más con amor el corazón de los padres en su vejez ya que no tenía problemas para expresar su cariño con palabras, con besos, con abrazos y con su constante presencia. Si bien vivía lejos nunca se sintió así porque estuvo siempre al pendiente de sus padres y jamás los olvidó.
La centaurea después de muchos años y sin aviso alguno un día despertó y se dio cuenta de que las heridas que tanto la habían atormentado habían sanado. Como por arte de magia sentía en su pecho el amor inocente hacia su padre otra vez. De alguna manera el dolor se había ido. El recuerdo permanecía pero ya no la lastimaba y sentía ansias de abrazar a su padre como cuando niña. A su madre la había amado siempre a pesar de todo. Sabía que había sido la mejor madre que hubiera podido tener y que el hielo de su corazón venía de grandes sufrimientos de su juventud así que no podía juzgarla. La amaba y le agradecía por la vida que le había dado.
¿En dónde estaban ahora las bestias con las que el hombre de fuego se divertía? ¿Quién lo buscaba ahora que no exhibía ni oro ni flamantes llamaradas? Una vez reducido a las cenizas de lo que algún día fue no tenía el amor de su esposa ni el respeto de su hija la cambiante quien a pesar de la ironía fue la que permaneció a su lado.
Y al final de sus días el hombre de fuego lo supo, vio la vida con claridad. El amor se paga con amor, una vez que has dado amor a alguien ese alguien te amará y aunque el tiempo pase y las eras cambien el amor verdadero sobrevivirá. Sintió por fin en su corazón el perdón de su esposa quien no lo dejaría partir con la atadura del rencor. Sintió también el gran amor de la gallina. Vio en los ojos de la centaurea a la niña que lo adoraba de nuevo ahí. Gozó de la fuerte presencia del dragón sin alas orgulloso ahora al ver volar a sus hijos y vio con compasión el gran arrepentimiento de la cambiante. El hombre hámster siempre bello y cálido lo acompañó como el más amoroso de todos sus hijos porque fue el que más había disfrutado de su lado bondadoso.
En su lecho de muerte se convulsionó violentamente por última vez, de pronto todo fue paz. Ese fuego que lo embargaba cesó por fin y fue libre.
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